Nos convertimos en espectadores dinámicos de un mundo aparentemente estático. Mientras un paisaje está a la vista, su historia revolotea dentro del vagón –en esa montaña hay un pueblo minero donde Butch Cassidy robó un banco; ese cañón estaba bajo el agua, fue modelado por el viento hace dos millones de años–.
Una tras otra, las escenas se suceden y, mientras apelan al pasado, construyen nuestros recuerdos futuros. Eso fue lo que ocurrió al viajar de las Rocallosas de Colorado a las Red Rocks en Utah, a bordo del Rocky Mountaineer.
El trayecto duró dos días, pero la experiencia fue como un paréntesis en el continuo del tiempo. En esa pausa móvil, más de 700 millones de años entraron por la ventana y crearon una nueva paleta de colores en nuestra memoria.
Blanco/sepia
Un galerón de triple altura, impecables muros blancos, candiles, enormes ventanales, largas bancas de madera. La gran sala conserva su vocación original: un espacio para esperar el tren. Hay una cafetería; un bar cuyo mostrador ya no timbra cartas o despacha boletos, sino tragos a toda hora; tiendas de souvenirs; lámparas de latón y amplios sillones Chesterfield; mesas para quienes trabajan de forma remota mientras esperan el tren o porque el nomadismo digital se los permite.
Estamos en Union Station, la estación de trenes de Denver, el lugar donde comienza este viaje. Hace 140 años, este lugar vio partir a pioneros, buscadores de oro, obreros de ferrocarril y empresarios que literalmente construyeron la historia del Viejo Oeste y allanaron el camino hacia California y el Pacífico.
Por sus andenes hoy pasan los habitantes de la región; muchos de ellos, agotados por las exigencias económicas de la costa este de Estados Unidos, han migrado a Colorado en busca de mejores condiciones de vida. El péndulo viene de regreso.
En el segundo piso, el pasillo que conectaba las oficinas que operaban hasta 120 trenes a diario se ha convertido en The Cooper Lounge, un bar luminoso y confortable con una barra de mármol y tragos de mixología.
Las oficinas mismas se han transformado en las habitaciones de The Crawford Hotel, cuya decoración posmoderna reinterpreta el estilo victoriano que imperaba al momento de su construcción.
La estación aún es un transport hub que conecta trenes, Metro y autobuses hacia todas direcciones, pero está lejos de ser el hervidero de viajeros que albergó en sus mejores días, entre 1881 y 1940, cuando el tren era la manera más segura y casi única para moverse por Colorado.
En los alrededores, los edificios son de un característico ladrillo rojo y conservan en sus muros letreros blancos deslavados por el tiempo. Clásicas y austeras, esas letras fungen como testigos de un pasado nada romántico. Se trata de los nombres de bodegas, almacenes y compañías de semillas, materiales y productos que a finales del siglo XIX hicieron posible la vida humana en el entonces desolado Oeste.
Hoy el barrio de la estación está rodeado de boutiques como Aesop, restaurantes de alta gama como Tavernetta o Urban Farmer, y espacios multifuncionales como Dairy Block, junto con departamentos, oficinas, el hotel The Maven y Milk Market, donde las tiendas de diseño y la cocina gourmet han sustituido el fast food, el fast fashion y el American way of life de finales del siglo XX.
Comenzar este viaje en Union Station permite mantener la escala humana de este viaje que, conforme avanza, adquiere dimensiones titánicas. Sin los buscadores de oro, sin los mineros, los granjeros o los empresarios deseosos de conquistar el Oeste, incluso sin los bandoleros, estas vías de tren no existirían, y tampoco la posibilidad de hacer el trayecto a bordo del Rocky Mountaineer.
Parte de este viaje en tren puede hacerse en el Amtrak, el servicio público para pasajeros que circula casi todos los días por estas vías, pero va mucho más rápido y no se puede apreciar el espectáculo de la naturaleza, mucho menos vivir la travesía tal como la ha diseñado Rocky Mountaineer.
En 1990, esta empresa inauguró en Canadá una experiencia que transformaría la perspectiva de los viajes por tren en Norteamérica. Cambió la velocidad y la funcionalidad por la lentitud y el confort necesarios para contemplar el paisaje de los bosques y las montañas canadienses.
Poco antes de la pandemia, la compañía había explorado la posibilidad de trasladar esta experiencia a otros países. Si bien el scouting los llevó a estudiar opciones en varias regiones del mundo, el paso natural fue comenzar en el país vecino.
Entre todas las posibles rutas, eligieron una de las más espectaculares y significativas, y la llamaron Rockies to the Red Rocks. Más que una ruta de las Rocallosas de Colorado a las Red Rocks de Utah, es una forma de contar varias historias a la vez: la historia geológica que dio lugar a estos parques nacionales y sus ecosistemas, y la historia cultural de sus habitantes, ligada a la historia misma de los trenes, una relato tan fascinante como los paisajes.
All aboard!
Pasamos junto al estadio Coors, de los Colorado Rockies, y nos adentramos por River North (RiNo), el barrio hipster de Denver cuyas antiguas bodegas han sido recicladas como lofts, espacios de coworking, lienzos para murales tan coloridos como polémicos, una decena de cervecerías artesanales como Ratio y Our Mutual Friends, boutiques, cafés y una serie de edificios de departamentos que, en los últimos cinco años, han contribuido a convertir a Denver en una de las ciudades más cotizadas del país.
Vamos en un autobús que nos recogió a primera hora en Union Station para llevarnos al andén de Rocky Mountaineer, en las afueras de la ciudad.
Al pie de los lustrosos vagones azul marino y dorado, la tripulación uniformada y sonriente nos da la bienvenida. Un silbido sigue al característico llamado a bordo del maquinista; el tren se pone en movimiento a las 8:30 de la mañana.
Nuestro vagón huele a café y a scones recién horneados. Mientras August, nuestro host, nos pregunta por la opción de desayuno, vamos dejando atrás las bodegas, los grandes terrenos industriales y los suburbios que rodean cualquier ciudad norteamericana.
Sobre la mesa, un mapa con los puntos más importantes (y fotografiables) del trayecto, anécdotas de los pueblos que pasaremos y sus personajes, así como datos sobre algunas especies características de Colorado, como la pícea azul y los uapitíes (elks o Cervus canadensis).
Ocre/negro
Es inicio de primavera y los picos de las Rocallosas, visibles en el horizonte, están aún nevados. Dejamos atrás la arenosa planicie de Denver, que hasta hace dos millones de años era un lago. El tren comienza a subir la pendiente hacia las montañas.
El primer landmark es una curva muy cerrada que pasa por una reserva de pastos ocres. Su historia es un testimonio de la carrera nuclear que comenzó en la posguerra. Aquí había una fábrica de plutonio que funcionó desde los años sesenta y que por violaciones sanitarias fue cerrada en los noventa, gracias a la presión de la comunidad.
Las casi 180 hectáreas de terreno están cerradas al público debido a la radiación, pero son habitadas por una rica vida silvestre. A un costado del camino, la escultura de un caballo rojo recuerda los años, y los daños, de la Guerra Fría. Pronto entraremos a la zona de túneles –28 para ser exactos– que, como en toda buena historia, funcionan como portales hacia otra dimensión.
El lujo a bordo del Rocky Mountaineer está dictado por el contexto y la situación. Uno pasará sentado muchas horas observando el paisaje, por eso los asientos son amplios, de piel, y las ventanas cubren casi la totalidad del vagón, ofreciendo vistas imposibles de captar a bordo de un automóvil. Aquí no hay platos, vasos ni cubiertos desechables; las porciones de comida conservan su talla humana, y el menú, como el servicio en general, es muy similar al de primera clase de un avión.
Las opciones de alimentos hacen énfasis en los insumos de factura local; no hay carro comedor (todo se sirve en la mesita de servicio de cada pasajero), pero sí hay un vagón lounge con un bar y bebidas incluidas, cocteles clásicos con destilados regionales.
Cada vagón tiene un host que, además de dar una mezcla de información y anécdotas, está al pendiente de los pasajeros, sin atosigarlos. El staff se toma su tiempo, porque hay de sobra y no se trata de ser eficientes, sino hospitalarios y amables.
No retiran tu plato sino hasta que lo indiques, porque es probable que a la mitad del desayuno veas algo espectacular que te catapulte de tu asiento hasta la conexión de los vagones para tomar una foto, sentir el viento en la cara y escuchar el insustituible trac-tracdel acero girando sobre los rieles. El atractivo del paisaje hace imposible quedarse quieto en el asiento.
Mientras los atravesamos, August nos habla de los esfuerzos humanos para construir estos túneles que conectarían el este y el oeste del país a mediados del siglo XIX.
El aislamiento era una “ironía geográfica”, diría Robert Ormes, autor de varias guías sobre las Rocallosas, pues la riqueza de las minas de Colorado estaba encerrada en las montañas, pero resultaban inaccesibles.
Durante la fiebre del oro se promulgó la Pacific Railway Act de 1862, pero se quedó en letra muerta porque el estado carecía de fondos para ejecutarla. Así que los empresarios mismos financiaron la construcción de la primera línea ferroviaria para conectar Denver con Cheyenne, Wyoming, hacia el norte; consolidaron la compañía Denver Pacific Railway and Telegraph, compraron al gobierno las tierras designadas para vías férreas y, en 1870, el primer tramo de tren sacó a Colorado del aislamiento.
Gran parte de este trabajo fue hecho por obreros bajo durísimas condiciones. Cuando uno observa la magnitud de estos túneles, comprende que aquellos hombres son los héroes anónimos que construyeron este país.
Azul/café/blanco
El tren avanza por las Rocallosas a más de 3,000 metros de altitud, entre desfiladeros, curvas pronunciadas, muros de roca a escaso medio metro del vagón. Cada vez que salimos de un túnel, la población de pícea azul crece en extensión y densidad, junto con la nieve en las laderas de la montaña.
En los valles que se forman entre las arrugas del macizo montañoso, los arroyos reciben la nieve que comienza a derretirse. A lo lejos, en los picos que marcan el horizonte, los centros de esquí duermen después de la temporada invernal. La conexión entre los vagones, en cambio, siempre está ocupada por uno o varios pasajeros sedientos de aspirar el aire frío y limpio de las alturas.
El tren avanza por los túneles horadados en la roca maciza. Llevamos nueve, 14, ¿19…, 23? Perdemos la cuenta: el espectáculo de la naturaleza nos rebasa. August retoma el relato de la gesta ferroviaria. El punto más alto del trayecto es Moffat Tunnel, nombrado en honor a David Moffat.
Este empresario tenía más de 100 minas en el estado de Colorado y soñaba con construir una vía de ferrocarril que conectara Denver con Salt Lake City, Utah. Cansado de las negativas del gobierno, decidió invertir su fortuna en ello y financió la construcción de la primera parte de la vía hacia el este en 1902, sin embargo, se trataba de una ruta escarpada y muy peligrosa que acumulaba demasiada nieve. Era necesario construir túneles que facilitaran el resto del trayecto.
Cada año iba a Nueva York y Chicago a buscar inversionistas, pero volvía decepcionado. En 1911 finalmente recibió la noticia del financiamiento. Para su desgracia, los empresarios competidores de la ferroviaria Union Pacific se enteraron y usaron su poder para disuadir a los inversionistas. Al día siguiente, cuando Moffat supo que los fondos habían sido retirados, quedó devastado y sufrió un ataque al corazón. Murió sin dinero y fue enterrado en una tumba sin lápida, pero su proyecto no desapareció, sino que fue retomado en 1923, cuando comenzó la construcción del túnel que lleva su nombre, de casi nueve kilómetros de largo y que corre a 700 metros bajo la cima de las montañas.
Más de 800 trabajadores picaron piedra sin descanso durante cinco años. El proyecto costó 44 millones de dólares de la época, 700 millones de la nuestra. Es inevitable preguntarse si algún Elon Musk o un Jeff Bezos sería capaz de emprender una obra semejante en provecho de sus conciudadanos.
En 1928, el primer tren cruzó el túnel Moffat, de la comunidad de Rollinsville a Winter Park, y desde entonces estas vías llevan carbón, granos, minerales, combustibles y pasajeros de este a oeste a través de los túneles de las Rocallosas, un prodigio de la ingeniería y del empeño.
Ocre/siena/gris
En un mundo lleno de aviones y carreteras, un viaje de ocio en tren es, al menos para los latinoamericanos del siglo XXI, un gesto exótico, una de esas experiencias inusuales que no sé por qué nos resignamos a hacer una vez en la vida.
En un mundo de eficiencia y funcionalidad, un tren de paseo que no rebasa los 50 km/h deja de ser un vehículo para convertirse en una experiencia en sí misma. Si a eso sumamos que en casi 80 % del trayecto no hay señal de teléfono, Rockies to the Red Rocks es una forma de entregarse al movimiento y la contemplación de un paisaje que –como otros que damos por hecho– ha tomado millones de años en alcanzar esta perfección.
Propios y extraños estamos maravillados por ese planeta que pasa por la ventana. Pretendemos atrapar su inmensidad con la cámara, tomamos videos para compartir más tarde. Sin embargo, hay algo imposible de transmitir: lo que percibe el cuerpo, la contemplación dinámica, el arrullo meditativo de la máquina que atraviesa el bosque sobre una doble cicatriz de acero.
Nota mental. No existe un verbo que en una sola palabra exprese el hecho de viajar en tren. No pilotamos un avión, pero, aunque seamos pasajeros, nos apropiamos del verbo volar. Volamos de México a Denver, por ejemplo. En el caso de un auto, manejamos; con la bici, pedaleamos o rodamos. Pero, ¿trenar? Trainer, el verbo francés del que proviene la palabra tren, tampoco se usa para describir la acción de viajar a bordo de un vagón enganchado a una locomotora. Vamos sentados, a veces de pie, pero avanzamos como parte de una máquina.
El bosque cerrado y alto de las Rocallosas va quedando atrás conforme descendemos. Los arroyos del deshielo forman cauces más grandes que nos llevan al encuentro del río Colorado. A partir de este momento, y hasta cruzar a Utah, el tren correrá paralelo a su cauce.
Estamos en la parte baja de las Rocallosas, la ribera del río Colorado forma planicies amplias salpicadas de granjas y álamos blancos (cottonwood trees o Populus deltoides). Nunca antes había estado en Colorado, pero sus paisajes me son profundamente familiares. Entonces lo recuerdo.
La imagen viene de la infancia, en 1980, un tiempo previo a la saturación visual cortesía de Disney. Amigos y tíos que volvían de Estados Unidos traían regalos para mí y mis hermanos: muñecos de trapo, dulces, cuentos, aquellos primeros rompecabezas de mil piezas con imágenes de caballos corriendo por paisajes nevados entre enormes rocas, ríos entre siluetas de árboles extranjeros, un viejo molino de agua como vestigio de otro tiempo, corceles de pelo brillante que comen los primeros brotes de la primavera… Las imágenes de aquellos cuentos y rompecabezas se traslapan con el paisaje.
El cauce del río se va ensanchando y, con él, la compuerta de mis recuerdos de la infancia. En mi memoria hay un capítulo que ahora sé nombrar: la vida rural en la ribera del Colorado.
Verde sepia/rosa púrpura
En el lounge todo es risas y conversación. Los pasajeros nos mezclamos, hablamos de otros viajes y paisajes mientras tomamos el aperitivo. El llamado a comer nos lleva de vuelta a nuestro vagón. Concentrados en la ensalada sencilla de hojas verdes, seguida de un filete perfectamente terminado con polenta y verduras al grill, no nos damos cuenta del momento en que las piedras grises de las Rocallosas se transforman en tierra roja y luego en rocas enormes que, como dientes cuadrados, perfectamente recortados, desafían al cielo.
La pícea azul comparte el terreno con arbustos verde olivo y álamos blancos en cuyas ramas se sugiere la primavera. El río también se ha vuelto café, casi rojizo, haciendo honor a su nombre. Conforme descendemos al cañón de Glenwood, la ribera del río se estrecha. No logramos terminar el postre porque uno de nuestros compañeros de vagón ha señalado dos nidos sobre un árbol. Son águilas blancas y empollan en parejas, vigilantes. En un mes, sus aguiluchos habrán nacido.
La paleta de colores es extraordinaria. Sobre la ribera del río domina un arbusto de tres tonalidades ascendentes: verde, gris, amarillo y rojo en la punta. Fire bush, lo llama alguien. Hace rato que no vemos rastro de presencia humana –nunca había estado tanto tiempo inmersa en un parque natural–; las extensiones son inmensas en todos los sentidos. A esto se refieren cuando hablan de los great American outdoors.
A punto de entrar al cañón de Glenwood, aparecen montañas formadas por capas superpuestas de tierras verdes, sepia, ocre, luego amarillas y de tonos rojizos… ¿Verde sepia, rosa púrpura? Imposible determinar dónde comienza un color y termina otro. Nos faltan palabras para nombrarlos.
Ya en el cañón, el tren avanza a vuelta de rueda entre las paredes de roca multicolor. Reaparecen las píceas azules en la cima, pero aquí la ausencia de nieve pone de manifiesto su tenacidad: no sólo mantienen su follaje verde todo el año, sino que las raíces de estos árboles –de hasta 60 metros de altura y por lo menos 200 años– se hunden en menos de 10 centímetros de tierra y luego se aferran a la piedra misma. Ellas, como los mineros que fundaron Glenwood Springs, saben que debajo de esas placas la riqueza es grande.
La mina que dio origen a Glenwood Springs a finales del siglo XIX requería luz y fuerza de máquinas. A alguien se le ocurrió traer ese invento llamado electricidad y, para generar la energía, construyeron una presa que todavía funciona. La vemos mientras pasamos por el cañón.
Como casi todo en este viaje, esta grieta prodigiosa de 20 kilómetros de largo y muros de hasta 400 metros de alto fue labrada por el viento y el agua del deshielo que nutre al río Colorado. Junto a nosotros también corre la autopista interestatal 70, famosa por ser una de las más impresionantes en cuanto a ingeniería, pero también una de las más “traicioneras”. Sus letreros señalan que Aspen se encuentra a 30 millas.
Glenwood Springs
Hace 100 años, tanto la nobleza como la burguesía europeas solían pasar temporadas en los balnearios de aguas termales, principalmente de los Balcanes. No fue muy difícil traer esta costumbre a Estados Unidos, donde los indios ute ya conocían las propiedades curativas de los yampah (que se traduciría como “gran medicina”).
La nueva burguesía minera construyó en 1888 un balneario a la europea con sede en el Hotel Colorado, que cuenta con la alberca de aguas termales más grande del país. Mientras escuchamos esta historia, August nos entrega las llaves de nuestra habitación. No nos hospedaremos en el Hotel Colorado, sino en uno más pequeño, también histórico y encantador, el Hotel Denver, justo frente a la estación.
Nuestro equipaje ya nos espera en la habitación, es parte del servicio de lujo de esta línea de tren. No hay mucho tiempo para estudiar la decoración –mobiliario antiguo, probablemente de inicios del siglo XX, algo muy extraño en Estados Unidos–, pues nos esperan en Iron Mountain, un balneario cuyas piscinas de distintas temperaturas junto al río son un descanso inesperado luego de todo el día a bordo del tren.
Con el cuerpo absolutamente relajado, cenamos en el Riviera, un restaurante acogedor en la calle peatonal del pueblo. Las cervezas y los platillos locales son contundentes, como los paisajes. Para terminar de soltar el cuerpo, vamos al Hotel Glenwood por un digestivo. En sus pasillos y su decoración se respira la esencia victoriana, ya que las fotos antiguas y los carteles enmarcados dan cuenta de una sociedad pudiente y tenaz, en un contexto increíblemente agreste y aislado.
Rojo, derivados y aproximaciones
Retomamos el tren a las ocho de la mañana. Mientras desayunamos (jugo, frittata, parfait de frutos rojos y café), terminamos de bajar de las Rocallosas y entramos en la zona agrícola de Colorado. Las aguas del deshielo riegan viñedos, campos y huertas de duraznos que, tupidos de flores fucsias, lilas, blancas, a ratos azules, anuncian la primavera de este lado de las montañas. La mitad de la comida y los vinos que hemos probado en el viaje viene de esta región. Para darse una idea, Fruita es el nombre de uno de sus pueblos.
A estas alturas del trayecto reconocemos un patrón: cuando el tren pasa por una curva pronunciada, algo espectacular se aproxima. Pero esta vez no sospechamos la magnitud de lo que nos espera.
Hace 70 millones de años, el mar que cubría este territorio se retiró, los sedimentos marinos se petrificaron y dieron lugar a una serie de riscos cuyos minerales adquirieron sus tonos rojizos a lo largo de una oxidación milenaria.
Cuando el tren sale de la curva, nos entrega una visión cinematográfica: el umbral de Ruby Canyon, dos muros rojizos de 200 metros de alto, uno a cada lado del río. Avanzamos junto a una de las paredes curvas del cañón, pulidas por la tenacidad y la constancia del viento; hay secciones horadadas por pequeños granos de arena que durante años, como un taladro minúsculo impulsado por energía eólica, terminan por formar agujeros denominados nidos de abeja. Hay piedras superpuestas llamadas buttes que sólo una fuerza como la del mar pudo haber ensamblado.
El óxido del tiempo ha pintado estos muros de rosa, coral, púrpura, naranja, escarlata, rubí, carmesí y todos los matices intermedios, cercanos y aproximados, para los que no tenemos nombre. Aquí ya no hay montañas, sino mesetas, o mesas, en cuyas planicies hay pequeños lagos y pastizales con flora y fauna silvestres, invisibles desde la grieta del río.
En mesetas como éstas, los indios norteamericanos establecieron civilizaciones, muchas de las cuales se desplazaron hacia el sur del continente.
Todo es agitación y sorpresa entre los pasajeros. De todas las conexiones de los vagones se asoman caras sonrientes y brazos con celulares y cámaras. Ni los viajeros locales, más acostumbrados a esta inmensidad, pueden contener su asombro.
En uno de los muros han pintado la división estatal. Utah hacia adelante, Colorado hacia atrás. El tren toma un desvío hacia el sur rumbo a Moab. En este último tramo, además de pasar pueblos fantasma como Cisco, donde la minería llegó muy tarde y no prosperó, vamos flanqueados a lo lejos por mesetas de tonos ocre y gris.
Las piedras verticales de la cima han sido bautizadas por los locales como bookshelves, porque a lo lejos parecen libros acomodados sobre un estante. Abajo, las laderas recogen la arena que el viento desprende de las rocas y al caer forma una suerte de faldas arrugadas.
De tanto verlas es inevitable hacer la conexión con las estructuras de talud y tablero que caracterizan los basamentos piramidales de muchos pueblos mesoamericanos de los periodos Clásico y Posclásico. Quizá, sólo quizá, aquellos arquitectos llevaban en su memoria migratoria la imagen idealizada de estas mesetas.
Moab
Detenidos frente a un andén casi escenográfico, a la entrada de un pequeño cañón con mesetas intensamente rojas, nos despedimos del Rocky Mountaineer entre aplausos para el staff, fotos grupales con nuevos amigos que hasta hace 24 horas eran viajeros extraños y cowboys que nos dan la bienvenida. La llegada a Moab marca el final del trayecto en tren, pero no del viaje. Aún nos queda una aventura más.
El autobús nos conduce hacia el pueblo junto a enormes formaciones rocosas de color rojo. Vemos gente en bicicleta, hikers, cámpers, todo tipo de vehículos 4×4… Los parques nacionales de Utah, conocidos como los Mighty Five (Arches, Bryce Canyon, Canyonlands, Capitol Reef y Zion) son famosos por la cantidad aventuras que ofrecen.
Desde Moab se puede conocer Arches y Canyonlands en visitas de un día, pero la cantidad de actividades y atractivos naturales que rodean este punto dan para un mes. Nosotros no iremos muy lejos, sólo tenemos una tarde.
Después de instalarnos en Hoodoo Moab, un hotel Curio Collection de Hilton, damos una caminata por este pueblo que repite el patrón de la gesta minera. Hasta los años ochenta, los pobladores de Moab todavía se dedicaban a la explotación del uranio; cuando hacerlo a pequeña escala fue incosteable, dieron el paso lógico hacia el turismo de aventura. Hoy, la calle principal está llena de cafés, diners, galerías de arte indígena y tiendas con todo el equipo necesario para practicar deportes de aventura.
En Moab Adventure Center nos espera la experiencia que cerrará este viaje: un recorrido en potentes Hummer 4×4 para ver el atardecer en las alturas de Slickrock, un área de arenas petrificadas, a 15 minutos de Moab, que han sido modeladas por los elementos durante los últimos dos millones de años.
En el trayecto nos encontramos con huellas de dinosaurios, cañones, montículos, arcos en formación, cañadas, flores silvestres y árboles de enebro de más de 200 años que forman parte del bosque pigmeo de esta zona. La Hummer sube y baja pendientes de más de 60 grados que desafían el sentido común.
En uno de los montículos más altos, con la adrenalina y las endorfinas a tope, decimos adiós a esta travesía donde las épocas se superponen como placas tectónicas.
A nuestros pies, 170 metros abajo, el río sigue haciendo avanzar esta historia de millones de años en la cual no somos más que partículas de arena.