Turquía

De Estambul a Sanliurfa: dos caras de Turquía

Turquía cambia conforme nos movemos por el mapa. En la ciudad de Sanliurfa encontramos las costumbres más arraigadas y la historia profunda, mientras que Estambul nos recibió cosmopolita y frenética.

POR: Iker Jáuregui

Descender por las empinadas calles del barrio de Kuzguncuk, en Estambul, es como bajar por un vórtice. El trazo del camino desafía directamente la gravedad y conduce a los transeúntes cuesta abajo, incluso en contra de su voluntad.

Retar ese flujo e ir en el sentido opuesto es un castigo para el cuerpo, sobre todo para las rodillas. Pero si uno simplemente se deja llevar sin oponer resistencia, acabará dando con el Bósforo, el estrecho que divide la ciudad en dos y desde donde parece emanar esa fuerza de atracción que impone el rumbo de Estambul.

No sólo pasa en Kuzguncuk, también en el resto de las colinas que forman la metrópoli turca. Los caminos suben y bajan, se tuercen y se contraen, pero siempre acaban llegando al imponente paseo marítimo que conecta el mar Negro con el mar de Mármara y, de paso, une Europa con Asia. La vida empieza y termina ahí mismo, transcurre a su alrededor. Excepto cuando el almuédano llama al rezo.

La Cisterna de Teodosio, también conocida como la Cisterna de Şerefiye.

Sucede cinco veces al día. Al principio puede impresionar a quienes venimos del más lejano Occidente, donde no se acostumbra que las cosas pasen con esa precisión acordada y regular. El sonido sale de los altavoces en cada mezquita a un ritmo como de flamenco y toma la ciudad por completo, con la fuerza necesaria para asegurar que ningún adepto quede a la deriva. Lo que se escucha es el adán, un llamado a las oraciones diarias obligatorias del islam, que activa una marcha colectiva la cual incluso puede contrariar al Bósforo.

Después de pocos días en Turquía, uno se acostumbra y empieza integrar los llamados a su propia rutina. Es como un cronómetro añadido al funcionamiento de las ciudades que nos mantiene a todos expectantes, un tictac perpetuo que marca el ritmo tanto para fieles como para no creyentes. Curiosamente, lo último que esperarías escuchar a medio camino cuesta arriba por los caminos de Kuzguncuk, justo tras el último adán del día, es una campanada.

Ese otro llamado no cuenta con el mismo poder de convocatoria y, aunque viene de algún lugar muy cercano, me cuesta descifrar su origen. Después me enteraré de que no es la única anomalía sonora del barrio, sino que en la misma manzana no sólo es posible encontrar un iglesia ortodoxa –de donde venían las campanadas–, también una iglesia armenia y una sinagoga. A pesar de todo, y en contra de las tendencias globales, esta particular y muy diversa amalgama de congregaciones parece vivir en relativa armonía, entre ellos y con la abrumadora mayoría musulmana del barrio y el resto de Turquía.

Lo que sería un sinsentido en otros lugares del mundo o una ruta para la paz global, en esta ciudad simplemente es un dato colorido, una mezcla de sonidos cotidianos. Nadie se inmuta por las campanas, desde luego a nadie le parece extraño que una voz en árabe requiera su presencia cinco veces al día. Cada uno acude al llamado que le corresponde y no se desata ninguna guerra por eso.

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A mil kilómetros de ahí, en la ciudad de Sanliurfa, la dominancia del almuédano es más palpable que en ningún otro sitio. Después de recorrer casi todo Turquía, hasta dar con la frontera siria, el panorama cambia de forma radical. Los detalles occidentales de la cosmopolita Estambul prácticamente desaparecen. No hay campanadas que desentonen. La población, compuesta en su mayoría por árabes y kurdos, es considerada una de las más devotas al islam en todo el país. Pero, aunque las estadísticas parezcan absolutas, ni siquiera Sanliurfa se libra de las paradojas y los contrastes que aguardan en cada rincón de Turquía.

Las montañas Tek tek, en la región de Sanliurfa.

Curiosamente, esta ciudad en lo más profundo de Anatolia es un sitio de peregrinación para cualquier fe monoteísta. La leyenda, que los locales cuentan con orgullo, dice que justo aquí fue donde nació Abraham, el progenitor espiritual del judaísmo, el cristianismo y el islam. Por la parte antigua de Sanliurfa se pueden ir encontrando rastros de su vida, como un estanque en medio de la ciudad en el que se dice que Abraham fue quemado vivo para castigar sus profecías, pero se salvó al convertir las llamas en agua y los troncos ardientes en peces. Tanto el estanque como los peces, unas carpas naranjas, quedan como supuestas pruebas del milagro y son considerados sagrados.

De hecho, se nos advirtió a los visitantes que la pesca estaba prohibida y quien se atreviera a profanar el sitio quedaría ciego. Después de mucho pensarlo, sigo sin encontrar la relación entre el pecado y la penitencia, pero los vendedores de comida para peces, que abundan a la orilla del estanque y hacen una pequeña fortuna con las carpas, fueron especialmente incisivos al respecto y no tuve más remedio que creerles. De cualquier forma, no me apetecía retar tres diferentes leyes divinas al mismo tiempo, y ciertamente no era necesario, ya que, si algo abunda en Sanliurfa, es la buena comida.

Una de las razones principales por las que se conoce la ciudad en el resto de Turquía es su tradición culinaria. Su kebab regional es la especialidad más solicitada por comensales que llegan de todo el país, muchos tan sólo para comer. Aunque he decir que, cuando lo pedí por primera vez, fue una gran decepción. Llevaba varias horas saboreando mentalmente lo que yo creía que era un kebab o, más bien, lo que en Europa me habían hecho creer que era un kebab. La orden que llegó a mi mesa no se parecía en nada a ese pan relleno de láminas de carne sazonada, famoso por solucionarle el hambre a los trasnochados. En su lugar, un plato enorme estaba cubierto de una generosa variedad de carnes, pimientos y verduras.

Mi extrañeza fue resuelta antes de que tuviera que hacer el ridículo y reclamar una posible confusión. El mesero adivinó el malentendido y se adelantó a explicarme que el kebab en realidad no es un solo platillo, sino una forma de cocinar la carne. Lo que yo me estaba imaginando, un döner, era apenas una variante de lo que, de hecho, es un amplio universo gastronómico, con la particularidad de haberse popularizado como la comida rápida por excelencia en Europa. Era apenas la punta del iceberg. El kebab en sí consiste en cualquier tipo de carne cocinada al fuego. Comúnmente se trata de carne de cordero y también es habitual que se prepare enrollada en un pincho. La cosa varía tanto que puede ir desde res, cabra o hígado hasta pollo e incluso pescado, servida en pinchos o entre panes, pero también sobre un pan plano o simplemente acomodada en un plato, junto con un copioso surtido de verduras locales.

Tuve la suerte no sólo de encontrarme con alguien con suficiente paciencia para corregir mi pálida ignorancia, sino con quien también pudiera entenderme, aunque fuera a medias entre un inglés roto y señas. La penetración de costumbres occidentales, más presentes conforme el mapa se acerca a Europa, es escasa en esta región, incluyendo el dominio de cualquier idioma extranjero. Sanliurfa aún mantiene sus tradiciones más particulares, incluyendo el arraigo de un dialecto resultante de la mezcla de árabe, kurdo y zaza.

El idioma es tan sólo un reflejo de la profunda diversidad que la historia ha sembrado en esta región. Para darse una idea, la ciudad ha sido habitada a lo largo del tiempo por babilonios, hititas, hurritas, armenios, asirios, caldeos, persas, macedonios, arameos, romanos, bizantinos y otomanos. Después de siglos de guerras, migraciones y progreso, ese pasado brota constantemente, negado al olvido. Múltiples proyectos de modernización en la historia moderna de Sanliurfa y sus alrededores se han visto frenados por hallazgos extraordinarios, como si rechazaran su versión contemporánea.

Hace un par de décadas, en medio de obras públicas justo en el centro de la ciudad, desenterraron lo que podría ser la estatua humana más antigua de la historia, “el hombre de Urfa”, que data de 9000 a.C. Con todos los hallazgos que se han hecho en la región, en la vecina ciudad de Gaziantep llenaron el museo de mosaicos más grande del mundo, muchos de ellos descubiertos cuando se construía la presa Birecik, en el Éufrates, parte de un ambicioso plan social para modernizar el sureste de Anatolia.

Son testimonios de que esta región alguna vez fue el ombligo del mundo, todo un universo que cabía entre el Tigris y el Éufrates, donde se formaron las primeras civilizaciones y se construyeron las ciudades más antiguas de la historia. El tiempo aquí pesa tanto que es inevitable no percibirlo, sobre todo entre quienes han habitado el territorio siglos después. A pesar de que no todos conocen la historia que pisan, es imposible no sentir que alguien ya pasó por aquí antes. Sin embargo, los expertos que se han pasado la vida estudiando el polvo tienen que venir aquí para poner en entredicho lo que creen saber.

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Basta con salir unos pocos kilómetros de Sanliurfa para que el desierto gane protagonismo. Las porciones áridas se suceden por la carretera durante largos minutos, hasta que de repente surgen unos campos de árboles torcidos que, al principio y a más de 50 kilómetros por hora, podrían confundirse con olivos, pero que en realidad son pistacheros. Sus troncos se enroscan de maneras similares y su copa también se cubre con hojas muy pequeñas que crecen hacia arriba. Los árboles se formaban en largos corredores y de pronto desaparecían para dar paso a otro tramo de desierto perpetuo.

Esta es una región predominantemente rural y el pistache es su joya más preciada. En particular en la provincia de Gaziantep, que además se ha hecho de fama por el mejor baklava del país e incluso tienen su denominación de origen. No es poca cosa. Los turcos han escogido este postre como su emblema nacional, como el souvenir más auténtico y el pretexto para dejar espacio incluso después de los platos de kebab más vastos. Se sirve a diario y está disponible al mínimo antojo, incluso a 10,000 pies de altura, en el vuelo trasatlántico de Turkish Airlines que me llevó de México a Turquía. También se puede encontrar en infinidad de presentaciones, como el kadif o “cabello de ángel”, cuando la pasta se hace en hilos de masa tan finos que justamente parecen una cabellera celestial. El sabor no es menos etéreo.

Como cualquier capricho de semejantes dimensiones, el baklava se ha convertido en una industria nacional que predomina en esta parte de Anatolia. Además de la producción de pistache en ciudades como Siirt y Gaziantep, la región también se ha convertido en una pequeña potencia para elaborar mantequilla, miel y otros de los insumos necesarios que materializan este sabor en cantidades industriales. El milagro culinario a su vez es posible por el milagro hidráulico que trae agua desde el Éufrates, para contrarrestar la aridez general de la zona.

Baklava tradicional.

La doctora Emine Yeşim Bedlek, historiadora local y mi guía en el camino, me explica que hubo un tiempo en que no era necesario traer el agua de tan lejos. Todos estos parajes se veían indiscriminadamente verdes, sin los intermedios desérticos que ahora predominan por la carretera, entre parcela y parcela. Lo dice a manera de introducción rumbo al lugar que precisamente me ha traído a mí, y a muchos otros en los últimos años, hasta Sanliurfa.

Grupos de expertos llevan décadas instalados en la región, develando un misterio que podría cambiar lo que se sabe sobre el origen de la civilización: Göbekli Tepe, el yacimiento arqueológico más antiguo del mundo. Descubierto apenas en los años noventa y desenterrado gradualmente desde entonces, es un indicio claro de la existencia de una cultura hasta ahora desconocida que podría remontarse al año 10000 a.C., es decir, al menos 5,000 años antes del asentamiento de los sumerios, a quienes la historia siempre había ubicado como la civilización más antigua del mundo.

Al avanzar por el panorama árido, la posibilidad de que aquí alguna vez haya existido una gran civilización suena más bien descabellada. Por eso la explicación de la doctora Emine es pertinente. Esto no siempre se vio así. Después de la Era de Hielo, la región era abundante y fértil, el lugar ideal para construir una ciudad. A cambio de los páramos baldíos, había grandes campos de trigo que ahora hay que irse imaginando por el camino. Pero justo mientras empezaba a comprometerme con esa ilusión, creando los sembradíos en mi cabeza, un detalle en el panorama me distrajo. Algo que sólo podría ser un platillo volador flotando sobre una colina lejana.

La extraña estructura de tipo espacial, tan fuera de contexto como se lee, sólo es un techo futurista que se ha montado para resguardar lo verdaderamente importante. Ahí, en las alturas, los arqueólogos están desenterrando los secretos de Göbekli Tepe. En más de tres décadas de trabajo han sacado miles de piedras de las entrañas de la montaña, la gran mayoría insignificantes, pero también unos monolitos colosales con una particular forma de T que han sacudido al mundo de la arqueología.

De nuevo es necesario recurrir a la imaginación para entender por qué esto es tan significativo. La emoción de la doctora Emine es evidente mientras vuelve en el tiempo 12,000 años, dejando en claro que, desde luego, no había los medios necesarios para construir algo de estas características: enormes pilares de piedra caliza, algunos con más de cinco metros de altura y cerca de 40 toneladas, labrados con esa compleja forma de T, dispuestos en círculos por todo el complejo e incluso con relieves de animales grabados. No hay ninguna referencia arquitectónica similar en al menos 6,000 o 7,000 años de historia universal. Habría que viajar a las famosas ruinas de Stonehenge, construidas alrededor del año 3000 a.C., para encontrar algo parecido.

Quien llega a Göbekli Tepe buscando explicaciones, suele irse más bien decepcionado. Simplemente no las hay, o al menos no todavía. Todo parece indicar que, quien sea que hayan construido esto, se fue en algún momento cercano a 7500 a.C., sin dejar un rastro ni razones, mucho menos aclarar qué significan estos extraños pilares.

Eso sí, quien hoy viene a Göbekli Tepe seguramente querrá regresar en unos años para ver qué más se ha encontrado y qué tan cerca estamos de resolver el misterio. Y es que, se calcula, hasta ahora no se ha desenterrado ni 5% del sitio. Por si fuera poco, se sabe que la presencia de esta misteriosa civilización no se limitó únicamente a Göbekli Tepe. Aunque estas son las excavaciones más avanzadas, en realidad se han ubicado por lo menos 17 sitios neolíticos alrededor de Sanliurfa, que los investigadores han denominado las Taş Tepeler o “colinas pedregosas”.

Aún más apartado de la mancha urbana de Sanliurfa, escondido entre las montañas Tektek, se encuentra Karahan Tepe, el segundo de estos sitios en ser descubierto y el único, además de Göbekli Tepe, que ha abierto sus puertas al público, apenas a finales de 2021. Aquí, sin embargo, no hay ningún platillo volador para resguardarse del sol o caminos para llegar hasta la cima de la colina en coche. El sitio permanece como una zona de excavación con unas pocas adecuaciones para visitantes. Aún hay más investigadores que turistas y el suspenso de un gran descubrimiento se siente en el aire.

Las ruinas de Karahan Tepe.

En una época en que todo está dicho, cuando ya no hay misterios por descubrir y los exploradores son una rareza anacrónica, Karahan Tepe es una experiencia francamente surrealista. Todo es muy diferente de cualquier otra zona arqueológica en la que haya estado antes. Apenas es un trabajo en proceso y se siente como tal. No se ha creado todavía esa narrativa de museo, pensada para entretener más que cualquier otra cosa. En su lugar, un montón de incógnitas se le plantean al visitante común con la misma severidad que a los arqueólogos del sitio.

Quizá por eso aún no se inunda de turistas armados con selfie sticks. La doctora Emine, quien ha pasado toda su vida en Sanliurfa, me asegura que ni siquiera muchos de los locales se han interesado por venir. Dice que no todos dimensionan la importancia de los hallazgos que se han hecho en su patio trasero. Pero, eso sí, no hay quien no esté emocionado por la inminente llegada de los viajeros.

Emine confía en que, si los descubrimientos siguen avanzando y se corre la voz como debería, pronto será uno de los destinos más populares de Turquía. Me explica que Sanliurfa normalmente ha sido una ciudad ignorada, pero puede sentir cómo eso está cambiando a un paso rápido. Aquí, el pasado ha tomado tanta importancia que incluso es una forma de mirar al futuro.

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Si en Sanliurfa no pueden esperar para ser el centro del mundo, en la vecina Halfeti parecería que han tomado la dirección opuesta. Mientras que la misión en las Taş Tepelerse ha enfocado en hacer hasta lo imposible por desenterrar el pasado, aquí han optado por sumergirlo bajo el agua. Hasta hace poco, Halfeti era un valle convenientemente ubicado en la ribera del Éufrates. Su cercanía con el río le proveyó siglos de abundancia y fertilidad, incluso cuando en los alrededores el clima se imponía de forma intolerante y retadora.

En estos campos no sólo se daba bien el pistache y el trigo de otras partes de la región, también un fenómeno botánico único en el mundo: la rosa negra. La combinación muy particular de un suelo cargado de minerales, el clima agresivo y el agua de la rivera de Halfeti le ha dado al mundo esta extravagancia. Sin intervenciones químicas ni trucos baratos, los pétalos, que en otros lugares brotan de colores, aquí son de tonos muy oscuros, prácticamente negros.

Pero, a pesar de la abundancia y las especies únicas, en Halfeti optaron por ponerlo todo bajo el Éufrates. En 1999, el valle fue inundado tras la construcción de la presa Birecik y lo que antes era un pueblo cercano al río se convirtió, literalmente, en parte de este. Más de 6,000 personas fueron reubicadas y empezaron una nueva vida a 15 kilómetros, en una ciudad moderna que se bautizó sin mucho ingenio como la nueva Halfeti. Bajo el agua permanecen las granjas, el casco antiguo y las casas del pueblo, pero también las historias de vida y la cultura que ahora se quedarán ahí por siempre.

Pocas cosas sobreviven de la inundación. En medio del lago que se ha formado, un minarete sobresale del agua; la torre desde donde antes cantaba el almuédano local ahora es inaccesible, privando al pueblo de un llamado que se escucha en toda Turquía. En las orillas se quedaron los aferrados al pasado, que a falta de campo se ganan la vida contándoles a los visitantes sobre lo que permanece bajo el río y cocinando pescado en restaurantes flotantes. El agua ha impuesto en la antigua Halfeti un ritmo inusualmente lento, opuesto al de su versión moderna, y ni qué decir de la lejana Estambul, que, en contraste, podría parecer algo sacado de otra dimensión.

Navegando por la presa de Halfeti.

Después de esa calma descolocada, regresar a las calles de Estambul podría volver loco a cualquiera. Los pasillos del Gran Bazar son el epicentro de un caos milagrosamente funcional. Entre el mar de gente y gritos quizá no parezca que aquí hay un orden, pero todo tiene su sitio. El mercado está organizado en un laberinto de 58 calles y avenidas con más de 4,000 tiendas, patios, restaurantes e incluso dos mezquitas, todo repartido en un área de 36,000 metros cuadrados y organizado según tipos de productos. Hay pasillos con joyerías, alfombras y lámparas, perfectamente delimitados, bajo la consigna de que si no puedes encontrar algo ahí, es porque con seguridad no existe.

Los días se suceden entre las multitudes que acuden al hipódromo y las filas para entrar a la mezquita Azul o Santa Sofía. Quizá la única forma de bajar los decibeles de una ciudad como Estambul sería sumergiéndola, como a la antigua Halfeti, pero uno no debería venir aquí en busca del sosiego submarino o la calma de los pueblos chicos, sino todo lo contrario. Para sobrevivir a Estambul, o a cualquier gran ciudad, hay que entregarse a su ritmo y sus costumbres más arraigadas.

Lo mejor es entrar a un meyhane y pasar la tarde ahí, entre mesas llenas. La dinámica es simple, hay que ir acompañado de algún local que pueda descifrar el menú o conozca bien los platillos para cederle el control y que ordene únicamente discreción por el hambre. Un meyhane es algo así como la versión turca de una taberna, los reductos más tradicionales de cultura culinaria donde no siempre se traducen los menús, porque por lo general no están hechos a la medida del turista.

Aun si no tienes compañía local, no deberías evitarlos. Al final, el antojo no tiene idioma y en ese caso simplemente hay que pedir todos los mezzes y que vayan llegando uno a uno hasta inundar la mesa. Estos son, a su vez, la versión turca de una tapa: pequeños platos que pueden ir desde hummus y queso hasta falafel o pequeñas albóndigas.

El ritual tiene que acompañarse de raki, el licor nacional, un fermentado de uva y con un sabor anisado que normalmente se mezcla con una parte igual de agua que lo hace cambiar de color. En cuanto el raki se aclara, los comensales deben brindar y tomar el trago de un jalón. Esto, sin embargo, no es un simple brindis, sino un pacto serio. El trago ha sellado la lealtad de la mesa y establece que nada de lo que se diga ahí puede llevarse fuera de las paredes del meyhane.

 
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