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Cabo Polonio: el faro que atraía demasiado

Cabo Polonio: el faro que atraía demasiado

POR: Redacción Travesías

El faro de Cabo Polonio, al noreste de Uruguay, es un alfiler en el mapa señalando el lugar exacto. Es la única obra humana visible en kilómetros a la redonda. La única referencia vertical en un horizonte de médanos, de mar inmenso y tres islotes rocosos que apenas sobresalen, donde no hay siquiera un árbol para truncar líneas tan suaves. Quizá por esa ausencia de indicaciones, aunque el visitante tenga la certeza de que se está acercando, el faro de Polonio siempre parece quedar lejos. Y así sucede hasta que, súbitamente, uno está a sus pies a punto de colarse por su espina de caracol en dirección al cielo. Aunque los faros se erigieron para guardar distancia, y acercarse demasiado puede significar peligro, el faro de Polonio, desde la época de los barcos de vapor hasta la era del turismo, siempre provocó el efecto inverso.

Llegar a él desde el paradero de autobús —en el poblado de Barra de Valizas, a cuatro horas de Montevideo—, tras dos horas y media de paseo por la arena, es algo impagable cuando el sol mañanero aún soslaya, y es también la mejor manera —no la única— para empezar a entender cómo se forjó Cabo Polonio. El paisaje, de una belleza grotesca, pero belleza al fin, está salpicado de esqueletos que lleva un rato digerir. Algunos son de barcos malogrados hace más de un siglo, otros de lobos marinos. Todos ellos empequeñecidos en la distancia, arrojados a un lienzo bicolor que los aísla y los cuestiona. Si el caudal no está crecido, es preferible levantarse con el sol y no esperar al botero que ayuda a atravesar el río de Valizas que desemboca entre la arena. El arroyo llega manso hasta la playa, y basta con descalzarse y mojarse hasta las rodillas. Del otro lado, la recompensa lo vale. Es muy placentero encaramarse al pequeño desierto de dunas gigantes —por un momento el azul del mar se esconde—y descubrir desde allí arriba por primera vez el faro para, de nuevo por la orilla, caminar en solitario hacia él con las olas frías del Atlántico desmoronándose entre los pies.

Polonio es hoy un Parque Nacional que presume de leones marinos, peces, aves y un ecosistema con dunas que permite un modo de vida atemporal y silencioso, a los pies de su gran torre, como resultado de una historia llena de incidentes a la que sus pobladores terminaron adaptándose. Cualquier acceso resulta complicado y ésa es, sin duda, la otra razón de que haya pervivido incluso a los intentos privados de lucrar con el medio. El poblado, medio centenar de cabañas de madera y pescadores con una vida rústica, se transforma en temporada alta, en los meses de enero y febrero, cuando sus 70 habitantes coinciden con jóvenes mochileros y habitantes temporales de ambas orillas del Río de la Plata. Algunos, cada vez más, se escapan de Punta del Este, la selecta ciudad-balneario que queda apenas a una hora, para rentar alguna de las cabañas de más rango de Polonio y encontrar otro tipo de glamour lejos de cualquier sofisticación.

En el Cabo no hay coches, ni luz ni tampoco agua corriente. Pero la experiencia de la llegada —que también puede hacerse a bordo de unos camiones viejos que son propiedad del parque, ocho kilómetros de ajetreo sobre dunas desde el estacionamiento más cercano— basta para darse cuenta del tipo de lugar que es. Los visitantes, por distintos que sean, comparten el efecto imán y entienden rápidamente que el lugar los requiere a todos como parte del paisaje. Sentirse cómplice no es algo difícil. El entorno lo envuelve a uno con facilidad y si olvida demasiado la llamada de la vida mundana, puede que incluso le cueste regresar a ella.

Una vez entre las casas, la siguiente tentación es encaramarse al faro. Para asomarse al paseo de ronda desde la linterna, primero hay que vencer al viento. Después, desde 36 metros de altura y con tres cuartas partes de agua alrededor, Polonio aparece como un cúmulo de casitas de madera desparramadas entre la playa Norte y la playa Sur, dos paréntesis de arena que se enganchan en el montículo rocoso del faro. Sólo entre las construcciones aparece el pasto y, muy al fondo, algunos bosques de pinos, los que quedaron a salvo del avance sigiloso de las dunas.

En estos tiempos de automatismos, el faro de Polonio aún tiene farero. El encuentro con él es el mejor momento para comenzar a indagar en la historia del lugar: ninguna de las cuestiones que en el camino se hayan planteado debería escapársele a un farero que se apellide Dacosta. La atalaya de Leonardo es el único punto de Polonio que tiene luz eléctrica. Pero él sigue siendo necesario porque, dados los hechos, nunca se sabe. Antes, el faro tampoco tenía electricidad. Funcionó con aceite de lobo marino y luego de melaza antes de ser eléctrico. Y ahora, a veces también falla. Entonces hay que darle cuerda a mano.

Leonardo explica a detalle el juego de enormes lupas y engranajes, todo ello de fabricación inglesa, que contrasta con lo rústico de la vida a los pies del faro. Es tecnología antigua, pero muy precisa. Con todo, inexplicablemente, los navíos continuaron acercándose demasiado después de 1886, el año en que se erigió, y algunos cascos errabundos pueden verse aún en otras playas de la zona.

El San Ignacio de Loyola, el Leopoldina Rosa, el Poitou, el San José… A cada nombre de barco que Leonardo menciona, su dedo índice apunta cerca de una roca. Decir que un lugar así está condicionado por el mar puede parecer una obviedad. Pero uno no se imagina hasta qué punto el viento y las circunstancias lo definen todo. El nombre Polonio es por un capitán de apellido Polloni —Joseph—, un italiano que venía al mando del naufragado San José.

En la placidez de un día de verano austral, bajo el faro de Polonio se ve sobre los peñascos —las islas Rasa, Encantada y el Islote— la colonia de lobos marinos, los únicos que dominan esas olas que causaron tantos estragos. Se ve también, entre las casas de Polonio, el almacén de don Francisco Lujambio. Existen algunos restaurantes, pero Lujambio es el lugar donde se encuentra todo lo que se puede encontrar en Polonio. Tiene el aspecto de los recurridos ultramarinos de antaño, tan habituales en los sitios poco poblados, que en aquellas latitudes llaman ramos generales. Estantes altos con compartimentos idénticos, algunas neveras viejas, mostradores de madera con grandes vidrios y en ellos todo tipo de género. Eso, y una bandera vasca.

“Yo desciendo de los supervivientes del Leopoldina Rosa. Esa bandera fue el regalo de un joven que vino de allí hace unos años. Era del pueblo de Lujambio”, como mi apellido. Me enseñó una fotografía de su padre y no lo podía creer: era igualito a mí. El accidente del Leopoldina Rosa, aunque sucedió allá por 1842, es el más recordado. Pero fue uno más, en aquellos días de hambrunas europeas y bergantines a la deriva con centenares de migrantes hacinados. Se explica porque fue así, al capricho del viento y el embate de las olas, como se comenzó a poblar Polonio. En los países del Río de la Plata, tradicionalmente receptores de migrantes, bromean con que sus habitantes descienden de los barcos. A los del Cabo ni siquiera les dio tiempo, pero su hogar es ese sufrido paraíso que ahora queda a los pies de un faro.

Al principio, aquellos supervivientes vivieron de la pesca y de la caza y el comercio de lobos marinos. Como dice Lujambio, “un ranchito y a pescar”. Luego, la zona fue declarada área protegida y algunos pobladores se emplearon en la tala de árboles para preservar las dunas. Liberaron cinco kilómetros porque “iban avanzando y había que cortar”. Ahora que no hay una sola sombra, ya no está tan claro quién amenaza a quién.

Entre las dunas —que a veces llegan a los 30 metros de altura— era frecuente encontrar boleadoras y otros restos de la cultura indígena. Incluso se supo de la marca que delimitaba los imperios español y portugués, que ahora se sitúan bajo algunas toneladas de arena. Poco a poco, la atracción por el lugar fue en aumento y algunos bohemios que llegaban comenzaron a asentarse. Finalmente, el turismo estacional lo sacó de las cartas de navegación para situarlo en otra clase de mapas: la de las guías de viaje.

El resultado es una comunidad de descendientes de náufragos, jóvenes artesanos y veraneantes dispuestos a deshacerse por unos días de la tarjeta de crédito, irse a dormir a las ocho de la noche, caminar bajo la luna o hacer fiestas memorables junto a un puñado de velas. Ahora, el almacén de Lujambio vende también boletos de autobús para Montevideo. Y en Argentina, Cabo Polonio se convirtió irónicamente en el destino de los protagonistas de un comercial bancario. El lugar fue elegido mediante votación por los usuarios del Banco Galicia.

Aún debía visitar el bar. Recordé que el último informe de Polonio me lo habían dado unos amigos en Montevideo: “Ha cambiado, no es lo que era, pero algunas cosas siguen. Continúan el bar, por ejemplo, con el ciego que lo atiende”. El ciego que lo atiende es Joselo Calimare. Su madre, ya anciana, es panadera y seguramente la mayor proveedora de desayunos recién hechos.

La familia materna de Joselo viene del Leopoldina Rosa, por eso él aún sabe saludar y decir los números en vasco. Por el lado de su padre eran griegos. Por alguna razón, dice que esa rama embarcó en Bonifacio, Córcega, y tampoco llegó a destino. Yo buscaba conocer a un mesero ciego, pero no esperaba encontrar a un hijo de supervivientes de dos hundimientos distintos. ¿Sabés cuál fue el mayor problema cuando me fui a vivir a Buenos Aires? El ruido del mar. Lo extraño a morir, me gusta tenerlo cerca. No puedo entrar a un barco, tengo vértigo y necesito estar en tierra firme, pero no podría vivir lejos del mar. Vengo de náufragos. El olor del mar y de los lobos marinos está por todos lados.

El bar-casa de Joselo, al que guían unos perros y ayudan sus amigos, tiene también una terraza rodeada de palmas que forman un seto muy cerrado. El viento agita las palmas y trae el sonido del mar hasta las mesas. Joselo se ha inventado un océano en tierra firme.

Una vez en casa, a miles de kilómetros de Polonio, le conté mi experiencia a una amiga argentina. Se le iluminaron los ojos. Resultó que había pasado veranos e inviernos enteros estudiando en una cabaña del Cabo. Mi amiga se apellida Da Luz. Podría ser farera, pensé, como si el hechizo continuara. Me recordó lo que significa racionar el agua que se saca de los pozos. La espera por el haz de luz del faro para ubicarse en la noche, esos 12 segundos que además, todo el mundo allí los cuenta, son los “Doce segundos de oscuridad” que el cantautor charrúa Jorge Drexler se llevó en mp3.

Me habló de que, al anochecer, a veces el sol se pone y sale la luna gigante y roja, y entonces los lobos rugen pero, cosas de Polonio, más bien parecen sirenas. Por supuesto que Inés conoció a Joselo, fueron grandes amigos. Como él, ella prefiere el invierno con la tranquilidad de 70 vecinos, aunque a ese clima “hay que hacerse”. También me dijo que en dos días no se puede entender nada, y Joselo había dicho que el turismo que fomenta el gobierno, de “visite y váyase”, no sirve. Y a mí, que no pude disfrutarlo ni 40 horas, me dio por preguntarme que si de haber pasado en el Cabo más tiempo hubiera sido capaz de “hacerme” o si, por el contrario, alguien hubiera tenido que ir allá para sacarme.

 
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