Careyes: el destino que honra la buena vida (y al sol)

Este destino rezuma comunidad, conexión y una forma simple de experimentar la belleza.

23 May 2022

“¡Qué es eso!”, exclamé señalando un objeto sobre la arena que, desde mi perspectiva, se veía como una pata de cangrejo descomunal. A esa altura del viaje esperaba hasta lo inimaginable de Careyes, y eso incluía el avistamiento de animales prehistóricos o mitológicos. “Es una cebolla de mar”, respondió Ingrid. “Un crucero pasó hace unos días y echaron las cebollas viejas, y han estado llegando a la playa”. La miré con incredulidad.

Mi gesto de boca semiabierta tentó a Ingrid, que aclaró entre risas que era una broma. De todos modos, no me habría sorprendido que esa historia hubiera ocurrido, ni siquiera si me hubiera dicho que en este mar crecen cebollas. No es que Careyes sea un destino “surrealista” (ese viejo cliché con el que se bautiza todo lo Mexican curious), pero sí es un hecho que lo que vas a vivir y ver aquí se parece poco y nada a lo que puedes esperar con sólo haber visto unas fotos.

Estamos en Teopa. Ingrid Vielma, mánager y host de Club Careyes, nos cuenta por qué ama esta playa en particular, donde corre a diario, donde ve desde ballenas (en temporada) y mantarrayas hasta tejones y aves de todo tipo, y a la que considera −como todos aquí− como un sitio de energía especial (acá celebran el festival Onda Linda).

Nos muestra la enorme roca labrada por el viento que simula un rostro humano (“cabeza de indio” le dicen) y señala a lo lejos la Copa del Sol, que pese a la distancia se impone sobre el acantilado y compite en carácter con el mar. Observamos sin hablar.

La playa ventosa y desierta crea casi por defecto el deseo de contemplar sin despegar los labios. El silencio se rompe de pronto por el paso de un jeep con dos viajeros que saludan de lejos, primeros humanos (fuera de nosotras mismas) en ser avistados en este punto de la costa.

Nada en Careyes es accidental, al menos nada hecho por el hombre. Cada rincón fue visualizado por Gian Franco Brignone, su creador, con premisas como privilegiar la belleza simple, enmarcar la naturaleza, conservar el espacio geográfico adaptando las casas a sus singularidades y mantener la armonía estética.

“En Careyes tenemos lo que todo el mundo busca y no sabe que existe en México: que haya una arquitectura bonita, que no haya muchos turistas, que la naturaleza esté bien conservada, que el servicio sea bueno, que el clima sea agradable y que no esté dentro de una ciudad”, nos dirá esa noche Giorgio Brignone, el mayor de los hijos de Gian Franco, quien llegó con sólo 22 años a Careyes para ayudar a su padre en la materialización de este proyecto.

Cenamos en Punto.Como, uno de los siete restaurantes de Careyes. Ubicado en la pequeña Plaza de los Caballeros del Sol, en el pueblo que alguna vez se creó para los trabajadores del emprendimiento de Brignone (apenas una serie de casas, hoy ocupadas en su mayoría por personas que las rentan en forma temporal), en este lugar se respira una mezcla de mexicanidad y charrería, pero en los resquicios se cuela la italianidad. Entre copas y cena, reímos constantemente porque Giorgio tiene ese ácido sentido del humor capaz de convertir en anécdotas absurdas las escenas más catastróficas y también las más peregrinas.

Nos habla sobre los mil y un obstáculos que debieron atravesar en 50 años de existencia del destino para que Careyes sea hoy Careyes. Narra los años que vivieron sin luz más que la producida por generadores, y con un solo teléfono en todo el pueblo, para cuyo uso hacían fila desde Luis Miguel hasta sir James Goldsmith. Una experiencia rústica que, de todos modos, jamás desalentó a los visitantes.

“Me acuerdo de un tipo muy rico al que se le descompuso el coche [de camino a Careyes] y llego aquí en una pipa de diésel. Venía con su novia, así que por supuesto ella fue junto al chofer. Él viajó en el techo de la pipa, agarrado de las cuerdas con las que iban amarradas las maletas”, dice riéndose.

A Careyes llegó siempre todo tipo de personajes. En sus inicios se trató del círculo que había cultivado Gian Franco Brignone en su juventud, en Italia, pero sobre todo durante sus años como banquero en Francia, donde tuvo además su primer acercamiento con el mundo de los viajes en calidad de promotor: una agencia. Inspirado más tarde por el desarrollo de Costa Esmeralda, Córcega, una creación del príncipe Karim Aga Khan, decidió probar suerte con un hotel en Sicilia. “Se lo cerraron los de la mafia, la cosa nostra. Prácticamente se lo robaron”, cuenta con aspereza Giorgio.

Luego de la experiencia siciliana, Brignone decidió buscar un nuevo destino para su proyecto y llegó a México por sugerencia de Antenor Patiño, un millonario boliviano que residía por esos años en el país y quien convenció a un Gian Franco de 42 años de visitar la costa del pacífico mexicano, asegurándole que quedaría sorprendido.

El resto es historia, como la anécdota mil veces contada de su vuelo sobre el Pacífico jalisciense y su decisión de comprar 12 kilómetros de costa tras sobrevolar lo que se esbozaba desde la altura como una sinuosa cadena de acantilados, manglares y un océano vasto y vivo.

Misterio y sorpresa

Sutil pero no oculto se encuentra el símbolo de Careyes en varias partes: un signo de interrogación seguido de uno de exclamación. Así, dicen los Brignone, sintetizó su padre la esencia de este destino. El misterio creado por mantenerse casi ignoto, cuidándose a sí mismo del crecimiento desmesurado. La sorpresa ante un sitio en el que cada rincón fue concebido con enorme cuidado, pero también por sus prodigiosas orografía y biodiversidad.

Casas como Tigre de Mar, Mi Ojo o Sol de Oriente muestran la influencia de Luis Barragán, jalisciense que visitó el destino, y que fue retomada por su exasistente (y hoy reconocido arquitecto) Diego Villaseñor, quien fue invitado por Brignone para construir algunas propiedades. Alguna vez, un arquitecto sintetizó el estilo de Barragán como caracterizado por el “refinamiento, la sencillez y la energía vital”. Y Brignone compartía ese gusto.

Durante años, las casas de Careyes no tenían vidrios en las ventanas: la idea era que, por su mismo emplazamiento, permitieran el paso de la luz y amortiguaran el calor, y que los espacios cumplieran su función, con el mar y la vegetación perfectamente enmarcados por las aberturas.

“Careyes es para la gente a la que le gusta un concepto arquitectónico distinto”, dice Ingrid. Y ese concepto arquitectónico no escapa a otro tipo de referencias, sobre todo estéticas. “Es gente que tiene mucha personalidad, porque ni siquiera nos vestimos como en cualquier destino de playa. La gente −hombres y mujeres− sale en túnicas, con sombreros, de buen gusto pero eclécticos. No te vas a encontrar a mujeres en bikini tomándose selfies. Te arreglas para bajar a la playa o para ir al polo elegantísima, con clase, pero sobre todo con mucha personalidad”.

Marisol Mercado es una diseñadora jalisciense que trabajó durante 15 años en Nueva York antes de elegir Careyes como su residencia permanente. Aquí consolidó su marca, Temple, basada en materiales tan refinados como el lino y textiles tan familiares como el que se usa para fabricar los típicos repasadores domésticos. Su estilo es fresco, compuesto por túnicas diáfanas o sacos de verano, complementados con sombreros de Yucatán y bolsas de Oaxaca.

Marisol se inspira en Careyes, lo que queda claro: sencillez y buen gusto, prendas con las que verse elegante y al mismo tiempo estar cómodo en la playa, verse impecable sin esfuerzo. Como un día antes nos comentó Giorgio, “vivir en la estética es un lujo”, y de eso está hecho este destino.

Arte, bienestar y un tributo a la madre Tierra

Hacemos una escala en la Fundación Careyes. Creada hace 12 años por los Brignone, pasó de proteger los nidos de las tortugas marinas que llegan cada a año a crear programas de inglés en las escuelas, un coro y capacitación gratuita para los adultos de las comunidades vecinas y un proyecto de residencias artísticas, a cargo de Nico Barraza.

“La idea de esta residencia también es ver cómo nosotros, como ajenos a las comunidades, podemos entenderlos a ellos, a través de los niños, sus creaciones, y cómo los niños van construyendo su propia identidad a partir de cómo entienden su entorno”.

El vínculo entre Careyes y el arte es inevitable, dada su naturaleza estética. Viviana Dean, curadora y galerista, quien estuvo durante años a cargo de Arte Careyes, eligió vivir en este destino desde hace décadas. La oportunidad de trabajar junto a Gian Franco Brignone fue perfecta en un momento de duelo: “Acababa de perder a mi padre. Tenía una galería en Guadalajara, pero decidí dejarla y venir a vivir aquí”.

Antes de despedirnos de Careyes, damos un paseo en bote con el “Capitán Crunchy”, apodo con el que todos conocen a José Luis Solorio, nativo de la costa y experto conocedor de estos mares. Nos lleva en un tour que oscila entre el pasmo (como cuando nos adentramos entre oleajes salvajes en una enorme cueva) y la serenidad del mar abierto.

Arribamos a una playa secreta, donde nadamos y nos embadurnamos de arena para exfoliar la piel. Esa noche cenaremos en Casa de Nada, un encantador restaurante ubicado frente al mar, al que llegas por un camino apenas iluminado con antorchas y donde se gestan amistades espontáneas con otros viajeros.

Careyes es curativo. Más de un corazón roto ha renacido con una visión significativa de la vida. Quizá por eso también abundan aquí las clases de yoga y las terapias alternativas, como las de respiración o la de sonido, que se realiza en el seno de la Copa del Sol.

El sol es un símbolo omnipresente en Careyes: los “caballeros del sol” fue un título que inventó Brignone para distinguir a los pobladores por sus méritos; las casas miran al sol, la Copa lo honra con su nombre, aunque simbolice la fecundidad de la mujer.

La Copa del Sol es un entramado metálico cubierto de concreto, erigido al borde de un acantilado que colapsará en unas décadas. Allí estaba el viejo faro, que fue demolido y reconstruido metros atrás. Brignone sabía que lo que hiciera en ese punto tendría un final, pero ¿cómo dejar ese sitio espectacular lleno de escombros, aun si en el futuro habrá de desaparecer? ¿Por qué no crear algo hermoso que, incluso al derrumbarse, pueda seguir siendo bello? Algún día, la Copa del Sol caerá al mar. Será un escondite para los peces y un misterioso ícono hundido por el que bucearán futuros viajeros.

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