Highland Park: un whisky con sabor nórdico

Como si estuviera en medio de la nada, al otro lado del Atlántico, descubrimos una isla cuya tierra produce un whisky muy especial.

16 Nov 2017

Son las siete de la mañana cuando cruzamos a pie las pistas del aeropuerto rumbo al pequeño avión, un Saab200 de FyingBe, que nos llevará a Kirkwall, en las Orkney Islands, un grupo de 70 islas que, aunque pertenecen al Reino Unido, tienen más que ver, en todos sentidos, con Noruega. Sólo es cosa de ver su bandera para entender por qué son de la misma familia. Y es que, de hecho, menos de 500 kilómetros las separan de la costa nórdica, mientras que hasta Londres hay 850.

Es por eso, también, que en estas latitudes el verano es más bien relativo: aquí el frío y el aire helado son una constante que se repite más o menos todo el año. Varía, eso sí, el tiempo que el sol permanece afuera, y ahora, en julio, hay apenas siete horas de oscuridad. Gracias a eso, a las seis de la mañana sufro menos cuando me toca saltar de la cama, preparar mi maleta, olvidar los tragos de la noche anterior y salir corriendo. Ya instalados en el avión aprovechamos esa hora de vuelo para recuperar un poco de sueño perdido.

Al aterrizar en Kirkwall noto enseguida que el paisaje es especial, pero me cuesta definir por qué exactamente. Hay algo que lo hace sentir no desértico, sino desolado. La mirada se me pierde, sin tropiezos, al recorrer las pequeñas colinas apenas dibujadas contra el horizonte. En esta isla no hay árboles, comenta Jonathan, y entonces caigo en cuenta que esa es justamente la razón, por eso me resulta tan extraño el panorama: la ausencia de árboles produce ese sentimiento de desolación.

Pero nuestro paseo hasta acá no tiene nada triste ni inhóspito. Hemos venido a conocer la destilería de whisky más septentrional. Ése es el dato geográfico, pero lo que realmente interesa es que aquí, en Highland Park, crean uno de los single malts más respetados del mundo y su ubicación, en esta isla del norte, en medio de la nada, tiene mucho que ver con su sabor y, por lo tanto, con su éxito.

Así que primero lo primero. Vamos directo a la pequeña fábrica de donde proviene este preciado líquido. Son muchos los factores que hacen que Highland Park sea un whisky tan especial, pero ninguno tan importante como la turba, que es única, pues proviene de un suelo libre de raíces y eso le imprime un sabor único.

Michael se encarga de darnos el recorrido por la destilería. Vemos primero los cuartos donde se selecciona el grano de manera totalmente artesanal. Recorremos, luego, donde se quema un 25% y donde continúa el proceso en alambiques. Pasamos, también, a ver las barricas, de roble español y americano, que han sido utilizadas en España para la fabricación de jerez, lo que les da un carácter muy especial, que luego, claro, se transmite también a los whiskys.

Cuando terminamos el recorrido es hora de hacer una cata, poniendo mucha atención a Pat, quien nos guía con verdadera pasión a través de las distintas variedades. Al tratarse de una empresa relativamente pequeña, ubicada en un paraje tan remoto, todos los empleados mantienen una estrecha relación con el whisky y se sienten como parte de la familia.

Probamos siete, algunos son ediciones especiales y otros, clásicos de la casa. El LEIF era un edición única, sin fechar, que me gustó especialmente, y el 18 años me resultó balanceado y fácil de beber, pues es cierto que muchos de los sabores que se esconden en estos whiskys pueden tender a los ahumados. El incunable de la cata fue un whisky de 1968, y, por la cara de Pat, que era la verdadera experta, no tardé en entender que era un joya y que compartirla era un verdadero honor.

Salimos fascinados de la destilería, contentos de haber aprendido algo más del whisky, pero sobre todo impresionados con lo especial que resulta este lugar. Sin embargo, aún nos quedaba ver un poco más de esta isla tan única.

Después de una comida ligera fuimos a observar la arquitectura neolítica, patrimonio de la humanidad de la UNESCO desde 1999. Primero pasamos por las Rocas de Stenness, donde el paisaje parece más dramático con las piedras que parecen repartidas con una lógica que no logramos descifrar (se calcula que fueron puestas aquí por ahí del 3000 a. C.).

Se trata de dos sitios de monolitos del Neolítico, de los que se sabe realmente muy poco. El sitio es hermosísimo y, para estas horas, ha abierto ya el día y sobre nosotros el cielo azul parece no tener fin ni interrupciones. Seguimos hasta el Anillo de Brodgar, aún más impresionante porque desde ahí todavía se puede ver el trazo del círculo. Hace frío y el aire va dibujando con los restos de nubes.

Luego vamos a los Yesnaby Cliffs, que miran hacia Groenlandia y Newfoundland. El aire corre como si nada fuera a detenerlo y el sentimiento es como si uno estuviera al borde del fin del mundo. Aquí también es donde uno puede entender la composición geológica de la isla, leerla como si fuera una rebanada de pastel. Pasamos la tarde caminando entre los riscos y los acantilados, disfrutando de este viaje como al final o al principio de todo.

Para despedirnos fuimos a cenar a The Foveran, el restaurante más exclusivo de la isla que se centra en los mariscos superfrescos y la res, que es la otra especialidad local. Nos tomamos, claro, un Highland Park 18 como aperitivo y una cerveza. Otra cosa que descubrí en este viaje es que los verdaderos buenos bebedores de whisky, es decir, los escoceses, autorizan combinarlo con un chaser de cerveza, de la misma manera que nosotros hacemos con el tequila. Highlandpark.co.uk

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