7 horas de travesía a pie en el Bosque Otomí Mexica

Este recorrido por uno de los ecosistemas más extraordinarios del Estado de México es un reto digno de ser probado.

19 Aug 2022

Nada te prepara para una experiencia de hikking de montaña, por más que hayas hecho otras similares. Así como ningún viaje se repite aún visitando el mismo destino, cada recorrido de senderismo te revela nuevas facetas de la naturaleza, pero sobre todo de ti, de tu entorno.

En el caso de la experiencia por el Bosque Otomí-Mexica (en el municipio de Temoaya, Estado de México) organizado por Voortus, nada pudo ser más distinto a lo esperado. En primer lugar, por la sorpresa de encontrar paisajes que remiten a los de Nueva Zelanda pese a estar sólo a hora y media de CDMX.

En segundo, porque la experiencia grupal que inicia con una tímida presentación de los viajeros, termina por aunarte con personas que probablemente no vuelvas a ver y eso te recuerda que también el entorno natural lo componemos nosotros.

A lo largo del recorrido por la Sierra de las Cruces, en el Bosque Otomí-Mexica, atraviesa ocho valles.

Pero sin duda, lo más impresionante es que a medida que avanzas a través de bosques y praderas inundadas de vegetación y sorpresivos hongos de todo tipo, especie y tamaño, te encuentras con el mayor reto no tanto físico como mental.

Ese reto es lograr que la caminata de siete horas en ascenso por la Sierra de las Cruces, que alcanza los 3,500 metros de altitud luego de atravesar ocho valles, se sienta placentera, se sienta al menos plácida, se tolere, se sobrelleve y que al llegar a la cima goces del placer único de los senderistas de la meta alcanzada. Pero vayamos por pasos.

Primero, un recibimiento en la presa

Llegamos a las 7:30 a las aguas calmas de la Presa Iturbide, una de las siete que conforman el sistema Cutzamala. El aire es fresco y húmedo, la vegetación frondosa y una ligera nube, casi translúcida, nubla los pinos a lo lejos.

Nos reciben con infusiones y fruta, un desayuno tan frugal que hace pensar que el camino será sencillo. Entre nosotros reina la emoción por lo que iremos a descubrir a medida que inicie el recorrido.

Vistas de la Presa Iturbide, donde inicia el recorrido.

Hacemos una ronda para presentarnos y el grupo resulta ser -como siempre en estas experiencias- de lo más diverso y variopinto, pero ninguna autodefinición ni presentación dirá tanto de nosotros como lo que nos revelará la experiencia.

Allí estamos periodistas, fotógrafos, chefs, una familia, dos cumpleañeros, un escritor de novela policial, una diseñadora que tiene por costumbre viajar con un peluche que fotografía en cada destino y una ucraniana residente en México que habla perfecto español.

Este es uno de esos momentos de los viajes en que parecen presagiar algo, y, en efecto, lo que vendrá luego es una aventura excepcional.

Primer tramo: encuentro con el universo fungi

Este recorrido en el Bosque Otomí-Mexica se realiza en temporada de lluvias, en particular durante agosto, mes en que se colectan los hongos de la zona. No gratuitamente a este periodo se lo conoce como “Hongosto”.

Alrededor del universo fungi hay tanto por decir que sería imposible resumirlo aquí. Pero si a eso se le agrega que en México existen 250,000 especies (aunque sólo han sido reconocidas e 4%), 350 de ellas creciendo en forma silvestre, el tema se vuelve abrumador.

En la zona del Bosque Otomí-Mexica han sido reconocidas unas 350 especies de hongos.

El recorrido nos lleva entre zonas boscosas tupidas de encinos y pinos; bajo nuestros pies el paisaje varía de suelos cubiertos de enormes rocas, a trozos de obsidiana y vidrios volcánicos, una base cenicienta de tonos negros, ocres y rosas, partes marcianas en las que la tierra luce entre roja y naranja, y otras casi celestiales en las que el piso cubierto de musgo resulta un placer para los pies cansados de tantos pasos. En los lados del sendero artificial trazado para los caminantes como nosotros, vemos los hongos.

En el territorio de Temoaya, un estudio encontró 86 especies, los cuales se conocen con 221 nombres en español y 35 en otomí. Las especies con mayor importancia cultural fueron Helvetia lacunosa, Lactarius deliciosus y Gomphus floccosus.

La Amanita muscaria, más conocida como “matamoscas”.

En nuestro recorrido vemos abundantes Amanitas muscarias, más popularmente conocidas como “matamoscas”, y que remite en automático a caricaturas y cuentos infantiles con su tono rojo intenso y sus esporas blancas que anuncian su toxicidad; las Amanitas rubescens, de tonalidad rosa clara y pariente de la anterior, aunque comestible; y Psathyrellas, una familia que cuenta con 400 especies casi todas en tonos claros, ocres o arena, que crecen en ramilletes y de escaso valor nutritivo y alimenticio.

Nuestros guías locales nos enseñan a reconocer aquéllos que pueden resultar tóxicos, los que de plano son alucinógenos y de entre los comestibles, los que se encuentran en buen estado para su consumo.

16 kilómetros tierra arriba

Por momentos (o casi siempre) nuestra caminata tiene algo de epopeya, de heroico. Primero, porque cruzaremos arroyos caminando sobre troncos húmedos, o los atravesaremos en un salto largo, con algún apoyo como una roca o una mano que nos espera del otro lado para no caer.

También caminamos entre cornisas: a un lado la vegetación abundante y del otro, el abismo.

Sorteando arroyos, piedras y hongos.

Caminamos casi sin tomar descansos porque el recorrido es largo, porque la curiosidad es más fuerte, y porque cuando sentimos que ya no podremos dar un paso más hacia arriba sobre el terreno húmedo y en partes resbalosos aparece, como por arte de magia, una planicie abierta, una pradera, uno de los siete valles que se deben cruzar antes de llegar al octavo, nuestra meta, donde además de formarse un lago temporal (en época de lluvias), nos espera la recompensa: un ramen con hongos de la zona.

Izq.: nuestra colación para seguir rumbo. Der.: recolectando hongos para la comida.

Al comienzo de la caminata, cuando llevamos ya un buen tramo y alcanzamos uno de los primeros valles, donde unas rocas monumentales, que parecen obras de arte creadas por una antigua y extinta civilización de gigantes, pero cuyo origen es más bien volcánico, nos ofrecen una meditación guiada.

La intención no sólo es bajar los decibeles de ansiedad que traemos de la ciudad, también reconectar con el espacio natural.

A partir de ese momento, nuestros guías nos sugieren seguir el sendero del río en silencio, prolongar esta especie de contemplación espiritual que nos indujo la meditación.

De las praderas a la vegetación tupida.

Cada quien responde a su manera: la joven de Ucrania enciende un palo santo y humea el bosque; la diseñadora desenfunda su peluche y le hace una foto sobre el fondo rocoso. Intento observar en silencio la vegetación que respira en forma invisible y en esa contemplación intensa y casi obsesiva descubro los aromas del bosque.

De repente, el camino se vuelve angosto, esquivamos ramas y plantas, de a cada paso, éstas exhalan una mezcla de perfumes tan exquisitos que quisieras conservarlos en algún lado.

Muchos visitantes aprovechan para venir con sus mascotas.

Vana tarea, imposible, la de llevarse un recuerdo inmaterial. Aún así, olemos las hojas, las acariciamos para que dejen su fragancia en nuestras manos, gestos pequeños que nos guiarán a través de la memoria al souvenir intangible del bosque.

El fin del viaje es coronado con una comida en el octavo valle, a 3.500 metros de altitud.

El triunfo llega en el octavo valle: casi como si hubiéramos recorrido todos los círculos de La Divina Comedia, nos sentimos en el paraíso. Nos servimos un plato de ramen, un lujo en plena sierra, con el que cerramos una travesía que difícilmente habremos de olvidar.

next