Islandia: explorando un desierto verde

Un recorrido por las maravillas naturales de Islandia, sus cascadas y glaciares, a través de la lente del fotógrafo Charlo Fue.

06 Jun 2025
Vista panorámica de la cascada Dettifoss, al noreste de la isla.

Vista panorámica de la cascada Dettifoss, al noreste de la isla.

Cuando Flóki, el personaje místico de la serie Vikingos, llegó a Islandia, quedó abrumado por la poderosa belleza de aquella tierra aún sin nombre. En su delirio, pensó que había llegado al mismísimo Valhalla. Estaba convencido de que ese territorio salvaje y cubierto de neblina debía ser la morada de los dioses. Confieso que, cuando puse un pie en Islandia, algo dentro de mí resonó con esa misma impresión. No soy vikingo ni navegué en un drakkar impulsado por la fe o la locura, pero al mirar los paisajes imposibles que se extendían frente a mí –montañas cubiertas de nubes, cascadas que caían sin fin y campos de lava que aún parecían arder–, entendí a Flóki.

Trekking por el glaciar Fjallsjökull.
Trekking por el glaciar Fjallsjökull.

Mi viaje a Islandia comenzó a finales de junio, aún a tiempo para presenciar el fenómeno del sol de medianoche: ese verano islandés cuando el sol apenas roza el horizonte y las noches, en realidad, no existen. Al aterrizar, un amigo me esperaba en el aeropuerto y así comenzó la aventura en un cuatro por cuatro con rumbo al norte, con el objetivo de rodear la isla en 10 días y capturar las mejores fotos que pudiera. Viajar a esa región no es fácil en invierno: el clima extremo y los caminos cerrados la vuelven casi inaccesible. En verano, en cambio, muestra su cara más salvaje y luminosa.

El cráter de la caldera volcánica de Krafla, con su icónica laguna verde.
El cráter de la caldera volcánica de Krafla, con su icónica laguna verde.

Como Flóki, mi primer contacto con la isla fue el agua. Frente al fiordo de Hvalfjörður me sumergí en las termas de Hvammsvík. El vapor subía mientras mi cuerpo se relajaba, para luego saltar al agua helada del fiordo: un choque brutal, casi espiritual. Islandia me recibió con fuerza y sin suavidades.

Seguimos avanzando hacia el norte de la isla. Las carreteras islandesas revelan, en cada curva, un paisaje nuevo, inesperado. Llegamos a Akureyri, la ciudad más al norte del país. Desde ahí se abre el fiordo de Eyjafjörður, famoso por el avistamiento de ballenas y por ser un paraíso para fotógrafos, como yo, que pueden pasar horas capturando aves en vuelo o esperando a que una orca salga a respirar.

Después de pasar por Húsavík, Ásbyrgi, Dettifoss y Hengifoss –lugares donde el paisaje parece transformarse una y otra vez–, llegamos al cráter de un antiguo volcán que hoy guarda una laguna de un azul turquesa casi irreal. A estas alturas, ya entendemos que foss significa cascada en islandés, y cada una que hemos visto parece querer superar a la anterior en fuerza y belleza. Dettifoss, por ejemplo, es simplemente imponente, ya que es la catarata más grande de toda Europa y el volumen de agua que arrastra es incluso aterrador; Hengifoss, en cambio, es la más alta del país, una caída delgada y elegante que desciende entre capas de basalto. Subimos la ladera del cráter Kerið y desde la cima el paisaje parece una mezcla entre Marte y la Luna: árido, rojizo, circular, pero con un corazón brillante de agua. Es uno de los lugares más memorables del viaje, si es que aún se puede decir eso después de tanto asombro. En Islandia, todo es una oda a la tierra en su forma más esencial.


A estas alturas, ya entendemos que foss significa cascada en islandés, y cada una que hemos visto parece querer superar a la anterior en fuerza y belleza.

El norte de Islandia es remoto y quizá esté alejado de los intereses de la mayoría de los turistas. La distancia entre cada poblado es considerable y las largas jornadas en auto pueden llegar a ser extenuantes. Finalmente, llegamos al lugar más aislado en el que me he sentido: Fjallakaffi, un pequeño asentamiento de no más de tres casas y un bed and breakfast. Este sitio se encuentra sobre una llanura que, en otro tiempo, fue un gigantesco glaciar.

El pico Hvannadalshnjúkur, el punto más elevado de Islandia.
El pico Hvannadalshnjúkur, el punto más elevado de Islandia.

Fue en ese punto del viaje cuando caí en cuenta de algo revelador. Aunque durante todo el recorrido nos vimos asombrados por la belleza de Islandia, comprendimos que estas tierras son, en esencia, un gran desierto: un desierto verde, donde lo único que abunda es el agua y el hielo. Cultivar algo sin el apoyo de la tecnología moderna es prácticamente imposible. Islandia posee muy poca biodiversidad; su único animal endémico es el zorro ártico. Y si eso ya suena extremo, basta imaginar lo que era intentar mantenerse caliente en invierno sin fuego, pues los árboles no son comunes en la isla. En realidad, hay apenas un par de bosques, todos introducidos por el ser humano.

Comenzamos el descenso hacia el sureste, una región que, para mí, se siente como ver la tierra temblar mientras suena Olsen Olsen, de Sigur Rós, de fondo. El paisaje es majestuoso, casi violento en su belleza. El camino arranca entre montañas que parecen seccionadas con cuchillo, donde se ven capas de tierra apiladas como la historia misma del planeta. Más adelante, el mar aparece a un lado y el horizonte se abre, pero siempre acompañado por gigantes de roca que se alzan a nuestro paso.

Una neblina espesa cubre partes del camino, dejando ver sólo fragmentos de montaña, como si el paisaje se revelara por escenas. Cada kilómetro cambia todo: el clima, la luz, el color de la tierra. En esta parte del país, todo se mueve, todo respira. Es imposible no sentirse pequeño frente a tanta fuerza.

Los últimos días en Islandia los pasamos en el famoso Círculo Dorado, al sur de la isla, donde pudimos ver de cerca el imponente glaciar Vatnajökull, una masa de hielo que parece detener el tiempo. Hicimos una caminata sobre sus entrañas congeladas, equipados con crampones y cascos. Cada paso fue un recordatorio de lo viva que está esta tierra. Porque aquí el fuego y el hielo no son opuestos, son cómplices: montañas nacidas del magma conviven con glaciares milenarios y volcanes activos laten bajo capas de hielo eterno.

Islandia no se termina. Te invita a volver con otros ojos y en otra estación. Ya sea durmiendo en una van frente a un fiordo o en un hotel minimalista que se funde con el paisaje, hay muchas formas de recorrer esta isla. Todas distintas, todas válidas. Lo que importa es dejarse llevar y, como Flóki, estar dispuesto a dejarse transformar por lo que uno encuentra.

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