Historias de souvenirs de viaje que conservamos durante años

Un recordatorio constante de los sitios donde estuvimos que toma distintas formas.

20 Dec 2021

Hay algo mágico en los souvenirs. Es como llevar un pedacito del lugar que visitamos a nuestras casas. Estos souvenirs llevan años con nosotros y cada uno tiene una historia particular.

Cajita de Berlín 

De Ana Montiel

Tantas mudanzas a lo largo de los años han hecho que sea difícil el conservar objetos que hubiera conservado en circunstancias normales. Son ejercicios increíbles de desapego, de tratar de no asociar tanto los objetos a ideas, a memorias. Pero a pesar de ese desapego hay una cajita que llevo conmigo desde hace más de 15 años. La compré en un viaje a Berlín, la primera vez que fui sola. Fue como un obsequio para mí misma en un momento de mucho cuestionamiento interior. Para mí dedicarme cierto tipo de actividades culturales es como una práctica espiritual fuerte en la que llegas, te entregas y te transformas. Toda esa semana me dediqué a ir a diario a diferentes museos, galerías, bibliotecas, como a sumergirme en conocimiento, a reflexionar, a mantener cierto estado meditativo. En uno de esos paseos compré esta cajita y la tengo en el cuarto en el que hago meditación, en un altar pequeñito. Esta es la única pieza que me vino a la cabeza cuando me propusieron un souvenir y quizás la que más tiempo lleva conmigo.

Un sarape de Oaxaca

De Mary Gaby Hubard

Cuando estoy en modo ciudad, soy una ninja capaz de esquivar a cualquier vendedor ambulante. No importa qué ofrezcan, no importa quiénes sean. “Ahorita no joven, muchas gracias” es mi lema. Este sarape fue un desliz, una consecuencia de mi “modo vacaciones”. Me asomé a Boulenc para pedir un pan y un café, y mientras intentaba descifrar dónde empezaba la fila, un señor me dijo: “Pásele, siéntese aquí”. Me acomodó en una banca y, cuando le pedí que me anotara en la lista de espera, me explicó: “Ah no, yo no hago eso, yo vendo estos sarapes que hace mi esposa”. Sacó uno, me lo acomodó en el hombro y me dijo: “Sirve igual para taparse del frío que como mantel”. Mis defensas anti vendedores ambulantes estaban por los suelos. Caí. Le pagué, me paré y salí de ahí sin pan, sin café, pero con el sarape en la mano. Siguiendo las instrucciones de aquel vendedor, lo uso algunas veces cuando tengo frío y otras como mantel. Me encanta verlo. Creo que me recuerda mi “modo vacaciones”.

Un amuleto de Tailandia

De Florencia Molfino

Hace años visité Tailandia. Dejé Bangkok para el final del viaje, así que, después de las clásicas visitas a pueblos como Chiang Mail o las islas de Phi Phi Don, regresé a la capital. Fue entonces cuando di con Amulet Market, un enorme tianguis a un lado del río Chao Phraya, entre tiendas que venden budas y varios objetos ornamentales y litúrgicos. Los tailandeses van allí en busca de protección para todo tipo de males. Se supone que muchas de las piezas que venden han pertenecido a monjes y lamas de tiempos antiguos. En el budismo, la reencarnación es una certeza, quizá por eso algunos monjes actuales también buscan allí su talismán. Me fascinaron las pequeñas y viejas medallas de bronce con bajorrelieves de rostros de monjes desconocidos, así como su escritura indescifrable, y compré varias que fui regalando al cabo de los años para compartir la buena suerte. También adquirí otras más modestas de barro con la figura de un buda, de las cuales aún conservo un par.

Un morralito de Guatemala

De Camilo Christen

Fue en 1995. Tenía nueve años y estaba de mal humor porque yo quería ir a Nueva York o a alguno de esos lugares increíbles que veía en las películas de aquella época, pero mi padre tuvo una idea que hoy agradezco y pasamos la navidad en Tikal, Guatemala. Este morral lo encontré en los puestos que se ponen afuera de la zona arqueológica. Se me hizo muy útil para guardar las únicas dos pertenencias que llevaba en el viaje: una navaja y una linterna. Recuerdo que lo que más me gustó fue el pequeño quetzal con cola larga bordado al frente. Hoy sigue conmigo y los uso para guardar uno de mis lentes más viejitos, el que mi papá utilizó en ese viaje.

Un tajine de Francia

De Claudia Itzkowich

Ni porque le advertí que era frágil, la guardia dejó de azotarlo. Ahora, este tajine tiene, además de las huellas de los dedos que le dieron forma al barro por dentro, la marca de un golpe en la aduana. Los que elogian esta olla-horno-platón del norte de África suelen evocar el proverbio bereber según el cual “quien tiene prisa ya está muerto”. El tajine se usa a fuego lento. No lo traje del Magreb, sino de una épicerie árabe del sur de Francia, adonde había ido para visitar a mi amiga Schéhérazade durante el ramadán. Con ella y Layla, su mamá, aprendí a emplear la canela, la menta, la almendra, el limón encurtido y el agua de flor de naranjo en la cocina.

Tajine es el nombre del utensilio en el que el vapor se eleva y escurre de vuelta desde lo alto de la tapa-cúpula, así como el de cualquier platillo que se perfume en su interior. Ahora también en la Ciudad de México.

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