En esta ciudad, donde la cantina hace las veces de café, bar y restaurante, de sitio de encuentro con familia, amigos y romances, tener una cantina favorita, donde los meseros te conozcan y sepan qué tequila bebes, es tan importante como tener un buen dentista.

El concepto de cantina llegó a México en 1846, como consecuencia de la guerra con Estados Unidos por el territorio de Texas. Estos establecimientos dedicados a la venta de bebidas alcohólicas por copa —sin consumo obligatorio de alimentos— servían para que los soldados olvidaran las penas.

Salvador Novo, historiador mexicano, afirma que el término apareció en México en 1847, durante la invasión de los estadounidenses. Novo asegura que para mediados del siglo XIX ya había 11 cantinas oficiales en México. Los presidentes Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz autorizaron y dieron licencia, entre 1872 y 1879, a estos templos sociales de la historia mexicana.

A principios del siglo XX proliferó este formato, con más de 1,000 sitios similares nada más en la capital del país, de acuerdo con Artemio del Valle Arizpe; hoy no quedan tantas, pero la identidad de las que permanecen forma parte de la herencia cultural de la nación.

Desde entonces, las cantinas son los espacios mexicanos en los que el ocio y el placer marcan el patrón que invita a no hacer nada, a beber y a hablar con extraños. Son cómodos confesionarios, sin prejuicios ni preocupaciones, donde las penas se curan con alcohol y unos taquitos. Aunque todas son cantinas, no hay dos iguales: cada una tiene su sello personal. En su mayoría son lugares de decoración sencilla que, sin pretender ni ostentar, muestran  su personalidad y carácter gracias a los años que las respaldan y por los personajes que las habitan.

Para Juan Alvarado, desde 1950 las cantinas forman parte de los rincones de la noche, que “tienen diferentes nombres pero todos se parecen. Son los rincones de cierto México nocturno”.

En un principio, las cantinas prohibían la entrada a perros, mujeres, mendigos y uniformados (en ese orden). Ahora, ya sólo se prohíbe abrir los domingos y dejar entrar a menores de edad.

En 1982 se permitió la entrada a mujeres, gracias al presidente José López Portillo.  La señora Del Valle, esposa de quien fue dueño de la cantina El Sella, recuerda cómo fue esta transición: “¡Híjole, fue un relajo! Entraban las mujeres y empezaban todos los hombres: ‘¡No pagamos, no pagamos!’. Dieron la orden sin dar tiempo, entonces no había baño para damas; entraban y les decían de todo.

Hay cantinas que todavía tienen espacios destinados sólo para caballeros, como en El Mirador, en donde si alguna dama osa entrar, recibirá chiflidos y aplausos que —casi siempre— la harán girar con rapidez de regreso al restaurante.

En la actualidad, quienes van a la cantina desde siempre —y no sólo por moda— lo toman como parte de su ritual cotidiano: “Esto es el sábado; pero también el lunes, el martes y todos los días de la semana. Ahí se quedan las medias para la hermana, los zapatos para la mamá, los libros para los niños y muchas, muchísimas veces, la raya de toda la semana, el diario de la señora y la renta de la casa. Allí nace, entre luces veladas y llanto de sinfonola, el San Lunes”, como relata Juan Alvarado.

Algunos asisten para olvidar la soledad y convertirla en un lugar de encuentros, y también están los del diario, que pasan después del trabajo. Luego, los que sólo van a veces; un gran grupo heterogéneo de personas que pasan por ahí para colorear el escenario parroquiano o para adquirir nuevas historias: hipsters, teporochos, escritores, artistas, políticos, periodistas, niñas fresas, chavos-rucos, despechados, algún viejito o alguna señora aburrida de la rutina, y todo aquel que guste de tomar un trago de vez en cuando. En la cantina no importan las apariencias ni los apellidos. No hay que ir vestido de cierta manera o pertenecer a un grupo social; con que pagues la cuenta eres un integrante más. No juzgan. No etiquetan. En la cantina te conocen, te cuidan y te consienten.

Aun así, cada uno tiene su cantina favorita. Y ya que en México el alcohol abre el apetito —y viceversa—, muchas cantinas han sabido hacerse fama a partir de sus platillos, botanas o platos fuertes. Chamorros, quesadillas, pancita, chistorra y hasta frijol con puerco se sirve, a partir del mediodía, en cualquier cantina de la ciudad que se jacte de ser una de verdad.

También hay quien prefiere cantidad que calidad y le gusta más la que ofrece muchos guisos al día. Las cantinas La Mascota y La Vaquita son de las más espléndidas, porque ofrecen siete platillos diferentes cada día; pancita, sopes, carnitas, albóndigas al chipotle y pollo en salsa verde son sólo algunos ejemplos.

Es curioso que le llamen botana cuando la selección es suficiente para una comida corrida, la sazón es exquisita y los alimentos tienen la calidad que le falta a muchos restaurantes. En otras cantinas tienen especialidades españolas, como en El Gallo de Oro —una de las más antiguas de la ciudad y refugio de varios escritores— o en El Sella, con su famoso chamorro, el filete o el chorizo a la sidra, y su especial ate con queso a la plancha.

Al principio, las botanas solían ser tapas españolas, pero con el tiempo se adaptaron al paladar mexicano y ello derivó en los múltiples antojitos que muchas sirven hoy. La cantina El Escudo, mejor conocida como Salón Covadonga por los periodistas y artistas que la frecuentan, ofrecía platones de jamón serrano, carne tártara y tortas de huevo con chorizo: un mix mexicano-español.

A pesar de cuán sabroso sea el menú del día, el negocio de la mayoría de las cantinas no es la comida, sino el servicio de barra. Por lo tanto, aunque no sea una regla, en algunas de ellas las bebidas tienen precios elevados. En La Mascota, la cerveza supera los 50 pesos y licores como ron, tequila o vodka cuestan alrededor de 100 por copa. La Vaquita, en cambio, presume de ser la más barata (y de haberle dado trabajo a Cantinflas, mientras que el Salón París asegura que ahí trabajó José Alfredo Jiménez).

Algunas cantinas, más que buen precio, buscan variedad en su oferta, como El Mirador, que alguna vez tuvo la barra más variada y completa de la ciudad. Otras prefieren promover su bebida característica, como la famosa Bata Blanca de El Sella, o el Tom Collins de La Vaquita y el Mint Julep de El Mirador. Hay algunas excepciones a la regla en la cuestión culinaria-cantinesca, como El Sella o El Mirador, que tienen una carta estilo restaurante. Tampoco en Tío Pepe sirven la clásica botana, a pesar de ser de las más antiguas (1878).

José Manuel del Valle, hijo del fundador de El Sella, considera que hoy el término “cantina” se ha vuelto difuso, mientras aclara que “la cantina es una tradición tan añeja en México… Antes era el lugar de esparcimiento de los hombres. Luego vino el cine a representarla como el lugar del balazo, de la borrachera, de la decadencia. Sin embargo, la cantina de los treinta, cuarenta o cincuenta era un lugar de reunión de políticos, filósofos, escritores”.

José Manuel sabe que “una cosa muy típica de la cantina era ir a jugar dominó o cubilete, tomar y estar en la barra. Ése era el ambiente cantinero: los cuates, el dominó, el cubilete, la chorcha,  la botana…”. Ahora, nos cuenta que las cantinas se han adaptado a las necesidades de los clientes, o del dueño. En El Sella, por ejemplo, decidieron especializarse con su menú de comida española; el señor Del Valle era de Asturias, por donde discurre el río Sella. Por la comida o la amabilidad, con el tiempo las cantinas se hacen de su clientela y la van cosechando con los años.

El Sella, por estar tan cerca del Hospital General, es el lugar de los doctores, que la llaman La Capulina. La familia Del Valle, con todos sus años de experiencia, considera que la cantina es la forma de regresar al restaurante básico, sin pretensiones; el lugar donde se come bien, se bebe bien y todos te conocen.

Las familias propietarias de antaño no son las únicas personas detrás de las barras de las cantinas. En Tío Pepe se encuentra uno de los personajes más ilustres del ramo: Sebastián, el cantinero que lleva más años en servicio y que atiende a todos los clientes con una amabilidad excepcional. Eso sí, ni él sabe quién fue Tío Pepe.

Muchos meseros, como Sebas, llevan décadas en el mismo lugar, leales a su lugar de trabajo. Ellos conocen la tradición de la cantina y respetan el lugar que les da trabajo. Por eso, el ambiente de las cantinas tiende a ser cordial y amable; no son lugares irrespetuosos, de grandes voces ni de música excesivamente alta. El amor de los trabajadores por su cantina ha llegado a ser tal que, en su momento, los meseros de La Faena compraron el lugar —con toda su extravagante decoración taurina— para impedir que lo cerraran.

Hay otros personajes interesantes que se mueven entre las cantinas, además de los asiduos y los empleados. Algunos de ellos son los músicos que van de lugar en lugar buscando ganarse unos pesos mientras amenizan. De repente se aparece un trío de guitarras que le viene bien al despechado o a algún valiente frustrado que le da por cantar a todo pulmón las rancheras que se sabe.

Hay otras personalidades interesantes y llamativas entre los parroquianos de las cantinas. El Mirador, por ejemplo, es el punto de reunión para la esfera política del país. Desde 1904, esta cantina atiende a los hombres más poderosos de la capital. Por la naturaleza de su concurrencia también se aparecen por ahí periodistas y curiosos, y debido a su céntrica ubicación, los sábados se llena de familias y turistas citadinos. Así, cada una tiene su sello, su historia o su leyenda.

En Xel-Ha, una cantina relativamente nueva, se especializan en gastronomía yucateca, y en locales como El Paraíso, que con 60 años dice ser la más joven de la Santa María, cada día de la semana sorprenden a sus clientes con alguna especialidad (aunque los famosos pulpos en su tinta hay que pedirlos sin importar el día de la semana).

Algunos temen que desaparezcan, que la modernidad las borre de pronto y deje en su sitio establecimientos nuevos y resplandecientes. En realidad, eso no pasará, porque las cantinas son como los libros: aparecen dispositivos de lectura novedosos, prácticos y atractivos, pero nunca tendrán el olor de lo antiguo, lo clásico de sus acabados y las marcas que nos recuerdan la primera vez que estuvimos ahí.

* Extracto del libro Ciudad de México: Capital Gastronómica (Travesías Media, 2016). A la venta en librerías y en Espacio Travesías (Amatlán 33, Condesa; lunes a viernes de 10 a 19 horas). 

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