Ecos de una vida moderna: la historia del Pedregal
En sus orígenes, el Pedregal se concibió como uno de los proyectos arquitectónicos más ambiciosos de la historia.
POR: Iker Jáuregui
El animal del Pedregal (1951), escultura de Mathias Goeritz que recibe a los visitantes a la colonia.
Hubo un tiempo en que el sur de Ciudad de México se desplegó como un lienzo vacío para dar rienda suelta a uno de los proyectos arquitectónicos más extraordinarios que se hayan visto en México, y quizá en el resto del mundo. Entonces, la ciudad todavía se llamaba Distrito Federal, aún era administrada políticamente por un regente y, para seguir el paso de otras grandes metrópolis globales, empezaba a expandirse fuera de sus márgenes históricos, aunque todavía no más allá de algunos límites naturales.
Quedaba una frontera, marcada por el rastro desafiante que la lava de un volcán había dejado a su paso. Las formas convertidas en piedra eran motivo suficiente para devolver a extraviados, obsesionar a curiosos y, desde luego, frenar cualquier intención de desarrollo. A mediados del siglo XX, gestar un movimiento arquitectónico ilustre en el Pedregal parecía improbable y directamente descabellado. En la actualidad, a cualquiera que haya pasado por la colonia, la posibilidad de que en realidad haya sucedido quizá le suene más a ficción.
El Pedregal ha cambiado, por completo integrado en las dinámicas urbanas que antes no se atrevían ni a rodearlo. La ciudad lo conectó, lo rebasó y ahora no podría considerarse ni siquiera un suburbio. Si el desierto de lava alguna vez existió, apenas quedan huellas discretas. Si la revolución arquitectónica alguna vez se gestó, sólo quedan ecos mudos.
El volcán
Esta historia tiene más de un principio. El punto de partida natural nos remonta en el tiempo aproximadamente 2,000 años, cuando el volcán Xitle explotó con el vigor suficiente para reconfigurar todo un ecosistema, dejar irreconocible lo que antes fue un paisaje de praderas y enterrar ciudades prehispánicas enteras, como Cuicuilco y Copilco.
Sin embargo, el efecto de la erupción no sólo fue de una devastación natural con consecuencias paisajísticas. Quienes entonces habitaban el centro del ahora territorio mexicano procuraban evitar el extraño paraje que había dejado la lava del Xitle. Una tierra que no se parecía a ninguna otra, donde no crecía nada y a la que sólo se iba por fines ceremoniales, para entierros o para rendir tributo y aplacar la furia de esa fuerza inexplicable que había causado semejante destrucción.
Así, el enigmático Pedregal se fue labrando culturalmente como el “malpaís”. Un territorio no sólo inutilizable e infértil, sino indeseable y peligroso por sus formas traicioneras. La connotación negativa estaba tan arraigada que trascendió a lo largo de milenios. Los cronistas de la Nueva España apenas lo documentaron como un lugar para la cacería, durante las guerras de insurgencia se consagró como un sitio apto para el escondite de bandidos y ni siquiera a principios del siglo XX había logrado vencer su mala reputación.
En su novela Santa, de 1903, quizá el documento que mejor logró dibujar el sur de Ciudad de México de aquel entonces, Federico Gamboa describe el territorio como un “sitio maravilloso y único en la República”, pero también como un lugar lleno de “leyendas erráticas, historias de aparecidos y de almas en pena que salen a recorrer esos dominios en cuanto la luz se mete”. Este tipo de rumores no se limitaban a la ficción. Los medios replicaban constantemente historias criminales e incluso sobre la práctica de ocultismo en la zona. Según el investigador Francisco Fernández del Castillo, el Pedregal era considerado “la principal escuela de brujería de la ciudad”.
Para ponerlo en pocas palabras, no parecía que pronto pudiera ser habitado y mucho menos que se fuera a construir un fraccionamiento de lujo en el Pedregal. Aun así, mientras que todas estas leyendas fluían en conversaciones capitalinas casuales, no sin cierto dejo de sensacionalismo, había un grupo de exploradores con una atracción magnética por estos parajes. Artistas como Gerardo Murillo “Dr. Atl”, José Clemente Orozco e incluso Diego Rivera desafiaron cualquier advertencia popular para retratar la inusual belleza del paisaje del Pedregal, que pronto se convirtió en un elemento constante en sus obras.
Poco a poco se fue haciendo un improbable lugar de esparcimiento para los intelectuales, un escape de contemplación y de calma, alejado de una ciudad que ya empezaba a ser intolerable para ciertos estilos de vida. También se volvió un sitio para la experimentación artística, con proyectos revolucionarios de la talla del Museo Anahuacalli, concebido por Diego Rivera y ejecutado por el arquitecto y artista Juan O’Gorman a principios de los cuarenta, aprovechando para su construcción la roca volcánica que abundaba en la zona.
O’Gorman, quien también construyó su ilustre Casa Cueva en el Pedregal, no fue el único arquitecto atraído por las posibilidades estéticas de una zona donde la mayoría sólo veía problemas. Un joven tapatío de apellido Barragán, quien tras haber construido en Guadalajara y Ciudad de México ya gozaba de cierta fama entre los circuitos locales, también se dejó cautivar por el singular paisaje rocoso y empezó lo que el arquitecto Emilio Ambasz describió como “una misión sagrada por convertir el Pedregal en un jardín habitable, donde el hombre pudiera reconciliarse con la naturaleza”.
Los jardines
“Paseando entre las grietas de lava protegido por la sombra de imponentes murallas de roca viva, repentinamente descubrí, ¡oh sorpresa encantadora!, pequeños secretos, valles verdes rodeados y limitados por las más caprichosas, hermosas y fantásticas formaciones de piedra que había esculpido en la roca derretida el soplo de vendavales prehistóricos”. —Luis Barragán, en su discurso de aceptación del Premio Pritzker en 1980.
Al caminar por el Pedregal hoy día, resulta extremadamente difícil imaginarse el lugar al que Barragán se refería cuando recibió el reconocimiento más importante del mundo de la arquitectura. La roca, que debió de haberle parecido impenetrable, ahora sobrevive sólo en porciones aisladas, prácticamente a manera de un memorial derrotado en algunos camellones. De esa descripción fantástica de naturaleza indomable únicamente queda un recuerdo en los nombres de las calles que él mismo acuñó mientras planeaba un ambicioso fraccionamiento: Fuego, Agua, Cráter, Risco, Farallón, Lluvia, Lava.
Pero, antes de eso, Luis Barragán no tenía ninguna gran intención en el Pedregal. Por el contrario, en esos días estaba parcialmente alejado de cualquier actividad arquitectónica que no fuera el paisajismo y lo escogió como un destino para su retiro personal, donde había planeado una serie de pequeños y complejos jardines que se fusionaran con el entorno que tanto apreciaba y le sirvieran como espacio de meditación. Pasaba el tiempo recorriendo los senderos en compañía del también arquitecto Max Cetto y del fotógrafo Armando Salas Portugal, quienes serían esenciales en el futuro del Pedregal, además del Dr. Atl, quien conocía como nadie el territorio traicionero y, de hecho, sembró en Barragán la posibilidad de concebir un desarrollo arquitectónico ahí.
Con la obsesión echada andar, imaginó lo que quizá hubiera sido uno de los proyectos arquitectónicos más revolucionarios en la historia. Inspirado en los códigos del modernismo que nombres históricos del diseño, como nada menos que Frank Lloyd Wright o Le Corbusier, habían inaugurado en otras partes del mundo, Barragán delineó un plan claro para la construcción de un fraccionamiento que traería definitivamente la vanguardia de la arquitectura a México y la instalaría en un paisaje único.
Para hacerlo, delineó una serie de especificaciones que, a manera de reglamento, definían estrictamente el rumbo estilístico del Pedregal. Estableció que en los lotes, de al menos 10,000 metros cuadrados, la construcción no podría ocupar más de 10% del terreno; la lava y la vegetación eran prioridad y tenían que protegerse a toda costa, de forma que cualquier estructura las bordearía para dejarlas intactas; todas las casas debían tener un diseño contemporáneo, construidas con paredes de piedra volcánica, prohibiendo expresamente los estilos coloniales, muy de moda en el Distrito Federal por esa época.
Del puñado de edificaciones que llegaron a cumplir de forma cabal con estas características quedan escasos ejemplos. Por fortuna, una de las pocas obras que Barragán realizó en la colonia sobrevive prácticamente intacta, después de someterse a una minuciosa restauración, y desde 2017 ha abierto sus puertas a un nuevo público, que ahora puede asomarse al ideal de vida moderna que el arquitecto soñó crear en el Pedregal.
Ubicada en el número 180 de la Avenida de las Fuentes, antes conocida con el nombre de Casa Prieto López, el apellido de su primer dueño, esta propiedad se ha reconfigurado en Casa Pedregal, un centro cultural completo, que además de permitir la entrada al proyecto original de Luis Barragán ha reutilizado las antiguas caballerizas para aprovecharlas como una biblioteca especializada en arquitectura y un acervo de discos de vinilo, un restaurante, tienda de productos locales y un espacio de bienestar. Todo concebido como una experiencia enfocada en la creatividad desde distintas disciplinas.
El segundo aire que la renovación le dio a la casa reúne a diario filas de curiosos que se forman en la calle desde temprano y ha puesto a un público nuevo en contacto con la historia del Pedregal. “El proyecto siempre se ha pensado para compartirlo –me dice Mariana Esqueda, coordinadora general de Casa Pedregal–. La intención es generar conciencia sobre la transformación de la colonia”.
César Cervantes, coleccionista de arte contemporáneo y dueño actual de la propiedad, se sumió en el intenso proceso de restauración junto con el arquitecto Jorge Covarrubias. Su ambicioso cometido era regresar la casa a su primera versión, antes de cualquiera de las adecuaciones que la familia Prieto López realizó en más de 50 años de habitarla. Para hacerlo, estudiaron cuidadosamente los planos y apuntes de Barragán, pero sobre todo usaron como punto de partida las fotos que Armando Salas Portugal tomó de la propiedad tan pronto se acabó su construcción en 1951.
Entrar en la casa actualmente es un descenso directo a la mente de Barragán para observar de primera mano sus intenciones originales en la zona: espacios con juegos de iluminación y tamaño, grandes ventanales, con detalles de inspiración conventual y regionalismo mexicano, como en el resto de su obra. Principalmente, una fusión completa con el entorno que lo trajo aquí desde un principio, con la piedra volcánica que irrumpe en una de las paredes de la sala de estar, en la alberca y en medio del jardín que comparte con la flora y la fauna locales.
La piedra
Según César Carrillo Trueba, académico de la UNAM, la extensión de lava que forma el Pedregal de San Ángel es de unas 8,000 hectáreas, de las cuales el plan de fraccionamiento de Barragán sólo consideraba alrededor de 350, adquiridas por él mismo y sus principales socios en el proyecto, los hermanos Bustamante. Queda claro que, en realidad, nunca se pensó como una conquista total de la piedra volcánica, sino, por el contrario, como un centro desde donde pudiera contemplarse. En esa primera porción se delineó el trazo de calles que hasta hoy prevalece en la colonia, a cargo del urbanista Carlos Contreras, y a partir de 1946 se empezaron a construir las primeras edificaciones de la zona.
El arquitecto de origen alemán Max Cetto fue uno de los selectos convocados por Barragán para experimentar con el terreno. No sólo colaboró con él para construir el par de casas muestra que servían para presentar el proyecto, sino que fue esencial para definir el rumbo estilístico moderno y, de hecho, se cautivó tanto por la transformación modernista del Pedregal que fue el primero en habitarlo.
Su residencia sobrevive al tiempo a unos metros de Casa Pedregal, pero en la calle paralela de Agua, y también ha abierto sus puertas al público. La Casa-Estudio Max Cetto es otro de los emblemas más característicos del fraccionamiento original: una estructura que surge de la roca, como cimiento, como muro, como pasillo y como jardín, donde la maleza abundante crece sin límites, trepando por los muros. Según los ideales convenidos entre el propio Cetto y Barragán, la construcción en sí no busca rivalizar con el ambiente, sino complementarlo, con formas simples y estancias abiertas que se relacionan todo el tiempo con la vegetación de los jardines.
La casa, que aún pertenece a la familia Cetto, se conserva prácticamente en su estado original y es otro recorrido esencial para entender el sueño moderno que tanto el arquitecto alemán como Barragán pretendían desarrollar en el Pedregal. Una pauta que, sin embargo, no trascendería mucho más allá de estos primeros ejemplos. De acuerdo con el texto de Ambasz, para 1950, en el fraccionamiento ya se habían construido cerca de 50 casas, de las cuales tal vez seis cumplían cabalmente con los estrictos lineamientos originales de Barragán.
Quizá el requerimiento que más rechazo provocó al momento de realmente ponerse en práctica fue el del tamaño de los lotes. Aunque el proyecto siempre estuvo destinado a la clase alta de la ciudad, al principio fue muy difícil vender terrenos que empezaban en una hectárea, por lo que la comercialización empezó a flexibilizarse al ofrecer propiedades a partir de los 2,000 metros cuadrados. Esta, entre otras decisiones de los promotores comerciales del proyecto, provocó el distanciamiento de Barragán, que en 1952 terminó por separarse por completo del Pedregal para dedicarse a otros desarrollos, como Ciudad Satélite o los Jardines del Bosque en Guadalajara.
Las estrellas
“Para vivir espléndidamente finque su residencia en Jardines del Pedregal de San Ángel”, “Construya su residencia en el fraccionamiento más admirado del mundo”, “El descanso merecido para el hombre importante”, todos son eslóganes que algunos pocos vecinos de la zona aún recuerdan como parte de una intensa campaña de publicidad, la cual incluso fue pionera al incursionar en la televisión y a la que los desarrolladores del Pedregal tuvieron que recurrir antes de quedarse con cientos de hectáreas de roca volcánica desierta.
Vender el proyecto al público resultó mucho más complicado de lo que en un inicio se creyó. La idea del Pedregal proponía un cambio radical en el estilo de vida y las dinámicas del Distrito Federal. Mientras que en otras partes de la ciudad las estructuras seguían creciendo verticalmente, entre grandes avenidas y con todo tipo de servicios al alcance, el Pedregal representaba un escape campestre, en contraflujo al magnetismo de las grandes concentraciones urbanas. Por si fuera poco, había que enfrentarse a la connotación negativa que históricamente recaía sobre la zona. Incluso hay anécdotas de la familia Prieto López que aseguran que ni siquiera ellos querían vivir en el Pedregal a principios de los cincuenta.
Sobre todo, el obstáculo que más limitó el éxito comercial del proyecto en sus primeros años fue que el público en México no estaba familiarizado con las propuestas de la modernidad que justamente revolucionarían la arquitectura nacional. En su libro Las casas del Pedregal (1947-1968), una lectura fundamental para profundizar en el tema, Alfonso Pérez-Méndez y Alejandro Aptilon aseguran que “el interés del Pedregal no reside tanto en la calidad reconocida de la arquitectura moderna de sus obras individuales como en el hecho de que hubo varios cientos de ellas […] Se convenció a un grupo amplio de población para que eligiera voluntaria y coordinadamente los códigos arquitectónicos de la modernidad”.
La arquitectura moderna de calidad en el Pedregal llegó a alcanzar un volumen que quizá sólo podría ser comparable con otros experimentos de talla mundial, como Oak Park en Chicago o Chandigarh en India. Los mismos Pérez-Méndez y Aptilon registraron que, de todas las casas construidas en el Pedregal hasta finales de los sesenta, más de cien fueron publicadas cada una en la prensa especializada de la época, muchas internacionalmente. Esa abundancia sólo fue posible por el aura de exclusividad y buen gusto con el que la publicidad logró dotar a la colonia, junto con la labor de una nueva generación de arquitectos que tomó el control del proyecto tras la salida de Barragán.
Los nombres de Francisco Artigas, Antonio Attolini, Enrique Castañeda Tamborrel o Manuel Rosen aún se anuncian en placas discretas de un puñado de fachadas en la colonia. Formaron el grupo de arquitectos que terminó de darle forma al Pedregal a lo largo de las décadas de los cincuenta y sesenta, su etapa más prolífica, cuando, de acuerdo con planos de la época, se calcula que la colonia se fraccionó en cerca de 1,500 parcelas. No existen registros suficientes para contabilizar con exactitud cuántas casas se construyeron en ese entonces, mucho menos cuántas realmente acabaron como ejemplos modernistas, pero diversas fuentes, como Pérez-Méndez y Aptilon, calculan las construcciones notables del fraccionamiento en esos años por lo menos arriba de 300, mientras que el Museo Nacional de Arquitectura llegó a registrar hasta 800 de ellas.
Aunque todas siguieron a grandes rasgos la filosofía estilística original –con grandes jardines, habitaciones amplias o la preponderancia de luz natural–, es posible distinguir una diferencia fundamental en su aproximación. Mientras que las obras de Cetto, O’Gorman y Barragán buscaban integrarse al particular paisaje del Pedregal, al punto de prácticamente quedar mimetizadas con la roca volcánica, las residencias de esta segunda etapa más bien empezaban a contrastar con el paisaje, sobresaliendo con losas horizontales de concreto aparente, pero sin alterar el entorno, prácticamente flotando por encima de él por medio de estructuras voladas.
La Casa Bustamante Castrejón es un ejemplo característico de esta dirección. Diseñada por Artigas a mediados de la década de los cincuenta, la estructura está dispuesta como si emergiera de una gran roca monolítica en el centro de la propiedad. La piedra volcánica “atraviesa” la casa desde el estacionamiento hasta la sala, donde termina contenida por una jardinera interior. Un efecto alucinante. Roberto Bustamante, su dueño actual, asegura que vivir ahí es “como vivir en otra época”. Los trazos son simples y la fachada es completamente de vidrio, para conectar con una vista panorámica de los jardines que rodeaban la propiedad de 4,000 metros cuadrados.
Las intenciones de esta “segunda generación” del Pedregal también tuvieron que adaptarse a un terreno cada vez más poblado. Había dejado de tratarse de ese enigmático y sinuoso territorio del que nadie quería saber. El megaproyecto de la Ciudad Universitaria de la unam había terminado su construcción apenas a un costado del fraccionamiento y, además de lujoso y exclusivo, residir en el Pedregal a su vez empezó a ser conveniente. Por ese entonces también se construyeron los grandes centros sociales de la colonia, como la parroquia de la Santa Cruz del Pedregal, proyectada con trazos geométricos por Antonio Attolini y dotada de unos icónicos vitrales que proveen un juego de luz muy particular dentro de la iglesia.
Junto con Artigas, Attolini terminó como uno de los creadores más prolíficos del Pedregal. Normalmente no serían proyectos de la escala de la Santa Cruz, sino casas de una planta, en completa comunión con el estilo moderno de influencias como las de Richard Neutra. Con la Casa Mateos, construida en 1963 sobre la avenida principal de la colonia, logró concebir una estructura que siguiera en contacto con la naturaleza, al igual que las primeras casas del Pedregal, pero con la gran diferencia de que el lote era unas 10 veces menor que los terrenos originales. El ingenio consistió en usar grandes ventanales que todo el tiempo dieran al espectacular jardín del exterior y crear microclimas para aquellas habitaciones que no tuvieran acceso a la vegetación.
Alfredo Marín, restaurador de arte y dueño actual de la casa, describe la estructura como un “departamentote”. Una casa amplia, aunque sin muchísimas habitaciones, cuidadosamente diseñada para crear un recorrido orgánico y funcional. Los habitantes pueden fluir sin obstrucciones entre los diferentes ambientes que Attolini concibió para actividades específicas, delimitados de forma muy clara y ofreciendo privacidad o apertura.
Entre todo ello se fue gestando un estilo arquitectónico icónico, muy reconocible para quienes habitaban el Distrito Federal en ese entonces y ligado de manera instantánea a una zona particular de la ciudad. El “estilo Pedregal”, prácticamente inédito en México, pero acorde con la pauta estilística internacional, fue apuntalado por la publicidad y la cultura popular como la nueva forma del lujo y el elitismo.
De pronto, las construcciones empezaron a aparecer en películas como El inocente, protagonizada por Pedro Infante y Silvia Pinal, en la Casa Gómez, proyectada por Artigas, como locación. Cada vez más personajes notables fueron escogiendo el Pedregal como lugar de residencia y la tradición ha trascendido hasta avecindar a tres presidentes (López Portillo, Díaz Ordaz y Zedillo), un Premio Nobel (García Márquez) y decenas de deportistas y artistas (incluida la propia Silvia Pinal), que han nutrido a la colonia de farándula.
Arqueología moderna
Es difícil saber cuántas casas con auténtico valor arquitectónico en realidad llegaron a construirse en el Pedregal, ya que no existe ningún registro con precisión exacta y el proceso se fue desordenando irremediablemente sobre el final. Lo que es seguro es que han ido desapareciendo a un ritmo vertiginoso. “Desafortunadamente, vivimos una época cuyo valor supremo es el dinero”, opinaba el propio Barragán sobre la destrucción de su obra, en particular en el Pedregal de San Ángel, que atestiguó aún en vida. “En este marco de valores, la arquitectura, y más aún la arquitectura de paisaje, son valores frágiles penosamente efímeros”, añadió.
A partir de los años ochenta, el concepto de una casa sola con amplio jardín dejó de ser práctico y costeable, por lo que muchos de aquellos ejemplos notables de arquitectura moderna fueron alterados. Originalmente, los predios ofertados iban de 2,000 a 16,000 metros cuadrados y el costo por metro cuadrado era de un peso. Dos años después, el precio por metro cuadrado oscilaba entre 12 y 15 pesos. Para 1956 ya había aumentado a 100 y 200 pesos. Hoy, el valor aproximado por metro cuadrado va de 26,000 a 31,000 pesos.
La especulación inmobiliaria empezó a transformar la colonia al fraccionar los enormes predios originales, algunos de hasta 16,000 metros cuadrados, para dar lugar a condominios, construcciones horizontales, oficinas, negocios o escuelas. Con el tiempo y el alza de los precios en la zona, también se han ido beneficiando estilos más comerciales, lo que amplía la diversidad de construcciones, que pueden ir desde ensayos neomedievales o griegos hasta muestras minimalistas.
“El Pedregal ya no es ni la sombra de lo que fue –opina la arquitecta Gabriela Sánchez, académica del Departamento de Arquitectura de la Universidad Iberoamericana–. Cambió la vocación del sitio y hay mucho menos posibilidades de mantener esos caserones”.
El arquitecto Arturo Rivera ha empezado un esfuerzo por documentar y crear un registro de las pocas casas de esa época que podrían seguir existiendo. “En su momento incluso se decía que ya prácticamente no había casas –me comenta en una entrevista–, pero yo estaba seguro de que seguían existiendo bastantes”. Con su proyecto Legado Jardines Pedregal, formado junto con el fotógrafo Luis Gordoa y el también arquitecto Andrés Cedillo, se ha dedicado a localizar y contactar a vecinos de la zona para tener acceso a las construcciones de los primeros años del Pedregal y actualizar el registro fotográfico de este patrimonio arquitectónico, para después presentarlo en una exposición.
Su misión ha probado ser más difícil de lo que creía. Hasta ahora han localizado aproximadamente 44 casas que cumplen con las condiciones estilísticas de las décadas de los cincuenta y sesenta, muy pocas en su estado original. Por si fuera poco, el proceso de alteración de la colonia continúa. Incluso mientras siguen haciendo el listado, han visto como muchas de las propiedades que ya habían registrado son demolidas o radicalmente alteradas.
En realidad no hay mucho que se pueda hacer para detener el deterioro. No hay ningún ordenamiento que proteja estas construcciones como patrimonio arquitectónico, para impedir su destrucción o fomentar su conservación. Sin embargo, proyectos públicos como Casa Pedregal, Casa-Estudio Max Cetto o Legado Jardines del Pedregal han empezado a provocar curiosidad entre algunos vecinos, quienes recién empiezan a ver sus propias casas como los pedazos de historia que realmente son.
Alfredo Marín me cuenta que, en un franco ejercicio de arqueología moderna, de pronto hace calas en sus paredes para encontrar el color original que Attolini buscaba para la Casa Mateos y que hace poco descubrió una pila de agua enterrada en su propio jardín. Justamente así se han revivido las intenciones originales de Barragán en la Casa Prieto López: mediante el estudio de planos y fotografías de la época, y tumbando paredes para que la piedra volcánica vuelva a brotar.
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