Es hora de aceptar que la cultura filipina es nuestra cuarta raíz

Para contar 500 años de historia e intercambios entre Filipinas y México, más que un ingrediente o un plato hace falta un festín.

03 Aug 2023

Verde o maduro, firme o suave, como botana al lado de una copa de mezcal o como postre. No sé ustedes, pero uno de los mayores placeres mundanos que conozco es comer un mango. Con las manos o con una cuchara. Haciendo un batidillo o conservando las formas. Con un poco de sal y chile en polvo o solito, disfrutando su dulzura. ¿Ustedes qué dicen? 

El mango es una fruta común, ¿cierto? Vamos, nadie se para en la calle para hacerle una reverencia a un árbol de mango –que yo sepa–. Nadie se asombra de ver un cerro de mangos con tonalidades verdes, rojas y amarillas en el puesto del mercado. Nadie celebra el Día del Mango –tal vez deberíamos– y definitivamente nadie pasará a los anales de la historia por hacerle odas y reverencias a esta fruta. 

Pero, en esta historia, si me lo permiten, el mango es ya uno de los protagonistas. Es un tema de conversación. Es el fruto de un árbol frondoso a la entrada del restaurante La Sal, en Manzanillo. Es el cobijo de las mesas y los comensales, listos para celebrar el tercer aniversario del lugar. Este árbol de mango es la sombra y es la fiesta. Es el refugio del calor húmedo de la ciudad. Es el árbol que los padres del chef Nico Mejía plantaron en la entrada de la casa de su infancia. Es el sabor de lo conocido, de lo familiar, y, para este chef, es el pretexto perfecto para hablar de la relación, histórica esa sí, entre Filipinas y México. 

Para ahondar en este intercambio bilateral y transpacífico, la autoridad es la doctora Paulina Machuca, una investigadora colimense que se ha dedicado a explorar el efecto que los viajes del Galeón de Manila tuvieron en las expresiones de la vida cotidiana de ambos países, y particularmente en Colima. Porque los productos comestibles no son lo único que llegaba en las embarcaciones. Con ellas arribaron también hombres, mujeres, costumbres, formas de vida, artefactos, herramientas, cosmovisiones. Ya lo dijo Rafael Bernal: “Las rutas de comercio no sirven tan sólo para llevar mercaderías […] llevan también hombres y, con los hombres, las ideas, las palabras, las maneras de vida, las artesanías y las artes”. 

(Y aquí es necesario que hagamos un breve paréntesis cultural.) 

Para quien no lo sepa, el Galeón de Manila es una embarcación, o un grupo de embarcaciones –puntualiza la doctora Machuca–, que durante dos siglos y medio realizó viajes transoceánicos entre Manila y los puertos de la Nueva España. Machuca cuenta entonces que, si bien el puerto de Acapulco era el lugar designado por la Corona para los desembarcos, el Galeón encallaba con regularidad en el puerto de Salagua, en Manzanillo. “Fue así como numerosos asiáticos (conocidos en la Nueva España como ‘indios chinos’) desembarcaron en territorio colimense y se establecieron en las haciendas de palmas, muy familiares para ellos por tratarse de una planta de origen asiático. Los filipinos enseñaron diversos usos del cocotero (Cocos nucifera), desde bebidas, comidas, utensilios y casas habitación conocidas como palapas; esta herencia pervive actualmente y es parte de la vida cotidiana de los colimenses”, explica Machuca en Colima y Manila: dos ciudades hermanadas por la historia

La llegada del cocotero a México no es un hecho menor, sobre todo en Colima, conocida popularmente como “la ciudad de las palmeras” y donde la cocada y la tuba –una bebida que se obtiene de la savia de la palmera– son productos arraigados e icónicos. “Lo más sorprendente es que pocos habitantes saben que la palma de coco –símbolo de identidad del colimense– no es un árbol nativo de la región, sino que llegó a esta zona como resultado de un largo proceso de transferencias entre el sudeste de Asia y la Nueva España, iniciado a partir del siglo xvi. Esta planta se ha arraigado tan profundamente que no ha dejado rastro en la memoria colectiva: naturalmente el coco es colimense”, apunta Machuca. 

De ahí la importancia de repasar esta historia. No sólo en Colima, sino en México. “Es hora de aceptar que la cultura asiática, y más concretamente la filipina, es nuestra cuarta raíz. Difundamos esta información para celebrar que la mexicana es una cultura mestiza y rica en tradiciones”, resalta Machuca. Es hora de repasar quién y cómo se cuenta la historia.

De vuelta a la fiesta

La hermandad entre Manila y Colima es palpable y, a mis ojos, comestible. Así lo prueban dos chefs. El invitado de Asia, JP Anglo, y su anfitrión mexicano Nico Mejía. Cuatro manos que llevaban un tiempo queriendo cocinar juntas, desde que los chefs se conocieron en España durante un congreso gastronómico y empezaron una conversación sobre las similitudes de sus despensas y cocinas.

Así, y porque la historia tiende a repetirse, para el tercer aniversario del restaurante La Sal, y para los festejos del aniversario 500 de la ciudad de Colima, Mejía invitó a Anglo a poner sobre la mesa esa hermandad de la que habla Machuca, a explorar los puntos en común y las discordancias, a navegar esa ruta desde la modernidad, a contrastar sus estilos de cocina y, simplemente, a cocinar y comer rico. “Tenemos mucho en común, muchos ingredientes. La tuba, aunque nosotros no la bebemos, la fermentamos”, nos contó el chef Anglo durante los preparativos para la celebración.

El menú, en el que también participó el chef Carlos Valdez, del restaurante Tatanka en La Paz, Baja California Sur, fue un recorrido free style por varios territorios e influencias. Para exaltar los productos de la región, por ejemplo, Nico Mejía preparó un ceviche de parota, de sabor y olor dulce, producto de otro árbol grande, frondoso y llamativo que puede verse en las calles de Colima. Lo aderezó con vinagre de tuba.

Como un elogio a los productos del mar y los sabores osados de la Baja California, Carlos Váldez preparó atún con mejillones salvajes y una fideuá. Anglo preparó un plato inspirado en la comida callejera filipina: un pollo (manok) a la parrilla cargado de sabores agridulces, que se combina con tuba y arroz, y que, de preferencia, se come con las manos.

El final es un cierre que vuelve a evocar los viajes del Galeón de Manila: el postre del “indio chino”, bautizado así por Mejía; preparado con manzana de coco –una esponja comestible que se extrae del coco cuando madura– rellena de la florescencia de la palma de coco y guamuchiles en una sopa fría de mango, esa fruta fresca que ya podemos empezar a mirar con los lentes de la historia.

El apéndice para la sal

Ningún viaje, gastronómico al menos, por la historia y por Colima estaría completo sin una visita a la laguna de Cuyutlán, donde se establecieron las cooperativas de salineros que pizcan uno de los granos más apreciados del mundo, uno que ha servido a la humanidad para conservar y sazonar, y que ha sido motivo de largos litigios.

Aunque Cuyutlán vio tiempos mejores, cuando fue un destino turístico para la “temporada balnearia” de 1900, hoy una visita a la salina es el espectáculo: una ilusión visual de espejos de agua, vetas, reflejos y montañas de sal que se muestran en cada día de pizca.

“La sal no se extrae del agua, sino del subsuelo”, aclara Mejía, con el pecho erguido de orgullo por un producto que, por su calidad, ha sido parte del comercio de Colima. “No la sacan de la laguna porque está sucia; la tierra la usan como un filtro natural”, añade.

“Agarren un pedacito de mango y muérdanlo con un poco de sal, póngalo debajo de la lengua y díganme a qué sabe”, indica Mejía, en un ejercicio para poner a prueba la calidad de esta sal, a la que se cuida y se le pizca con la debida atención, que no sólo se derrite, sino que es un potenciador de cualquier sabor que se le ponga enfrente. “Es una diferencia abismal –dice Nico–. Si le pones sal al mango, te sabe a un mango salado. Si le pones esta sal de Cuyutlán, que es la mejor sal del mundo, el mango te sabe a
un súper mango”, afirma el chef para concluir el viaje con un atardecer colorido y los granos de sal que han movido las mareas del mundo.

 

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