Puebla

Buscando luciérnagas en Yaonáhuac, Puebla

Hay lugares como la presa La Soledad, en Puebla, que te recuerdan que, no importa cuántos kilómetros recorras en México, siempre hay una sorpresa más.

POR: Paulina Espinosa

Salimos de Ciudad de México junto con el sol y tomamos la carretera hacia Puebla. Recuerdo ir más dormida que despierta, pero jamás se me va a olvidar cuando pasamos por Teotihuacán, justo a tiempo para ver los colores de decenas de globos aerostáticos flotando en el cielo. Es un recorrido largo. En algún punto del camino juré que jamás íbamos a llegar, pero cuatro horas y cachito después arribamos a Tlatlauquitepec. Formábamos un grupo como de 14 personas, de las cuales conocía a cinco, pero fue cuestión de un par de fogatas para que todo se sintiera más familiar.

Tlatlauquitepec es un pueblo mágico en Puebla, rodeado de montañas, neblina y naturaleza, conocido por su misticismo, cascadas y tradiciones ancestrales. Todas las casas son de colores. Un lugar precioso del que poco se habla. Sin embargo, este no era nuestro destino final. Fue solo un pit stop, donde bajamos al baño, comimos en un restaurante del centro, compramos una nieve y cambiamos nuestras cosas a una camioneta que nos llevaría a la presa La Soledad, a 50 minutos del pueblo.

El recorrido es como estar en medio de Jurassic Park. No ves nada más que verde y senderos que irrumpen en toda esa naturaleza. Ningún dinosaurio. Muchos perros callejeros, eso sí. Llegamos a un embarcadero llamado Takiskiany, en la presa La Soledad o Mazatepec, en el cauce del río Apulco. Este río nace en el municipio de Yaonáhuac y atraviesa varios municipios de la sierra Nororiental, incluyendo Tlatlauquitepec. Es famoso por la playita de los tres colores, pues se puede llegar a ver en tonalidades de azul, verde y rosa bajo la luz del sol. Sin embargo, yo fui por otra razón: el avistamiento de luciérnagas.

En el embarcadero, la neblina dominaba el ambiente y nos esperaban unas balsas, que eran una mezcla entre trajineras, pintadas de colores vivos, y las típicas canoas de madera que usan las poblaciones indígenas de Canadá o Alaska. Todo remando, nada de motor. Una embarcación llevaba las maletas, otra los suministros y el resto de las balsas al grupo, con rumbo a un islote en medio del río, donde acamparíamos para pasar la noche.

La lluvia es común en la sierra, por lo que evidentemente íbamos preparados para empaparnos, aun con impermeables. Y así fue. El recorrido del embarcadero al que sería nuestro campamento, rodeado de montañas, cascadas y el sonido de la lluvia sobre el río, duró alrededor de media hora, que quizá pudo haber sido menos, de no ser por el peso de remar con siete personas a bordo.

Al llegar, el campamento ya estaba puesto y nuestros anfitriones nos recibieron con comida calientita para comenzar a cenar. El olor a tierra mojada y la mezcla de las plantas frescas que había en el lugar es algo que se me quedó muy grabado. Prendimos fogatas para calentarnos, aunque el frío tampoco era intolerable. Lo único que podía llegar a complicar la situación era el lodo, pero nada de qué preocuparse.

Una vez que oscurecía, la dinámica era caminar hacia el bosque que nos rodeaba y encontrarnos con las pequeñas luces que, de la nada, te hacen estar al tanto de que estás rodeado de luciérnagas. Yo no lo sabía, pero este efecto natural tiene una explicación. Resulta que las luces de las luciérnagas se encienden justo cuando están en época de apareamiento. En cuestión de pocos minutos, miles de luciérnagas nos rodearon para iluminar el bosque. Es algo que no quieres dejar de ver y con lo que te puedes pasar horas hipnotizado.

Empiezan a verse desde la parte baja del bosque, entre los arbustos y cerca del suelo, y poco a poco van subiendo hacia las ramas de los árboles. Este movimiento también tiene un propósito: los machos vuelan y emiten luces para llamar la atención de las hembras, que están más abajo y responden con su propia luz. Conforme se van encontrando, todo el bosque empieza a llenarse de lucecitas que comienzan a subir, como si se tratara de una coreografía ensayada. También pudimos ver un rato las estrellas, aunque el cielo nublado nos hizo desistir rápidamente. Pero la noche no acabó ahí, y nos pusimos a cantar canciones alrededor de la fogata, con vino en mano.

Dormir rodeada de tanta naturaleza es algo que sólo se consigue acampando. Te arrulla la mezcla de sonidos que logran las plantas y los árboles, junto con los miles de insectos y animales que están por ahí. Al amanecer, el escenario cambia. Lo primero que ves al salir de tu casa de campaña es el río cubierto de neblina, pero con la luz del sol que ilumina todo el paisaje. Cualquier actividad es buena en medio de esa serenidad, donde romper el silencio hasta da pena. Es como estar en comunión con todo sin tener que hablar, algo muy impresionante.

Nosotros empezamos con yoga, pero el día estaba lleno de actividades. Entre ellas, visitar la cascada Puxtla Tepantzol, una de las que más me emocionaba ver, ya que puedes pasar por detrás de la caída de agua. Es como estar adentro de ella, básicamente. Pero primero nos dirigimos al puente La Soledad, donde puedes hacer rapel o practicar kayak.

Este puente es uno de los puntos más visitados de la zona. Ubicado en la comunidad de Atotoyocan, dentro del municipio de Tlatlauquitepec, es un puente colgante de unos 150 metros de largo y hasta 60 metros de altura. En realidad sirve como entrada al llamado cañón del Sumidero o de La Soledad, que los visitantes pueden cruzar, ya sea caminando por senderos o haciendo rapel. También se puede hacer kayak o paseos en lancha por la presa. Realicé todas las actividades, aunque tengo que admitir que cruzar el puente sí me dio miedo.

Ahora sí, después de unos 50 minutos de carretera, llegamos a la cascada. Hay que caminar todo un sendero bastante atropellado para llegar a la magia, pero sin duda vale la pena. Lo primero que percibes es un olor a mezcla de tierra, musgo y plantas mojadas, y el sonido del agua al caer. Conforme avanzas, este se vuelve más fuerte y el piso más resbaloso. Es muy intimidante escuchar tan de cerca la fuerza en ese cuerpo de agua. No sé si son las rocas que causan un eco y expanden el sonido, pero es como si sólo se incrementara y pudieras percibir esa inmensidad con el oído. Atrás de la cascada hay una cueva, donde nos detuvimos a meditar. Una experiencia que difícilmente les puedo explicar mientras escribo.

Esa noche, de regreso en el campamento, fue especial. Era como si lo hubiéramos logrado todo. Cantamos hasta media noche y una de las compañeras del viaje nos confesó que pronto le diría a su familia que se quería dedicar a componer y cantar, una pasión que siempre había tenido, un talento al que, por fin, se decidió darle vida.

Mientras escribo esto, leo que las luciérnagas están en peligro de extinción. No dejo de preguntarme cómo van a vivir las futuras generaciones sin entender lo que es estar inmersa en un bosque donde insectos voladores con una lámpara integrada vuelan e iluminan el lugar. Tal vez por eso aquella noche se me quedó tan grabada, como un recordatorio de todo lo que merece ser protegido: los sueños que se confiesan en voz alta y la magia de un bosque vivo.

Me parte el alma pensar que algo tan simple y sagrado podría desaparecer. Que esas noches en las que el bosque respira y canta con nosotras puedan volverse sólo un recuerdo. Y, al mismo tiempo, me consuela saber que estuvimos ahí, que fuimos testigos de algo tan perfecto y que quizá, con cada historia contada, algo de esa luz se mantenga viva.

 
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