Yucatán

El Camino del Mayab: una ruta a pie por la selva maya

El recorrido a pie por los 110 kilómetros del Camino del Mayab es una inmersión a lo mejor del mundo maya: la selva, la cultura y su gente.

POR: Diego Parás \ FOTO: Andrea Cinta

Cenote de Yaxputul.

Cuando los españoles desembarcaron en Yucatán, preguntaron a los mayas:

— ¿Cómo se llaman estas tierras?

— Yuk ak katán (no te entiendo).

— ¿Yucatán? Se llama Yucatán.

El Camino del Mayab ayuda a los que venimos de fuera, a los huach, a empezar a entender mejor esta región y a la gente que la habita.

“PLYMOUTH Manuf’d by the J.D. FATE CO; Plymouth, Ohio, USA” se lee en una leyenda inscrita en la locomotora de truck que descansa sobre un tramo de riel en medio de X-Kanchakán, un pequeño poblado de alrededor de mil personas en lo más profundo de la selva maya. Al pie de la puerta de un edificio colonial con altos techos de teja, un perro mulix toma un baño de sol mientras ignora el picoteo de una gallina entre las hierbas que crecen en la base de la chimenea de la exhacienda. Dentro, Soledad y un grupo de siete artesanas trabajan una planta que fue yugo y sustento a la vez, un tipo de agave que llegó a los puertos más importantes del planeta y que en pocos años quedó en el olvido: el henequén.

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En una época en la que mucho se ha discutido sobre la mejor forma de recorrer la península de Yucatán, la más obvia, elemental incluso, parece ser la más escurridiza: caminando. Aunque podría parecer contraintuitivo imaginarse atravesando la selva a pie (basta haber experimentado las incesantes olas de calor de los últimos años), es imposible negar los beneficios de un andar lento y consciente.

La travesía del Camino del Mayab se extiende por 110 kilómetros de senderos estrechos a través del “monte”. La recompensa de la caminata está en los encuentros con la flora y la fauna locales, además de un vistazo directo al estilo de vida de los pueblos yucatecos.

Los que llevan una vida de barrio lo experimentan todos los días. Caminar te permite conocer a tu vecino, sentarte en la cafetería “de toda la vida” y, también, ver sin el filtro de la ventana de un auto los problemas del día a día. ¿Qué pasa cuando tu jardín es la selva maya?

Hace más de 1,500 años, los antiguos mayas caminaban por los sacbés, amplios caminos de mortero blanco por donde transitaban artesanías, estilos arquitectónicos y culturas de los cientos de ciudades salpicadas en un mar verde, como el que libra los 18 kilómetros que separan Uxmal y Kabah. No muy lejos, pero muchos años después, las haciendas henequeneras crearon una red de rieles que facilitaba el transporte del henequén rumbo al puerto de Sisal, la puerta al mundo del Agave sisalana, henequén o ki, dependiendo de a quién le preguntes. Hoy, muchas de las vías secundarias y terciarias que atravesaban los campos de henequén son utilizadas por las comunidades que prevalecieron tras el declive de las haciendas ante los efectos de la guerra de castas, la Revolución mexicana y la llegada del nailon al mercado. Además de ser vías de comunicación, son la entrada al territorio que habitan: el monte.

“En la visión maya, el monte es un espacio con el que convivo y donde me abastezco de recursos: de madera, de plantas, de animales, etc. Si queremos conservar la selva, no podemos dejar fuera a las comunidades que viven en ella”, dice Alberto Gutiérrez, quien, junto con su hermano Andrés, fundó EcoGuerreros, una organización para la conservación del medio ambiente. Ante la ruptura del tejido social comunitario, debida, entre otras cosas, a la migración de la fuerza laboral a Mérida, vieron en el turismo una herramienta para conservar el ecosistema, fortalecer la economía local y preservar la cultura, al compartirla con quien viene de fuera.

“Nosotros queremos ver un sureste caminable. Y los caminos son una invitación a la unidad e integración”, asegura Alberto. Una invitación que les hicieron a las comunidades dentro del anillo de cenotes de Yucatán para unirse en un proyecto en común: el Camino del Mayab, una red de más de 110 kilómetros de senderos que atraviesa la selva, conecta comunidades, pasa por haciendas, dirige a cenotes y deja huella en 243 personas de 39 organizaciones, entre ejidos, cooperativas y empresas familiares.

La cita para iniciar los cinco días de caminata fue a las siete de la mañana frente a la ermita de Santa Isabel, que, al haber sido el punto de partida del camino real de Mérida a Campeche, se ganó el afectuoso apodo de “la ermita del viajero”. Nos espera la camioneta que nos acompañará por toda la travesía; los 30 minutos de carretera son suficientes para que Andrea, fotógrafa de esta historia, y yo empecemos a conocer al grupo de ocho caminantes. Sin darnos cuenta, llegamos a un angosto sendero por donde sería imposible seguir con la camioneta y Marily, nuestra guía, indica que es momento de bajar todo lo necesario para empezar a marchar.

Al principio, todos caminamos juntos. La vereda, recta como flecha, está flanqueada por todo tipo de árboles que a ratos se unen en las alturas, creando un techo verde. No muestra su final. Tenemos los primeros kilómetros por delante con destino a Tzacalá. Marily lidera el grupo, mientras que José, guía de apoyo, se mantiene hasta atrás para evitar que algún distraído por una hoja, un fósil o el avistamiento de un ave se quede relegado. Andrea, con la cámara en mano, y yo, con los binoculares al cuello, solíamos pertenecer al segundo grupo.

Conforme pasan los metros, el ritmo físico se mezcla con el interno y cada quien define su cadencia. Hay quienes quieren acelerar al corazón con un ritmo más intenso; otros lo toman como una meditación activa y se enfocan en el paso que sigue. Y el que sigue. Y el que sigue. Lo cierto es que cada quien vive el sendero de forma diferente.

Al entrar a las calles de Tzacalá nos encontramos con el enorme casco de una exhacienda abandonada, coronado por una chimenea de aproximadamente 10 metros de altura y una enorme plaza en medio que rompe con cualquier escala que corresponde a un poblado de menos de 15 cuadras. “Decían los viejitos, tratando de romantizar las cosas, que la hacienda es el cascarón de un gran monstruo al que le dan culto. Un monstruo de bronce. Uno que hay que alimentar día y noche con toneladas de pencas de henequén para que escupa unas cerdas blancas que se ponen a secar, se empacan y se las llevaban sin que nadie supiera qué pasaba con ellas”. Cristian Sulúb, el joven comisario del pueblo, nos recibe para sellar nuestro pasaporte del Camino del Mayab, como lo hará un representante de cada comunidad que visitemos.

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La producción del henequén termina en las haciendas, pero su viaje apenas comienza. Las cerdas blancas eran hiladas para formar cuerdas tan resistentes que se convirtieron en las más cotizadas para usarlas en los barcos y la industria. Gracias a esta bonanza, un grupo de potentados yucatecos quiso proyectar la imagen de una Mérida moderna ante el mundo. A principios del siglo XX no había mayor exponente de riqueza y elegancia que la cultura francesa, y el sello por excelencia eran los Campos Elíseos. Con un gran camellón y amplias banquetas bajo la sombra de árboles, el Paseo Montejo, la avenida más importante de Mérida, está lleno de casonas y palacios afrancesados. Construidos con mármol de Carrara, resguardan del calor y la humedad a vajillas chinas, candelabros de cristal de Baccarat y pianos de cola ingleses que llegaban en los barcos provenientes de Europa y Asia, ávidos del “oro verde”.

La demanda era tal que para mantener encendidas las chimeneas –como la que está afuera del taller de Soledad–se necesitaba toda una comunidad alrededor de la hacienda.

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Lo que Yucatán no tiene de altura, lo tiene de profundidad. Una delgada capa de suelo cárstico separa la selva y a sus habitantes de un sistema de cuevas y ríos subterráneos. Los buzos han explorado hasta 150 metros de profundidad; lo que hay más allá aún es un misterio. Una reserva de agua dulce que lleva 60 millones de años formándose, desde que el meteorito que causó la extinción de los dinosaurios cayó al norte del estado. En el borde del cráter, el agua de la lluvia se filtró por las grietas de la tierra, erosionando el suelo hasta que el peso de los árboles derrumbó bóvedas que se convirtieron en cenotes, las entradas por las que los venados, los pájaros toh y los mayas tuvieron acceso al agua fresca, ideal para relajar el cuerpo después de todo un día de caminata.

Al aproximarse a un cenote de noche, toda racionalización sobre cómo se formó el lugar al que estás por entrar queda en el olvido y cruzas el umbral de lo primitivo para convivir con la completa oscuridad. Únicamente dependes de los sentidos. Los chillidos de los murciélagos rebotan en las paredes de la cueva y su aleteo, que suena más cerca de lo que me hace sentir cómodo, hace que agache la cabeza instintivamente. Así, encorvado y con los lentes –inservibles en este punto– empañados por la intensa humedad, bajo por la fría y empinada escalinata labrada en la piedra hasta que mi pie se sorprende con el agua fría. Después de un tiempo, los ojos se acostumbran a la poca luz de luna que escurre por la pequeña entrada. Prendo una lámpara infrarroja y entiendo por qué los antiguos mayas pensaron que esta era la entrada sagrada a Xibalbá. Estoicas y atemporales, las estalactitas que cuelgan en la caverna cobran vida y proyectan sombras sinuosas en la bóveda. Cada gota que se escurre por su relieve las alimenta con minerales. Gota a gota y milímetro a milímetro, han crecido ignoradas por la luz del día.

Me sumerjo y sería absurdo tratar de iluminar el abismo. El dzonot. Distante e intimidante, el negro profundo se extiende por cientos de metros de caminos subterráneos por los que se comunica la península consigo misma. Si el cenote de Sambulá y los de Xbatún, Dzombacal y Yaal Utzil que visitaremos en los días por venir están conectados, es un misterio. Pero me gusta pensar que sí.


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“Cuando era niña, yo nunca trabajé el henequén. Ahora vivo con él –nos cuenta Soledad mientras juega con una fibra entre sus manos–. Esta casa estaba abandonada y fue el espacio que la fundación (Fundación Haciendas del Mundo Maya) nos dio para trabajar”, continúa.

Antes de quedar abandonado, el edificio colonial con altos techos de teja fue la escuela de la hacienda; ahora es la escuela donde las mujeres de la comunidad pueden aprender a hacer artesanías con el henequén. Gracias a la fundación, una maestra artesana fue durante seis meses a compartir técnicas artesanales con las que podrían transformar las cerdas blancas: la corteza de tzalam para el color ámbar, la pulpa de la mora blanca para el amarillo y la semilla del achiote para el carmesí. No sólo aprendieron a trabajar con el henequén, sino con su entorno. “Al principio sacamos una mesa bajo un gran árbol y la gente que pasaba nos compraba nuestras artesanías; ahora somos una empresa formalmente registrada”, señala orgullosa.

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El rocío de la mañana y el olor que la hierba desprende al rozarla marcan el inicio de un día más de caminata hacia la hacienda de Yaxcopoil, donde nos espera José Guadalupe.

“Yo soy maya hablante, pero como no van a entender me obligo a aprender español”, dice entre risas José Guadalupe Tun Cuntuy (José Guadalupe Cueva de Piedra) mientras recorremos los distintos salones de la hacienda, con sus tapices originales y lavamanos importados de Inglaterra. A sus 60 años, José recuerda lo que era salir a las cinco de la mañana a los campos de henequén con tan sólo ocho años, hasta que en 1984 la hacienda dejó de producir el soskil. En su apogeo, la hacienda tuvo una extensión de aproximadamente 11,000 hectáreas, por las que solían pastar más de 2,000 cabezas de ganado. No fue sino hasta 1913 que los dueños importaron un motor alemán marca Körting para desfibrar las pencas de henequén. El estruendo que producía un motor de 100 caballos de fuerza en medio del cuarto de máquinas fácilmente podría describirse como el de un monstruo de bronce.

“Tienda de raya, escuela, botica”, José Guadalupe enlista algunos de los antiguos edificios que podemos ver desde el cuarto de máquinas y que ahora se mimetizan con el resto del pueblo de Yaxcopoil, cuyos 3,000 habitantes son un reflejo de la importancia que tuvo la hacienda antes de convertirse en museo.

Tejido de henequén.

Es mediodía y, a pesar de estar a unas semanas del invierno, el calor se hace presente. En Yucatán, las altas temperaturas y la privacidad no van de la mano. No es extraño caminar por las calles y que las ventanas, incluso las puertas, estén abiertas de par en par. Si se quiere dejar fuera a los moscos, un cartón de huevo quemándose al pie de la escalera impide que entren a la casa, lo que sea necesario para no cortar el flujo de aire. El suave ir y venir de una hamaca en movimiento, un calendario de los que reparte la compañía de gas colgado en la pared o un señor sin camisa en su mecedora son algunas de las imágenes que los voyeristas encuentran al caminar por las pequeñas calles de un pueblo yucateco. Pero lo que más me causa curiosidad es conocer a qué saben los platillos que preparan en esa cocina que veo al fondo. En todo viaje surge la pregunta “¿dónde se come el mejor platillo típico de la región?”. Y la respuesta honesta de un local normalmente sería “en casa de mi mamá, mi tía o de mi abuela”. Una buena cochinita pibil no empieza en la cocina, empieza a un metro bajo el suelo en el patio de las casas. O al menos es el caso en el hogar de Norma y Wilma María Calam Simá, quienes nos reciben con un mantel blanco de punto de cruz, agua de jamaica, frijoles colados, salsa de habanero y el plato estelar sobre una hoja de plátano. Antes de sentarnos hay que sellar el pasaporte del Camino del Mayab, como si los sellos previos fueran un requisito para entrar a su casa, para ingresar al Yucatán profundo.

Retomamos nuestro recorrido. Caminamos por un monte joven. Visto desde otra perspectiva, el abandono de cientos de miles de hectáreas de monocultivo da pie a que la selva reclame lo que es suyo: el territorio. Las haciendas protegieron las enormes ceibas de sus entradas, pero desplazaron las de sus campos. Las albarradas de piedra que parecen sostenerse por las raíces de las plantas que crecen en sus grietas; las mariposas que se reúnen alrededor de los charcos de la última lluvia de la temporada; las enredaderas que trepan por los árboles; las lianas de los árboles que buscan el piso. Más que caminar por la selva, hay tramos que se sienten como una caminata por un enorme jardín botánico. Tzalam, chukúm, pich, añil, laurel, guano; el chaká y el chechén, destinados a crecer siempre juntos. Un tapiz verde que requiere el ojo entrenado de Marily y José para diseccionarlo. Y, de pronto, una pequeña colina. Unos pocos metros de elevación son suficientes para transformar el paisaje plano de la península. La luz del atardecer de otoño suaviza los tonos verdes y llena el cielo de rosa. Si José María Velasco hubiera pintado Yucatán, probablemente habría elegido un paisaje como este.

Tendremos que recorrer los últimos kilómetros de noche. Cambiamos el aleteo de las mariposas por el tintinear de las luciérnagas y la calma del atardecer da paso al ruido de los animales nocturnos. El grupo se compacta y la caminata deja el sentido de esparcimiento y recobra el de método de transporte del punto A hasta el punto B: las cabañas que nos esperan para pasar la noche en Sacalum.

Al día siguiente caminamos desde temprano para llegar a nuestra cita con Soledad en X-Kanchakán. Como en cada recorrido, la cercanía del pueblo está anunciada en los últimos metros con basura a un lado del camino. Como si del monumento al sendero se tratara, el truck que brilla bajo el incesante sol de la mañana a un lado de la chimenea de la exhacienda le da sentido a los durmientes de madera sobre los que descansaban los rieles que encontramos a la mitad del sendero en los últimos días de caminata. Esta pequeña locomotora era el medio de transporte de las pencas de henequén hasta el cuarto de máquinas de las haciendas, donde un motor enorme las procesaba para crear cerdas blancas que después serían exportadas a los puertos del mundo.

Al salir al taller donde Soledad y un grupo de artesanas aprendieron a trabajar con el henequén y su entorno, en nuestro último día de caminata, nos encaminamos al solar de la familia Puch Tun. El solar maya es el aprovechamiento del patio para el autoconsumo, un espacio inmediato de convivencia y resistencia. Guajolotes y gallinas para la carne y el huevo, la milpa para los vegetales, el jardín de plantas medicinales para los remedios y la abeja  melipona para que todo perdure.

Contrario a su prima más popular, la Apis mellifera, la melipona es endémica de esta región y ha forjado una relación simbiótica con la cultura maya desde hace cientos de años. Kaab, en maya, tiene cuatro significados: abeja, miel, tierra y mundo.

La miel que produce esta especie es escasa, pero cuenta con propiedades medicinales, tiene un sabor más kabax y un olor perfumado, fruto de la floración de la temporada. La abeja sagrada maya no sólo le ofrece más al humano, sino que exige mayores cuidados. Al no tener aguijón, necesita dos casas: la primera es el jobón, un tronco que hay que vaciar para que las abejas lo puedan habitar; la segunda, una palapa con un pequeño carril de agua en el borde para que las colmenas descansen a salvo de las hormigas.

“¿Sientes el olor a guayaba del mercado?”, indica Elisa, al mostrarnos el interior de un jobón. En lugar de crear panales de forma hexagonal, las meliponas construyen estructuras circulares; en algunas esconden polen, en otras la miel. No tenemos mucho tiempo para ver a las abejas caminar apaciblemente porque mantener abierto el jobón pone en riesgo a la colmena ante la posible llegada de la mosca nenem. Sin un arma con la cual defenderse, las meliponas dependen de la fortaleza del jobón para proteger sus reservas de miel, por lo que una de ellas nunca abandona su puesto de guardia en la única entrada. Cada abeja tiene un papel en la colmena. El de unas es explorar el exterior para traer polen, mientras que otras se aseguran de que las que salieron no traigan una enfermedad de fuera. Por eso, la abeja guardián examina cada espécimen antes de dejarlo pasar. Si en el ajetreo identifica una nenem intentando infiltrarse, sacrifica su vida por la colmena bloqueando la entrada con su cabeza, decapitándose.

“Antes, el cuidado de las abejas era un trabajo que sólo podían hacer los hombres”, continúa Elisa mientras nos muestra el jardín de plantas aromáticas y medicinales que rodean la palapa de las abejas. “La fundación nos enseñó a trabajar con ellas y ahora, en lugar de jobón, usamos cajas porque nos facilita cuidarlas”, añade. Desde que se incorporaron al Camino del Mayab, esta empresa familiar puede comercializar los frutos de esta relación animal-humano sin tener que salir de su comunidad. En palabras de Andrés Gutiérrez: “Al ayudar a generar opciones de empleo en las comunidades, evitamos el abandono de la casa, del territorio. Y el turismo es un motor que obliga a que la gente se mueva, y nosotros la dirigimos a estas comunidades”. El movimiento que se busca es uno que ayude a aprender, no a abandonar.

Que el alfabeto maya lo constituyan 45 letras y un apóstrofo, que para el maya el mundo lo sostenga el caparazón de una tortuga, que haya 22 deidades principales, que la cruz de los altares de hanal pixan sea verde para simbolizar a la yaxché… Más que una ceremonia de cierre del Camino del Mayab, el rito con un chamán maya en el cenote de Yaxputul sirvió para darnos cuenta de que aún hay mucho por aprender. “Me gusta que, aunque se ha perdido mucho del conocimiento con el que yo crecí, gracias a esto se van a llevar aunque sea un poquito”, comparte Marily con el grupo. Por su parte, José concluye: “Hicimos una mezcla de lo que ustedes saben y lo que nosotros vivimos. Siempre hay que tener respeto por cada lugar al que lleguemos y valorar nuestras raíces. Ya saben dónde vivo”.

Hay muchas versiones del Camino del Mayab. Para conocer todas las diferentes modalidades y paradas que uno puede hacer, visita caminodelmayab.com.

 
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