Comporta, Portugal: un viaje sin itinerario ni prisas

El “Hamptons de Portugal” dista mucho de esa descripción. Su naturaleza relajada y casual son las que te invitan a recorrer este destino sin planes ni ideas preconcebidas.

15 Sep 2022

La primera semana del verano la pasé entre Madrid y Barcelona. En Madrid hice hora y media de fila para entrar a un piano bar. Una vez dentro, tuve que esperar 35 minutos para llegar a la barra, pedir un gin tonic y tomármelo lejos del piano donde todos cantaban, porque era imposible pasar entre la marabunta.

En Barcelona esperé 45 minutos para tomar un taxi, a pesar de que era media noche. Y la Barceloneta, por primera vez, me resultó poco atractiva por el exceso de gente.

Este verano, Europa multiplicó por más de cuatro las llegadas internacionales respecto a los primeros cinco meses de 2021. Los viajes están de regreso. No hay duda. Y es una inmensa alegría para todos, considerando lo que vivimos los últimos años. Pero, a veces, también puede ser abrumador.

Un respiro en Portugal

Luego de nadar entre multitudes en las dos ciudades españolas tomé un vuelo a Lisboa. Pasé un par de días ahí y finalmente renté un coche para escapar a Comporta.

Una hora y veinte minutos de camino después, en dirección hacia el sur, llegué a un campo de arroz a un lado de la carretera. No había tráfico. No había más coches. No había más gente. Por fin.

Leí un poco sobre Comporta antes de llegar. “El Hamptons de Portugal”, decía un par de titulares. Casas de verano de lujo, el destino de descanso consentido de Jeff Bezos, Lenny Kravitz y Madonna. Pero mi primer encuentro con Comporta no fue precisamente como los tabloides lo pintaban.

Lejos de llegar a alguna de estas casas u hoteles de lujo, me dirigí al Palafítico de Carrasqueira, un muelle que no está propiamente en Comporta, sino a un ladito, sobre el río Sado. Entre arrozales y salinas hay un montón de palos gastados por el tiempo que conforman el puerto. Parece abandonado, pero no lo está.

Las estructuras llevan años recibiendo a pescadores que colocan sus redes y barcas, y que guardan sus instrumentos de pesca en las pequeñas cabañas que parecen a punto de caerse a pedazos (pero no lo harán). Ahí estaba un pescador, martillando obsesivamente un par de tablas para enderezar la esquina de su muelle. Me saludó con amabilidad y tuvo el detalle de cesar los martillazos mientras se ponía el sol.

Nos sentamos los dos en el muelle, vimos el atardecer juntos, haciéndonos compañía, aun sin conocernos. Cuando se acabó de meter el sol, regresé a mi coche y él a dar los últimos martillazos mientras la luz se lo permitía.

Estos pescadores y sus vecinos –quienes trabajan en los campos de arroz– son realmente el alma de aquel lugar. Llevan años viviendo ahí; se establecieron y echaron raíces mucho antes de que llegara todo el jet set.

Dejarse llevar

Después del atardecer, caminé un poco por Carrasqueira y lo confirmé. Al finalizar su día de pesca, y cuando el sol está por ocultarse, los lugareños colocan sus sillas de plástico en el pórtico de sus cabañas para ver a la gente pasar.

Cuando los vi, me inundó un sentimiento de nostalgia. Y no precisamente porque tenga un pasado como pescadora o hubiera crecido en aquel sitio (es más, jamás había estado ahí), sino porque mi abuelo hacía exactamente lo mismo.

Cuando íbamos a su casa en Cuernavaca, se salía en shorts, ponía una mecedora en la banqueta y veía a la gente pasar. Nunca entendí por qué lo hacía, hasta que me topé con estos pescadores. Mi abuelo nació en un pequeño pueblo de pescadores cerca de Veracruz, donde él y quizá su papá y su abuelo hacían lo mismo cada tarde.

Después del atardecer, el pueblo se muere un rato porque es la hora del mosquito. Me advirtieron que hay dos horas, entre la tarde y la noche, en las que es mejor guardarse entre cuatro paredes. Yo creía que la gente exageraba y no hice mucho caso. Me senté en la terraza de la cabaña donde me estaba quedando y no pasaron más de 10 minutos para darme cuenta de que la advertencia estaba justificada.

Olvidar la lista de pendientes

Las primeras semanas que estuve en España viajé con un grupo grande de amigos, con un itinerario demandante y obsesivo. Temerosos por las multitudes, hicimos reservas para cada momento del viaje e intentamos apegarnos a los planes para no perdernos ninguna “parada obligada”.

Cuando llegué a Comporta, estaba sola y sin planes. No tenía con quién discutir qué haríamos ese día ni una hora exacta para despertarme y llegar a mi reserva del desayuno. Entonces me acordé de un artículo que escribió Ruth Reichl (una crítica gastronómica estadounidense) hace algunos ayeres, en el que contaba que ella no estaba acostumbrada a comer (y mucho menos mientras viajaba) sin un itinerario o sin reservas.

Cuando Reichl estaba en Sperlonga, Italia, su hijo le rogó que fueran detrás de un hombre que caminaba frente a ellos con una cubeta de pescado. Lo siguieron hasta que se metió a un restaurante. Nuevamente, su hijo le rogó para que se sentaran en alguna de las mesas del lugar. Reichl cedió y fue así como probó uno de los mejores almuerzos italianos de su vida.

Al final, la crítica revela su secreto para un viaje inolvidable: seguir buscando algo maravilloso, siempre creyendo que lo vas a encontrar. Y dice que, después de tanto tiempo viajando con un itinerario, extrañaba el sentido de descubrimiento, de la búsqueda de lo inesperado.

Esa refrescante sensación de lo fortuito está viva en lugares como Comporta, donde aún no está todo trazado ni todo está previsto. Es un modo de viaje que de vez en cuando viene bien. Y justamente así transcurrió mi mañana. Sin prisas, sin rumbo, sin planes, sin reservas.

Me regalé cinco minutos más en la cama, que se convirtieron en 45. Pero daba igual. Cuando finalmente salí, me dirigí al Largo de São João –una calle de tiendas y restaurantes– para buscar algo que desayunar.

El olor a pan me llevó a la Panadería Gomes y luego, para cerrar con algo más sustancioso, me crucé a Almo, un restaurante con un patio divino donde venden vinos naturales, comida muy relajada y buen café.

Después pasé el día en la playa, hasta que el bullicio y el hambre me llevaron a un restaurante a la orilla del mar: Ilha Do Arroz. Un plato de almejas, una copa de vino y el sol poniéndose sobre el Atlántico. No me atrevería a decir que, al igual que Ruth Reichl, tuve el mejor almuerzo de mi vida, pero sí me inundaron la paz y la tranquilidad. Estaba ahí frente a la playa, sin prisas. No tenía que apurarme para llegar a ningún otro lado.

Y así pasé tres días, entre la playa, el vino, la cerveza helada, las siestas bajo el sol y los platos inundados de mariscos y arroz. Mi colación eran dos bolas de gelato que compraba en un lugar llamado Gulato, inconvenientemente situado de camino a la cabaña donde me estaba hospedando.

Recorrer el destino sin itinerario

Comporta es una zona costera compuesta por nueve pueblos. Quien recorre la carretera de manera paralela al Atlántico se encontrará con entradas a distintas playas. De éstas, la principal (como se podrán imaginar) es la de Comporta, pero también hay otras en la periferia, como las de Carvalhal, Pego, Pinheirinho y Aberta a Nova.

En un par de ellas hay chiringuitos para comer mariscos frescos (si optan por Carvalhal, hay que sentarse en O’Dinis para comer uno de los mejores pescados de la zona) y beber algo. Otras son menos concurridas, pero resultan idóneas para quien prefiere alejarse por completo del bullicio.

A lo largo y ancho de la región abundan los rincones semisalvajes. Basta con recorrer sus suelos arenosos, las dunas y los arrozales, o cruzar las filas de pinos y las flores silvestres que flanquean las carreteras, para encontrar lugares maravillosos.

Sin embargo, que éste no sea un sitio muy desarrollado no significa que falten las actividades. Hay de todo y para todos. Yo preferí brincar de una playa a otra, de restaurante a restaurante, y volcarme en largas siestas y copas de vino de bodegas locales.

Para quien llega con más energía hay un montón de cosas que hacer. Están los paseos en barco, los recorridos en bicicleta o a caballo, las clases de surf o los shopping sprees en las tiendas de diseño local.

En cuanto al hospedaje, la experiencia puede ser tan rústica o tan lujosa como uno quiera. Hay hoteles como Sublime o la Quinta da Comporta, que desbordan comodidad, y villas espectaculares como Campo Do Arroz. Sin embargo, también se pueden encontrar propiedades en renta, más modestas pero no por eso menos encantadoras.

La historia de Comporta se empezó a escribir hace relativamente poco, más o menos en los años cincuenta, cuando una pareja de hermanos banqueros, de apellido Espírito Santo, se encontró con estas playas de arena dorada y suave mientras navegaban en su velero. Al darse cuenta del potencial de la zona, hicieron lo que cualquier millonario emocionado: comprar 15,000 hectáreas en su nuevo sitio favorito.

Durante mucho tiempo ellos fueron casi los únicos visitantes de la región. En realidad, hasta hace unos 15 años no era una zona muy popular entre viajeros internacionales. Era meramente local. No obstante, como siempre, tarde o temprano se supo el secreto de las dunas y el mar turquesa de la costa portuguesa.

A pesar de que hoy es un destino más o menos conocido, conserva un ambiente rústico y sin complicaciones, que es donde radica su magia.

Aún tiene rincones donde se puede sentir lo mismo que en su momento vivieron Ruth Reichl y los hermanos Espírito Santo: una refrescante sensación de descubrimiento, que en este mundo comienza escasear.

next