Viajar en bicicleta por tu propio país simplifica las cosas. Hay algo de paz al pedalear por lugares donde aún puedes reconocer costumbres y símbolos, donde no hay barreras lingüísticas. Sitios que pueden ser familiares incluso a 2,000 kilómetros de casa.
Pero, a pesar de todo, los caminos de tierra en la Baja reservan cierto enigma y misterio para quienes los recorren sobre dos ruedas. Por más que se hable el mismo idioma, por más que puedas conocer la zona, hay algo en ese paisaje deshabitado, donde el desierto se impone, que te hace sentir como si estuvieras pedaleando fuera del mapa.

La península parece hecha para recorrerla en bicicleta. Aunque la ruta puede hacerse en ambos sentidos, el viento tiene la última palabra. Por eso partimos del norte, desde Tijuana, en un remoto mes de mayo, con las bicis relucientes y las piernas dispuestas a todo. El calor, más que cualquier subida o tramo eterno, se reveló como nuestro verdadero enemigo.
Tomamos la carretera 1 con rumbo a Ensenada. La primera parada fue en Rosarito, justificada por su langosta. La ruta continuó por la Transpeninsular, donde el mar se mostraba y se escondía a capricho del mapa y los trailer parks nos ofrecían un hospedaje barato.

En Ensenada, la gastronomía es cosa seria: tacos de pescado y cerveza local, una combinación obligada. Aprovechamos la oportunidad para sumergirnos en las frías aguas de la bahía de Todos los Santos y bucear entre bosques submarinos, una inmersión inolvidable.
Un poco más al sur, tomamos la carretera 3, que conecta el Pacífico con el golfo de California. Aquí empieza el dominio del desierto, que al principio puede parecer hostil, pero que poco a poco revela su encanto. A ratos, el viento y el chirrido de la cadena son los únicos sonidos. De vez en cuando aparecen pequeñas rancherías donde es posible encontrar alguna sombra, reabastecerse o simplemente comprobar que uno se mantiene como parte de algo vivo.

Al llegar a la carretera 5 y dirigirnos hacia San Felipe, sentimos un respiro. El desierto tiene lo suyo, pero, después de días bajo un sol permanente, el olor a mar y las olas se agradecen. El pueblo de Puertecitos parece una cápsula del tiempo. Las caravanas convertidas en casas fijas, vacías o habitadas por espíritus, contribuyen a la atmósfera. Lo más impresionante es un fenómeno que ocurre cada cuatro horas: la marea retrocede más de un kilómetro y, en ese intervalo, unas fosas de aguas termales se mezclan con el mar. A la hora de la marea media, el agua permite disfrutar este jacuzzi natural a una temperatura perfecta.
La ruta nunca deja de sorprender. Seguimos al sur. La escena: un atardecer rodeado de cactáceas, pero, en contra, los vientos más rudos que he enfrentado en mi vida, que incluso nos hacían perder el equilibrio. A pesar de las condiciones, llegamos a Campo Archelon, un lugar ideal para acampar por varios días y pasear en kayak alrededor de las islas.

El camino a la bahía de los Ángeles se reincorpora a la carretera 1, que lleva hasta el paralelo 28° Norte, la línea imaginaria que divide la península en dos estados. En ese punto está Guerrero Negro, donde se puede visitar una de las salineras más grandes del mundo.
Más adelante, en la Reserva de la Biosfera El Vizcaíno, llegamos a un oasis: San Ignacio, fundado por un misionero jesuita en el siglo XVIII. El pueblo, rodeado de palmeras datileras y atravesado por un río refrescante, conserva el ritmo de otros tiempos.

El zigzagueo de la carretera nos regresa al golfo de California, al pueblo de Santa Rosalía, con un pasado minero importante y arquitectura francesa. Entre otras rarezas, hay una iglesia diseñada por Gustave Eiffel. Las empanadas de piloncillo de El Boleo son una especialidad imperdible.
Más al sur, otro oasis: Heroica Mulegé, ideal para echarse en la playa con una “ballena” en la mano –así llaman a las caguamas–. Aquí comienza la bahía Concepción, con aguas cristalinas que invitan a dejar de hacer cualquier cosa que implique cierto esfuerzo.

La ruta sigue hacia Loreto, cruzando paisajes que se alternan entre el azul del mar y la monotonía de la carretera. El pueblo mágico nos recibió con almejas chocolatas, una caminata por el malecón y la ilusión momentánea de acercarnos al final del viaje. Sin embargo, unos largos tramos sin sombra aún nos separaban de nuestro destino y el calor no daba tregua. Para evitar la deshidratación, nos cargamos con más de seis litros de agua por persona.
Finalmente, un mes después de haber salido de Tijuana, por caminos polvorientos y bajo el calor intenso, llegamos a La Paz y sus famosas playas. La ciudad, con museos, galerías y buen café, nos va regresando poco a poco a algo que se parece a la civilización.
Uno se va, pero el polvo de la Baja se queda pegado un buen rato. Igual que el particular bronceado marcado por el sol del desierto y la sal del mar, que sigue apareciendo días después, como si el cuerpo se negara a dejar el viaje atrás.
