En las montañas que separan Montenegro, Albania y Kosovo reinaba una antigua ley nacida del sincretismo de una herencia griega y otomana. El territorio del Kanun, donde la sangre se pagaba con sangre y el asesinato era gravable.
El Kanun dicta que la matanza de un familiar (o de un huésped) debe ser vengada, luego de 24 horas de tregua y de conceder una semana al asesino para pagar el impuesto por el asesinato. Una vez que un hombre mata, viaja para pagar su impuesto al príncipe y vuelve; ha de vivir el resto de su vida dentro de su casa, en los pocos senderos protegidos por la tregua o en una torre, recluido con otros hombres en su misma situación. Un claustro de asesinos reacios. Sólo serían vengados los varones.
Hoy, los turistas podemos transitar por estos caminos. Después de un final de siglo violento, bajo la dictadura paranoica de Enver Hoxha, las provincias fronterizas de los tres países se propusieron un proyecto en común para propulsar la economía local: fomentar el senderismo por los picos de los Alpes balcánicos.

Pareciera, entonces, que fuimos en busca del fantasma del Kanun, pero la verdadera motivación era mucho más simple: encontrar, dentro de Europa, una ruta de senderismo donde pudiéramos acampar en las montañas. Para nuestra sorpresa, descubrimos que la acampada libre está prohibida o restringida en la mayoría de los parques nacionales y las áreas protegidas de la Unión Europea. Así fue como dimos con esta joya de ruta, poco concurrida, que nos permitió conocer Albania acampando en sus entrañas.
Las llaman las “montañas malditas” por ser prácticamente impenetrables, debido a su geografía imponente. Tanto así que, durante la dictadura de Hoxha, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta su muerte en 1985, esta región era vista con sospecha debido a su lejanía y fuerte identidad local. El régimen autoritario tenía poco control en las montañas, por eso algunos disidentes políticos buscaron refugio en los pueblos de la zona.
En Abril quebrado, la novela de Ismail Kadaré que retrata el ciclo de muerte dictado por el Kanun, el lector tiene la impresión de estar ante un relato de la edad media o de los siglos perdidos entre esta y la dictadura de Hoxha. En un momento del relato, el protagonista se detiene por un ruido ajeno a las montañas y observa un avión comercial cruzar el cielo. Esa imagen sirve para entender el verdadero aislamiento de estas montañas, donde ciertas tradiciones estaban tan arraigadas que lograron mantenerse vivas hasta bien entrado el siglo XX.
Hoy día se puede llegar en coche, pero hay que tomar una carretera tan serpenteante como si estuviera en la sierra de Oaxaca. El conductor –un montenegrino amable y algo bromista– nos advirtió con una sonrisa que tuviéramos cuidado de no vomitar. Así, curva tras curva, nos fuimos acercando al pequeño pueblo de Vusanje, un punto poco habitual para iniciar la ruta de los picos de los Balcanes. La mayoría comienza por Theth, pero nosotros decidimos modificar el trayecto para caminar sólocuatro días, en lugar de los 10 que toma completar el circuito entero de 192 kilómetros que atraviesa las regiones montañosas de Albania, Kosovo y Montenegro.
Las llaman las “montañas malditas” por ser prácticamente impenetrables, debido a su geografía imponente.
El color del campo era de un verde muy vivo, había vacas, borregos, golondrinas y flores silvestres. Al fondo se escuchaba música folclórica, en una lengua que no comprendíamos. Como teníamos tiempo antes del almuerzo, decidimos explorar un poco el pueblo de Vusanje. Guiados por el sonido, llegamos a una explanada con un pequeño escenario de madera, puestos de comida y un río helado que servía como refrigerador improvisado para cervezas y refrescos. Seguimos el cauce hasta llegar al manantial del que brotaba el agua. Algunas personas llenaban botellas, pero nadie se metía al río, a pesar del calor. Como buenos turistas, nos quitamos los zapatos y metimos los pies. El agua era tan fría que se sentía como agujas en la piel. Un joven se rio de nosotros y, con el mejor inglés que logró, nos dijo que era “zero percent water”. Entendimos que hablaba de agua a cero grados centígrados.

Volvimos a la zona del carnaval, donde se jugaban partidos de futbol y se organizaba una carrera de caballos entre jóvenes que venían de pueblos vecinos. Una chica nos dijo, con entusiasmo, que se habían reunido “todos los albaneses del mundo”; esto nos produjo cierta confusión, ya que estábamos en territorio montenegrino. Hombres y mujeres vestidos con sus trajes típicos nos mostraron que la identidad albana se extiende más allá de las fronteras establecidas por los Estados nación y que la vida en las montañas es muy distinta de aquella de los albanos de las costas del sur. Había una energía festiva que nos acogía sin exigirnos pertenencia.
Amaneció temprano, desayunamos en la casa de huéspedes y nos alistamos para salir. En mi mochila azul llevaba toda la ropa del viaje, el sleeping bag, la almohada, el lunch y la mitad de la tienda de campaña; la otra mitad la llevaba Iñaki, el fotógrafo del viaje. Desde que comenzamos a avanzar por las pequeñas calles del pueblo se instaló en mí una sensación de aventura: durante los próximos días caminaríamos entre crestas y valles, atravesando pasos montañosos. Me intimidaba la idea, aunque no era la primera vez que lo hacía. Nuestro único guía era el circuito que había trazado Andrés –quien diligentemente nos obligó a mí y a Ana Lucía a descargar el mapa por si un celular se quedaba sin pila– en la aplicación MapOut, con la que podíamos seguir la ruta planeada e incluso ver senderos aledaños que siempre son útiles en caso de imprevistos.Además, en todo el sendero la ruta estaba señalada con letreros o marcas pintadas en rocas y árboles.
Durante la primera parte de la caminata agradecimos el clima: a diferencia de otros lugares de Europa (en ese verano, Atenas alcanzó los 45 °C), el calor era soportable incluso bajo el sol. Más adelante pasamos junto a una cascada pequeña y después nos adentramos en un bosque donde el follaje formaba un cielo verde. Al salir descubrimos un valle amplio custodiado por montañas a ambos lados. Eran bellísimas, pero también intimidaban: sabíamos que pronto tendríamos que ascender una de ellas. Ese valle debía ser un lago de deshielo, el primer sitio donde íbamos a recoger agua.
Nos adentramos en un bosque de árboles altos y delgados. Entre sus hojas se filtraba una luz verdosa. Bajo su sombra se escondía la subida más empinada del día. La relativa frescura nos permitió no agotar los dos litros de agua con los que cargaba cada uno, pero, al salir del bosque al sendero ancho y plano, empezamos a sudar y beber. Antes de llegar a la siguiente subida empinada encontramos un par de refugios improvisados, con techos a la altura de nuestro ombligo. Aquí, el mapa indicaba que habría una fuente de agua; por un momento creímos que la información era errónea, lo cual era un problema mayor porque, sin agua en un lugar tan remoto y solitario, podíamos estar en grave peligro.
Después de dar vueltas por el lugar descubrimos que algún habitante de las montañas logró redirigir parte de un manantial usando mangueras para llenar bebederos para sus cabras. Un hilo delgadísimo de agua corría por las mangueras colocadas por este desconocido y con mucha paciencia fuimos rellenando botella por botella antes de seguir nuestro camino. Este incidente me hizo experimentar el miedo a una falla tan básica como no tener suficiente agua para el trayecto. Esto es algo que, si se planea bien la ruta, no debe de ser un problema, pero si hay algún mal cálculo, no hay mucho espacio para la improvisación, como sí lo es encontrar dónde acampar y pasar la noche.

Comenzamos a subir por una ladera sin árboles, a causa de la altitud. Fue ahí que vimos, por primera vez, un domo de concreto incrustado en la montaña: ¿refugio?, ¿torre de vigía? Nos sorprendió. Iñaki nos había contado de las torres en las cuales el Kanun obligaba a los asesinos a encerrarse para evitar la venganza, pero esto no parecía un sitio donde alguien pudiera vivir. Sería días más tarde cuando nos enteramos de que Enver Hoxha había ordenado la construcción de alrededor de 700,000 búnkeres por todo el país, incluso en regiones tan remotas como esta. Eran parte de su política de defensa ante una posible invasión extranjera. La visión del búnker nos provocó un escalofrío. Sólo sabíamos del Kanun y sus ciclos de venganza. Ahora veíamos esta otra marca del encierro, la amenaza, el aislamiento. Una historia paralela de violencia incrustada en el paisaje.
Ya con el cansancio acumulado, continuamos ascendiendo hasta llegar al punto más alto de ese día: el paso Peja, a 1,715 metros sobre el nivel del mar. Ahí nos encontramos con un lago de una quietud casi sagrada. En sus orillas crecían flores lilas que danzaban con el viento, mientras que en sus aguas nadaban tranquilamente salamandras y ranas. Creyente o no, cualquiera habría tenido una experiencia extraordinaria, en particular por la quietud, el silencio y la posibilidad de pasar un rato admirando la majestuosidad de la naturaleza sin que hubiera nadie más que nosotros cuatro como testigos.
Desde ahí descendimos por un sendero empinado con vistas abiertas al valle. Los mil metros que teníamos que descender hacia Theth, donde acamparíamos esa noche, eran perceptibles a simple vista. Parecía que podías llegar al fondo del valle en tres brincos. Antes de iniciar el descenso nos detuvimos para descansar y comer. Pocos metros después, Iñaki empezó a quejarse de un fuerte dolor de rodillas, así que bajamos el ritmo. Le ofrecí cargar su parte de la tienda para aliviar su peso. Llegamos extenuados a una casa de huéspedes que nos permitió montar el campamento en su patio. A lo largo del viaje teníamos marcados los pueblos a los que llegaríamos a dormir, pero el hospedaje lo improvisábamos en el camino, ya que con las tiendas de campaña teníamos la flexibilidad para no depender de la demanda de los cuartos en las casas de huéspedes. Teníamos tanta hambre que, apenas montamos la tienda, fuimos directo a cenar. Nos sirvieron cordero, trucha y res, preparados de forma sencilla con sal, pimienta y algunas hierbas. No sabíamos si era por el hambre o por lo frescos que estaban los ingredientes, pero fue, sin duda, la mejor cena del viaje.

Desayunamos en la gran casa de huéspedes, una construcción de madera con techos inclinados para resistir las nevadas en invierno, rodeada por las montañas que habíamos recorrido el día anterior. El desayuno fue sencillo y rápido. Aquí, el café se sirve al estilo turco, herencia de la presencia otomana que durante siglos marcó la región. El té, por su parte, es una infusión de hierbas del monte; lo llaman Caj Mali.
Después de recoger el campamento pasamos a una pequeña tienda en el centro de Theth para abastecernos de víveres. Reiniciamos la caminata por un sendero que atravesaba los patios traseros de varias casas de madera. Muchos de los caminos estaban cubiertos de zarzas. Entre los arbustos, avanzando lento y con cuidado de no espinarnos, no nos dimos cuenta cuando dejamos atrás el pueblo. La subida era serpenteante, un zigzag que fue reduciendo el pueblo a una pequeña mancha entre la espesura del bosque.
Hacia el mediodía hicimos una pausa en un restaurante de montaña, junto a un río. Ahí probamos el flija, un postre local compuesto por capas delgadas de masa cocida al fuego, parecidas a crepas. Sus mejores versiones, como esta, venían con canela y azúcar en la masa, pero las peores son francamente desabridas. El flija, junto con una cerveza, nos ayudó a reponer la energía necesaria antes de la subida más exigente del día: el ascenso al paso de Valbona, a 1,795 metros de altitud. El trayecto fue largo y pesado, sobre todo porque casi no había sombra para resguardarse del sol. Pero, una vez arriba, el paisaje nos dejó sin palabras: ante nosotros se abría la grandeza de los Alpes albaneses.
Mientras saboreábamos la vista, que se sentía como un premio después de todo el esfuerzo por la subida, vimos llegar a un hombre montado a caballo. Comprendimos entonces que era un medio de transporte más común de lo que pensábamos, aunque la satisfacción de llegar a pie, de sentir que nos volvíamos parte del entorno, nos hizo valorar mucho más las vistas que si hubiéramos llegado en un transporte que no implica ni la mitad del esfuerzo de la caminata. También supimos que algunos viajeros optan por alquilar mulas para cargar su equipaje a lo largo del recorrido.

Como era de esperarse, tras la cima vino el descenso. Tocaba llegar al pueblo de Valbona, donde acamparíamos esa noche. El sendero nos regaló varias vistas panorámicas y en uno de sus tramos coincidimos con un pastor y su rebaño de ovejas blancas. Llevaba pantalones oscuros y saco, como si hubiera salido de otro tiempo. Contrastaba con nuestra ropa de polyester, dryfit, de colores chillones, y con nuestras mochilas repletas de gadgets y tecnología moderna. En este territorio, tan alejado de las grandes ciudades, se percibe algo parecido a un tiempo suspendido: los campesinos conservan un ritmo pausado, costumbres antiguas, como si la modernidad no pudiera romper la coraza de las montañas malditas.
Tras ocho o nueve horas de estar caminando, varias de ellas siguiendo con la mirada fija el lecho pedregoso de un río seco, alzamos la vista hacia las montañas. Nuestros ojos, desacostumbrados al horizonte, se ajustaban a la distancia bruscamente y por un instante todo parecía alejarse y acercarse a la vez. Era la hora del atardecer. La sombra proyectada por las montañas a nuestras espaldas comenzaba a eclipsar poco a poco las que teníamos al frente. Sólo las cimas quedaban iluminadas, como si flotaran por unos minutos sobre el valle.
El trayecto fue largo y pesado, sobre todo porque casi no había sombra para resguardarse del sol. Pero, una vez arriba, el paisaje nos dejó sin palabras: ante nosotros se abría la grandeza de los Alpes albaneses.
Llegamos por fin a la casa de huéspedes donde instalamos nuestras tiendas. En el terreno contiguo, un grupo de caballos pastaba libremente bajo la luz de la luna. Arriba, el cielo estaba despejado y podíamos ver las estrellas con una claridad inusual. Fuimos recibidos con amabilidad por los anfitriones del lugar. La cena fue pasta, y no nos sorprendió: la influencia mediterránea es notable en la cocina albanesa.
A la mañana siguiente comenzamos nuestro tercer día de caminata. El objetivo era llegar a Cerem, donde pasaríamos la última noche antes de regresar a Vusanje, el punto de partida. Fue la jornada con más tramos cercanos a caminos pavimentados, lo que, para desilusión de Andrés, quien se encargó de trazar gran parte de la ruta en MapOut, resultó menos emocionante.El calor se volvía insufrible junto a lo negro del pavimento, pero bastó reencontrarnos con un letrero que anunciaba el ingreso a un bosque para que el ánimo cambiara por completo.
Atravesamos uno de los tramos más tupidos de todo el recorrido. La humedad era bochornosa, la vegetación exuberante. Pocos lugares del mundo tienen bosques tan profundos como este. Daban ganas de quedarse horas observando cómo las sombras caían sobre cada tronco, sobre cada hoja. Cruzamos varias veces un río de cauce bajo, en el que pudimos refrescarnos con el agua helada. A ratos, el bosque se abría y nos permitía ver nuevamente las montañas. En las pequeñas praderas, las flores silvestres danzaban al viento, mientras abejas, mariposas y otros insectos voladores parecían celebrar el verano.
Ya cerca del atardecer vimos las primeras casas de madera diseminadas a lo largo de un camino de tierra. Algunas parecían granjas. Una de ellas fue nuestra última casa de huéspedes. Ahí, la cena se organizaba en una sola mesa comunal, con grandes platones al centro de los que cada quien se servía. El ambiente era alegre y compartido. Senderistas de distintas partes del mundo se reunían ahí, cada uno con un recorrido distinto, pero todos con el mismo asombro. Había tendederos para colgar la ropa recién lavada. También fue la primera vez que pudimos bañarnos luego de dos noches de viaje. El agua, como el descanso, se sentía como un lujo.
Entre cervezas, Iñaki intentaba hablar del Kanun y de las montañas malditas con otros viajeros, pero nadie había escuchado del código. Los otros viajeros no convivían con ese fantasma. Y es que ya no parece quedar rastro de él: a pesar del ritmo lento, de lo remoto del sitio, este ya no es un lugar violento. ¿Qué mayor síntoma de que la modernidad se cierne sobre estas montañas que el desvanecimiento de las costumbres? Quizá, sólo la presencia de turistas. Y estos viajeros, turistas como nosotros, estaban ahí todos por la misma razón: un sendero lleno de paisajes que te asombran como a un niño chiquito y una infraestructura de clase mundial para los caminantes.

La posibilidad de encontramos en esa gran mesa de viajeros es también el resultado de un esfuerzo colectivo de paz tras la guerra de Kosovo, cuando las montañas malditas fungieron como base de operaciones contra las fuerzas yugoslavas. No es casualidad que esta sea una de las pocas rutas de senderismo transnacional en el mundo. La ruta de los picos de los Balcanes fue diseñada por clubes de senderismo locales y organizaciones turísticas nacionales en colaboración con la Cooperación Alemana para el Desarrollo (GIZ), con la idea de generar ingresos para la población local y detener el abandono de las regiones montañosas. Así, la red de antiguos senderos de pastores que conectan Albania, Kosovo y Montenegro se ha vuelto el camino que recorrimos junto con nuestros compañeros de mesa. El trazado alcanza altitudes de hasta 2,300 metros sobre el nivel del mar y, hasta hace apenas 20 años, estos paisajes eran prácticamente inaccesibles, lo que le da a la caminata una autenticidad difícil de encontrar en otros destinos alpinos más domesticados.
En esta misma lógica, el sendero forma parte de una iniciativa más amplia: el Cinturón Verde Europeo, con el objetivo de crear una red ecológica a lo largo de la antigua Cortina de Acero, para promover la conservación y el desarrollo sostenible en áreas transfronterizas. Me parece conmovedor que el senderismo y la ecología sirvan para unir naciones que desde hace mucho tiempo han tenido conflictos bélicos entre sí. Quizá lo opuesto a la guerra sea caminar, porque caminando uno se encuentra con el otro, en esa vulnerabilidad, en esa necesidad de pedir comida, de pedir asilo, de entendernos.
El día comenzó temprano, con un desayuno compartido. Después de recoger el campamento nos preparamos para emprender el último tramo de la caminata. Para ese momento, el peso de las mochilas ya se sentía en todo el cuerpo, pero volvía a animarnos la certeza de estar en un lugar remoto.
Ya cerca del atardecer vimos las primeras casas de madera diseminadas a lo largo de un camino de tierra. Algunas parecían granjas. Una de ellas fue nuestra última casa de huéspedes.
Unas horas después empezamos a sentir las primeras gotas de lluvia. Sacamos los impermeables y cubrimos nuestras mochilas con sus fundas, anticipando la tormenta. Seguimos avanzando bajo la llovizna, lo cual nos permitió todavía disfrutar un bosque tupido, donde algunos árboles estaban cubiertos de hongos. Sin embargo, al llegar al límite del bosque vimos que la siguiente parte del camino atravesaba un terreno descubierto, en el cual la lluvia nos golpearía sin resguardo. Nos detuvimos para considerar nuestras opciones: el bosque ya no ofrecía refugio –el agua nos empapaba a pesar del follaje– y Ana Lucía comenzaba a temblar de frío. Las ráfagas de viento hacían que la sensación de la ropa mojada contra nuestra piel nos enfriara a una velocidad preocupante. Optamos por continuar, salir al encuentro de la tormenta y caminar a toda velocidad para alcanzar cuanto antes el pueblo de Vusanje, nuestro punto de partida de hace tres días.
Aquel tramo incluyó el cruce de un paso montañoso cubierto de rocas resbaladizas por la lluvia. Cada quien avanzaba en un estado mental distinto: Andrés y Ana Lucía caminaban con rapidez, buscando dejar atrás la tormenta; Iñaki, por su parte, parecía fascinado con la idea de fotografiar el paisaje lluvioso y, por momentos, temimos que se quedara atrás por un descuido. Yo sólo pensaba en que no cayeran rayos.
Después de una hora de tormenta, con las manos entumecidas por el frío, encontramos una cabaña a un lado del camino. Nos acercamos para pedir refugio. Una familia albanesa nos abrió las puertas de su casa y nos recibió con hospitalidad. Nos ofrecieron té de monte, Caj Mali, nos hicieron sentar cerca del fogón y empezamos a comunicarnos dentro de nuestras posibilidades lingüísticas.
Aquí, la hospitalidad campesina aún es genuina: los viajeros son recibidos con Caj Mali, un hospedaje sencillo y un interés real por el encuentro con el otro. Y es que el Kanun no es sólo un código que obligaba a la venganza, también fue una estricta serie de reglas que colocaba al huésped por encima de todos y todas. La hospitalidad en este sendero es abundante: sea en una cabaña en el camino, sea en un hostal en un pueblo, habrá comida, agua y té. Muchas familias han comenzado a modernizarse con plataformas como Airbnb, pero aún conservan un modo de vida tradicional: las mujeres mayores visten con faldas largas y pañuelos; los hombres, con saco y pantalón. No me atrevería a decir que esto es una herencia directa del Kanun, pero una región donde la costumbre por al menos 500 años fue tratar al huésped –incluso si era de una familia enemiga– mejor que al propio debe mantener algún don para la hospitalidad.
Con el paso del tiempo, la tormenta se fue disipando hasta volverse una llovizna suave. La familia nos aseguró que podíamos continuar sin riesgo, así que reanudamos la caminata. Poco a poco, el sendero descendía hasta volver al punto de partida. Esta vez, el trayecto era familiar. Las mismas casas de madera, las plantas ahora mojadas por la lluvia y algunos caracoles que se asomaban tímidamente entre los arbustos. El círculo se cerraba con la misma frescura con que había comenzado.
