Menos de seis horas en auto separan Río de Janeiro de São Paulo. Poco más de 400 kilómetros por un camino que además puede ser encantador, sobre todo si se toma la ruta que bordea la costa y pasa por Paraty. Eso al menos es lo que me cuentan, porque yo recorrí esa escasa distancia por aire, a bordo de uno de los casi cien aviones que vuelan entre las dos principales ciudades de Brasil todos los días en menos de hora y media.
Pero, a pesar de una cercanía geográfica reducida al mínimo por obra de la ingeniería civil, la planeación y la aviación –de la que, por cierto, los brasileños presumen ser inventores, por encima de los hermanos Wright–, no podría haber dos ciudades más dispares.
La transición entre ambas puede conmocionar a quien no viaje con esa consideración en mente. Aunque cariocas y paulistas lo advierten de antemano, haciendo un énfasis constante en sus diferencias, desmarcándose y separándose a la más mínima oportunidad, el cambio destempla a quienes vienen del calor de Río y sofoca a quienes viajan en la otra dirección, desde São Paulo.

El fenómeno ya ha sido observado y discutido cuando se trata de otras grandes rivalidades del mismo tipo. Madrid y Barcelona, Nueva York y Los Ángeles, Lisboa y Oporto, Sídney y Melbourne. En el caso brasileño, al igual que en los ejemplos anteriores, las diferencias son evidentes incluso para el ojo inexperto, palpables en la arquitectura y el trazo de la ciudad, en su vida diaria, la comida, la bebida. Pero, sobre todo, se trata de maneras prácticamente opuestas de vivir una ciudad.
Más que el clima o la comida, el comentario general sobre las diferencias que podría encontrarme consistía en el ritmo de la vida en cada una de las ciudades. Antes de salir para São Paulo, me advertían que la gran ciudad no tendría nada que ver con los lentos días de placer y tranquilidad a los que me sometí en Río. A su vez, los paulistas apostaban a que me aburriría rápido porque, si la vida no se mueve a la velocidad de sus calles, entonces es casi como si no pasara nada.
Con esta misma fórmula se han estructurado dos personalidades muy bien definidas. El carioca: afable, relajado, despreocupado, más de izquierdas, fiestero, mientras que su “contraparte” paulista suele definirse con más seriedad y sofisticación, tradicionalmente a la derecha del espectro político, trabajadora, culta. Como se podría sospechar, estos encasillamientos vienen acompañados de un montón de prejuicios nada sanos, lo que, por lo demás, se desmorona fácilmente. Basta con preguntarle a alguien en Río de dónde es: la mitad responderá que de São Paulo.
Lo cierto es que ambas ciudades representan dos rostros encontrados de una misma cultura. Apenas dos vistazos de un país enorme. Dos destinos que vale la pena conocer en un mismo viaje para ir completando el rompecabezas brasileño.
Dos calles
No es difícil comprobar estas sutilezas divisorias. Basta con pasearse por los núcleos de ambas urbes para entender qué las separa. Ambas tienen una arteria principal muy clara, en torno a las cual sucede lo más interesante de cada una. La vida de São Paulo corre por la avenida Paulista, mientras que Río tiene la avenida Atlántica.
Hay mucho que pueden decirnos estas dos calles sobre las vidas que contienen y direccionan. En ambos casos, el flujo es frenético y permanente. Activado desde muy temprano por los transeúntes y el tráfico, perpetuado hasta las más altas horas de la noche con el favor de unas luces artificiales con la capacidad de iluminar pequeños estadios de futbol en cada cuadra.
Eso sí, quienes caminan por una y por otra no lo hacen con el mismo ritmo ni van en la misma dirección. La Paulista se mueve urgente, a un paso impuesto por el mundo financiero global que la rodea y vigila desde altos edificios, donde no se tolera la quietud. La Atlántica podrá moverse rápido, pero no con prisa. Alguien parece estar corriendo por ahí a todas horas, incluso a mediodía, cuando el sol de Río pega de forma inclemente. Pero, por cada corredor, alguien disfruta una cerveza fría frente al mar, lo que contribuye a aliviar el calor colectivo de la ciudad.
Estratégica y práctica, necesaria en el núcleo económico de una ciudad de casi 12 millones de habitantes y una de las principales metrópolis de Latinoamérica, la avenida Paulista corre en el límite preciso entre las zonas centro-sur, central y occidental de São Paulo. Conecta centros culturales, políticos, financieros, industriales y otras grandes vías. Es indispensable para el funcionamiento de la ciudad.

Como su nombre lo explica, la avenida Atlántica transcurre al lado del mar. Durante cuatro kilómetros bordea las playas de Copacabana y Leme, quizá las dos más icónicas de todo Río de Janeiro, permanentemente ocupadas por jugadores de futbol y voleibol playero, vacacionistas y unos quioscos que proporcionan la necesaria cerveza fría o, más entrada la tarde, generosas caipiriñas. Es indispensable para el disfrute de la ciudad.
Dos íconos
La historia, el clima y la política han ido definiendo el carácter de ambas ciudades. Hubo un tiempo en que, por ejemplo, Río fue la capital administrativa del país y la mayor bolsa de valores brasileña. Hoy es claro que São Paulo es el núcleo financiero, el destino de negocios definitivo y la ciudad que concentra la mayor parte de la riqueza brasileña, responsable de 30% del PIB nacional, casi el triple que cualquier otra región.
Esto influye en la cultura y los principales pasatiempos de ambas. Cualquiera con una ligera noción sobre el mundo del arte podría reconocer el valor de todo lo que se guarda en los mejores museos y las galerías de São Paulo: grandes colecciones privadas amasadas vía el importante historial económico de la ciudad, pero puestas en exhibición pública en lugares como la Pinacoteca do Estado, el Museu de Arte Contemporânea da Universidade de São Paulo (MAC) o el Instituto Tomie Ohtake. Aunque la joya absoluta de la corona del arte paulista es, sin lugar a dudas, el Museu de Arte de São Paulo, mejor conocido como MASP.
Justo en plena avenida Paulista, lo primero que llama la atención del MASP es el edificio que lo acoge: una de las obras maestras del movimiento moderno brasileño, diseñado por la ilustre Lina Bo Bardi y salpicado de la esencia que siempre definió su obra. Bo Bardi entendía sus edificios como espacios en constante construcción, “inacabados”, sólo concluidos a partir de la interacción con quien lo habitaría.
En ese sentido, la arquitecta no sólo intervino en el diseño de la estructura, también propuso la icónica museografía del masp, que utiliza láminas de cristal templado para exhibir las obras, como si todos los cuadros estuvieran flotando por cada habitación. En contraste con un soporte habitual y canónico, como podría ser un muro, esta innovación permite que el visitante cree su propio recorrido, moviéndose libre, en una experiencia de democratización del arte y apropiación del espacio, muy en los términos de Bo Bardi.
La historia, el clima y la política han ido definiendo el carácter de ambas ciudades.
De hecho, todo en el MASP parece flotar, empezando por el edificio en sí: un bloque de concreto de 174 metros de largo, “suspendido” a ocho metros del suelo en medio de la avenida más importante de la ciudad. Esta genialidad alguna vez fue la planta libre más grande del mundo, una proeza de la ingeniería civil que se logra repartiendo el peso entre un sistema de cuatro pilares en los extremos del edificio, entrelazados por dos vigas. Debajo del bloque de concreto se forma una plaza abierta que Bo Bardi concibió como un espacio de reunión para los paulistas, un lugar donde encontrar sombra no precisamente del sol, sino del pulso frenético del resto de la ciudad.
El edificio es la primera gran obra que revela el MASP, pero en su interior también conserva uno de los acervos más grandes e importantes del cono sur, que van desde piezas de Rafael o El Greco hasta otras de Gauguin o Siqueiros, pasando por gigantes del arte nacional, como Tarsila do Amaral o Cândido Portinari. Justo en marzo de este año se completó la esperada extensión del museo, con un nuevo edificio anexo que duplica su capacidad de exhibición. Son 14 pisos, muy necesarios para desplegar partes de una colección de aproximadamente 10,000 obras que el público no siempre puede ver, pero en el que además se ha hecho espacio para exposiciones itinerantes en colaboración con galerías locales.
La escena de arte contemporáneo tiene bien merecida esta consideración. En los últimos años ha crecido hasta situarse entre las más emocionantes del mundo, no sólo por una nueva y prolífica generación de artistas, sino por el surgimiento de un mercado activo, nutrido de un universo de galerías que se han convertido en pequeños núcleos de cultura y de la consagración internacional de las ferias de arte más notables del país.
Hasta hace algunos años, la creencia era que esta escena también estaba concentrada casi exclusivamente en São Paulo. Pero la realidad actual es que ha tendido que repartirse significativamente con Río de Janeiro, tomando en cuenta que una gran parte de la producción artística está ahí. Así me lo cuenta Luiz Zampar, del equipo de la galería Flexa, que desde sus inicios se estableció en Río. Lo que al principio hubiera parecido una apuesta, ahora es una tendencia que se puede ver en ArtRio, la feria anual de arte contemporáneo de la ciudad que no sólo reúne a galeristas, artistas y compradores de todo el país, sino que también es un suceso internacional.

La percepción general en la feria es que la escena artística de Río tiene mucha más frescura, libre de ataduras generacionales e institucionales, pues se trata de una dinámica emergente en vías de consolidación. Sin embargo, no hay muchos precedentes, pues también es verdad que, en lo que a cultura se refiere, los cariocas tienen muy bien definidas sus preferencias históricas y estas más bien se centran en la música y el baile.
La samba es el pasatiempo predilecto de Río, es una cuestión de identidad, pero también ilusión y delirio. Es el preludio, la motivación de lo que siempre viene, esta noche después de la jornada, al final de la semana o en unos meses, durante el carnaval. No por nada han construido un estadio entero dedicado a su práctica: el Sambódromo, obra del legendario arquitecto Oscar Niemeyer, donde todos los años durante la más grande fiesta de Río –del mundo, me aseguran los locales– desfilan todas las escuelas de samba.
Pero no hay que esperar al carnaval para tener una probada de esta tradición carioca. En una callejuela de Copacabana, el Bip Bip mantiene viva la esencia humilde, popular y festiva de la samba en medio de uno de los barrios más ricos de la ciudad. Es un local diminuto, de apenas 18 metros cuadrados, pero con espacio suficiente para que un grupo de músicos se siente. Eso sí, no queda mucho lugar para las pequeñas multitudes que se dan cita ahí todas las noches, pero para eso está la baqueta, desde donde se escucha perfectamente la música. Tampoco hay meseros, pero si alguien quiere una cerveza, simplemente basta con entrar y tomarla de uno de los refrigeradores del fondo; la cuenta la lleva cada uno mentalmente y al final tan sólo confían en tu palabra, pues estás entre amigos.
Dos cocinas
La escena culinaria brasileña está irreconocible respecto de hace una o dos décadas. Al menos eso es lo que piensa la chef Manuelle Ferraz, del restaurante A Baianeira, que precisamente acaba de abrir en el nuevo anexo del masp. Enumera varias razones para justificarse: el producto en la cocina cada vez tiene más importancia y calidad, las técnicas se han complejizado, pero, sobre todo, hay una tendencia por recuperar las raíces gastronómicas más profundas de Brasil, lo que ha llevado a la mesa algunas recetas y platillos típicos que antes no hubieran figurado en la carta de un restaurante como el suyo, sino que eran preparaciones caseras o callejeras que, por lo mismo, fueron menospreciadas como algo común.
Manuelle creó el menú de A Baianeira inspirada en las recetas de su hogar, el municipio de Almenara, en la frontera entre los estados de Minas Gerais y Bahía. El restaurante toma su nombre de este último, pero las recetas son de ambos. De hecho, hay un poco de casi todo Brasil. Hay moqueca, de origen indígena y muy común en Bahía; queijo mineiro, de Minas; vieiras para disfrutar el sabor de la costa, y feijoada, que es prácticamente el platillo nacional. Todo se basa en lo que la chef denomina “cocina popular brasileña”, conforme a un cuidadoso estudio de las tradiciones hogareñas más enraizadas de esta cultura.
Es parte de una tendencia que ya se ha reconocido mundialmente, impulsada por chefs como Janaína Torres, quien lleva más de 20 años definiendo el rumbo de la gastronomía brasileña desde el Bar da Dona Onça. En un animado local del emblemático Edificio Copan, de São Paulo, concebido en los sesenta por Niemeyer, Dona Onça ha resignificado lo que los brasileños conocen como “petiscos”, una categoría de aperitivos, generalmente fritos y rápidos, que son típicos en puestos callejeros o mercados, pero que aquí forman parte de un menú degustación. Por si fuera poco, los tiempos se maridan con cachaza, un destilado típico que, más allá de ser la base para la preparación de caipiriñas, nunca ha gozado de buena reputación entre los brasileños. Sin embargo, ahora pasa por un segundo aire, gracias a productores más serios y especializados.

La vara gastronómica en Río de Janeiro también ha ascendido a escalas antes inimaginables, pero tal vez en un sentido distinto que en São Paulo. Durante mucho tiempo, esta fue la pata de la que Río más cojeaba. Era difícil encontrar un restaurante con una propuesta auténtica e innovadora, la oferta culinaria se reservaba más bien a lo tradicional y lo disponible, sin ponerse demasiado creativa. Las opciones no variaban mucho entre churrasquerías y marisquerías típicas, pero eso ahora ha quedado en el pasado, motivado principalmente por una internacionalización de la cocina carioca.
El mejor ejemplo quizá es UMAI, la barra de omakase dentro de Haru Ichiban, donde el chef Menandro Rodrigues ha tomado la enorme tradición japonesa que hay en Brasil, sobre todo en São Paulo, para llevarla a otro nivel. Se trata de un menú de 16 tiempos que combina lo mejor de las técnicas orientales con el producto fresco de la costa brasileña, inspirado en el kaizen, la filosofía de mejora continua.
Desde Casa 201, reconocido con una estrella Michelin, el chef carioca João Paulo Frankenfeld está llevando las cosas a otro nivel. Como su nombre lo indica, se trata de una discreta casita en el barrio del Jardín Botánico de Río, donde el chef João aplica técnicas clásicas de la cocina europea al mejor producto brasileño, mucho del cual producen ahí mismo, como su charcutería, pan y, sobre todo, diferentes tipos de queso, la especialidad de la casa.
Dos hoteles
Si algo tiene en común un viaje a Río de Janeiro con uno a São Paulo es que en ambos casos resulta muy importante elegir bien dónde hospedarse. Las dos son ciudades caóticas, con un tráfico comparable al de Ciudad de México, suficientemente grandes como para contar algunos trayectos en horas. Más vale estar bastante cerca de los núcleos de cada ciudad, pero también con algunas consideraciones dependiendo del destino. Porque, aunque puede que cumplan con propósitos similares, de ninguna forma es lo mismo quedarse en la avenida Paulista que en la avenida Atlántica.
En dos ciudades con personalidades tan particulares, también es esencial que el hospedaje sea una extensión de cada ciudad y no una burbuja de la cual no es necesario salir o un lugar para sólo llegar a dormir. Lugares donde probar algo de la gastronomía típica, que incluso lleguen a ser frecuentados por locales, y que sirvan para acercarte a lo que hay que conocer en cada destino.
Los hoteles Emiliano, parte de la colección global de hoteles boutique Small Luxury Hotels, tienen propiedades tanto en Río como en São Paulo y son estancias ideales si lo que se busca es estar en el centro de cada destino. En Río, por ejemplo, ya se ha vuelto un ícono de Copacabana, primero por su increíble fachada, ideada por el arquitecto Arthur Casas, que resalta particularmente en la avenida Atlántica y ya anuncia su moderno diseño de interiores. Aunque no encaja del todo en un barrio clásico como Copacabana, la arquitectura es muy pertinente en un destino de playa como Río, con componentes y materiales locales, y una revalorización del estilo y la elegancia que siempre ha hecho de esta zona una de las más glamurosas de todo el mundo.
Emiliano São Paulo tampoco pasa desapercibido. Aunque no se ubica precisamente sobre la avenida Paulista, está lo bastante cerca de su magnetismo en el vecino barrio de Jardins. Cosmopolita, moderno, chic, mucho más tranquilo que la calle más transitada de todo São Paulo, está rodeado de boutiques, cafés, galerías, pero destaca, sobre todo, por la impresionante suite cubo, literalmente con esta forma, hasta arriba del edificio, con impresionantes vistas panorámicas de la ciudad.
Los hoteles Emiliano, parte de la colección global de hoteles boutique Small Luxury Hotels, tienen propiedades tanto en Río como en São Paulo y son estancias ideales si lo que se busca es estar en el centro de cada destino
En ambos casos, los hoteles Emiliano están en medio de la intensa escena gastronómica y cultural de sus respectivas ciudades. En lugar de conformarse con ser meros espectadores, forman parte de estos movimientos creativos. Lo hacen desde distintos ámbitos y con una línea muy específica para ambas propiedades, dependiendo de lo que exige cada ciudad. En Río han desarrollado un ambicioso programa cultural que incluye conciertos periódicos en su increíble Sala Charles, además de la propuesta gastronómica de su restaurante Emile, que considera prácticamente todo Brasil.
Por otro lado, en São Paulo, Emiliano se ha convertido en un oasis de relajación y bienestar para quien quiere balancear un poco el ritmo de la ciudad, sobre todo por su espectacular spa, con tratamientos especializados y productos de la marca Santapele. También es un hot spot gastronómico en sus propios términos, sobre todo motivado por una extensa carta de vinos brasileños y la cava de champaña más completa de todo el país.
Fue interesante transitar entre un Emiliano y el otro, porque cada uno sabe lo que le pide su ciudad y le saca provecho. En São Paulo, la ambientación es más sobria y elegante, sin desentonar con su ciudad, con impecables detalles de diseño, como mueblería de los hermanos Campana o esculturas del renombrado artista brasileño Siron Franco. En Río, un ambiente más relajado, que deja entrar toda la brisa y la luz natural que puede darnos Copacabana, con envidiables vistas al mar desde su rooftop y una de las pocas albercas infinitas en la zona. Creo que es lo que usualmente pasa con estos contrastes: son dos piezas de un mismo rompecabezas. Se repelen tanto como se atraen y se necesitan en igual medida para completarse. Una experiencia brasileña completa no es posible sin una parada en ambas ciudades.
