Road trip: en casa rodante por la costa australiana

Canguros, playas que parecen salidas de diferentes postales, picnics, sándwiches y momentos de esos que suceden #sóloenAustralia

05 Jul 2019

  • Sábado: de Bondi Beach a Port Stephens

Sentadas en el cordón de la vereda, rodeadas de seis maletas, dos tablas de surf, 15 bolsas de supermercado y dos cajones de cervezas, Luján y yo parecemos dos sudacas homeless —y alcohólicas— perdidas en Bondi Beach (pronúnciese Bóndai). En este reducto hippie-hipster al este de Sydney, Australia, famoso por sus playas de arenas blanquísimas y olas exigentes, abundan los restaurantes de comida vegana, salones de bikram yoga, contenedores para reciclar basura y surfers que andan descalzos por la calle (prueba de la pulcritud de sus aceras).

No somos, entonces, una visión demasiado agradable para los vecinos: una mujer que pasea a su bulldog francés nos mira con desdén al esquivarnos, aunque no logramos constatar si su aire de desprecio es por estar desparramadas en la banqueta —sagrado espacio público australiano— o por haber aceptado tantas bolsas de nailon en Coles, el supermercado de bajo precio donde hicimos las compras, en lugar de bolsas reutilizables de tela.

Son las 12:15 de un sábado nublado de febrero de 2015 y estamos esperando a Félix y Jerónimo, nuestras respectivas parejas —hermanos ellos—, que fueron a recoger la casa rodante (RV, por sus siglas en inglés: recreational vehicle), a la otra punta de la ciudad.

La división de tareas, claramente sexista, había comenzado la noche anterior al planificar la estrategia de salida: nosotras haríamos las últimas compras y terminaríamos de empacar los enseres y ellos se encargarían de recoger la máquina, previo curso acelerado de sus especificaciones vehiculares (léase: dónde guardar las mangueras de conexión de agua, cómo desagotar el tanque séptico y otras delicias).

Cuando por fin la RV (una bestia de 3.25 m de altura y 7 m de largo) dobla la esquina con los chicos saludando victoriosos detrás del parabrisas —Félix al volante, del lado derecho—, la escena cobra una dimensión surreal y cinematográfica.

“¡Me siento en una película yanqui!”, dice Luján entre risas, adivinando mi pensamiento. Gritamos excitados y admiramos el que será nuestro hogar rodante durante la próxima semana, la caravana mágica que nos transportará por las gloriosas playas doradas de la Costa Este australiana —de Sydney a Brisbane, unos 920 kilómetros—.

Por dentro, es como un camarote de barco donde cada mueble y objeto está pensado para optimizar el espacio, con gavetas distribuidas por doquier, trabas en cada puerta y cajón (luego comprobaríamos lo fundamental de este detalle), y mesas que se desmontan para convertirse en camas. El baño es bastante más digno de lo que esperábamos, aunque decidimos en el acto que sólo se utilizará para hacer número uno y nunca-pero-nunca-jamás número dos. Sellamos el acuerdo unánime con un solemne asentir de cabezas.

La única desilusión sobreviene al comprobar que la casa y el auto son dos unidades separadas. Claro, en Australia, cuna de la moralidad y el acato de las leyes, los pasajeros estamos obligados a viajar con cinturón de seguridad en la parte delantera y en ningún caso, so pena de multa, ir en el habitáculo trasero. Malísimo. Habíamos imaginado horas de viaje en ruta jugando a las cartas en la mesa de atrás o improvisando un sándwich cuando el hambre atacara. Pero, al menos, tendré el baño siempre a cuestas, un lujo con el que jamás contamos al encarar un road trip mi diminuta vejiga y yo, que grita  ¡baño!¡ cada 30 kilómetros.

Cuando por fin logramos meter hasta el último bolso, aseguramos los frascos y las botellas de vidrio y atravesamos las tablas de surf en el pasillo; nos instalamos en la parte delantera. Ya tenemos como cuatro horas de retraso con respecto al itinerario original, pero es tal el jolgorio que se vive en el auto, que ni yo me angustio por el timing. Aseguramos los cinturones, Félix pone música y aplaudimos de alegría al entrar en la Pacific Motorway, no sin antes tomar la selfie obligada. Segundos después, ya está en el Instagram de Jerónimo: Aarrancó el road trip, junto con el emoticón de carita sonriente y gafas negras.

Estamos obsesionados con ver canguros. Al costado de la ruta se reproducen los carteles con íconos de éstos y de koalas a modo de advertencia, lo que alimenta nuestra ilusión de que en cualquier momento tendremos que frenar en seco porque un precioso ejemplar cruzará frente a nuestras narices. Cuando eso no sucede, tras unos 100 kilómetros de autopista (donde el carril izquierdo se utiliza solamente para adelantar, algo que aprendemos a fuerza de bocinazos), hurgamos en las redes sociales desde nuestros celulares con el hashtag #kangaroos. Bingo: a 20 kilómetros hay un sitio donde podremos verlos de cerca y queda camino a Port Stephens, nuestro primer destino.

La Australian Wildlife Society estima que en el país existen casi 60 millones de canguros —más del doble que su población humana, 23.8 millones—, con 48 subespecies distintas. Este marsupial da nombre a su equipo nacional de rugby (quizás el deporte más celebrado por los australianos) y aparece en su escudo de armas, no por ser el más popular, sino por simbolizar a la perfección su lema “Advance Australia”: los canguros son de los pocos animales que tienen dificultad para moverse hacia atrás.

Seguimos el GPS hasta las afueras de Lake Macquarie, un pueblito de casas bajas con jardines pulidos y, finalmente, llegamos al Morisette Hospital, un instituto psiquiátrico que funciona desde 1909 frente a una pequeña laguna, rodeado de pastos verdes donde circulan con parsimonia un centenar de canguros, una colonia formada espontáneamente. Los hay de todos los tamaños (aunque ningún canguro rojo, los más peligrosos, cuyos ejemplares llegan a medir 2.8 metros de altura) y hasta hay algunas hembras que cargan a su cría en el bolsillo abdominal.

Al principio avanzamos despacio, temiendo pasarnos de listos y recibir un puñetazo en la cara, pero al ver a una mujer con hijos pequeños que los acaricia como si fueran perros de campo, entramos en confianza. Nos sorprende su mansedumbre: parecen casi indiferentes a nuestra presencia.

Si bien alguno que otro se aleja con desconfianza, la mayor parte de ellos se deja acariciar y hasta posa para la foto. Al rato se acerca un hombre que explica que es cuidador voluntario y que casi todas las tardes acude para instruir a los turistas: hay que darles solamente fruta o vegetales, nada de galletas, y mucho menos pan. “La harina es mala para ti también, querido”, le dice a un niño de unos seis años que sostiene una bolsa de pan picado.

Volvemos a la carretera, desbordando alegría tras este encuentro formidable, australianesco en su máximo esplendor, y aliviados de haber tachado un ítem crucial en la lista de obligados del viaje.

  • Domingo: de Port Stephens a Hat Head

Me despierto, literalmente, con el canto de un pájaro junto a la pequeña ventanilla que hay sobre nuestra cama, una litera doble. Félix ya se levantó; Luján y Jero duermen a pesar de la luz, que entra despiadada a través de las cortinitas azules.

Anoche llegamos al Shoal Bay Caravan Park cuando ya estaba oscureciendo y la oficina había cerrado, pero usamos el código que nos dieron por teléfono cuando hicimos la reserva y, mágicamente, la barrera se abrió.

Estaba repleto de RVS, todas prolijamente estacionadas en su sitio asignado (cada powered site, con su propia conexión eléctrica y de agua potable, rejilla para desagotar el agua sucia —y acceso a baños y parrillas—, cuesta unos 45 dólares la noche, en promedio).

Reinaba un silencio tan discreto que nuestra llegada fue bochornosa. Dos vecinos sesentones se apiadaron de nuestra ignorancia y nos ayudaron a conectar los cables y mangueras. Bill, uno de los jubilados, contó que viajaba en casa rodante desde pequeño y que de grande introdujo a su mujer a esa pasión. Él mismo nos recomendó usar las parrillas comunitarias del parque, así que nuestra cena inaugural fue un asado (a gas) con vino y fernet.

Hoy la mañana es perfecta: un cielo celeste rabioso, una suave brisa de verano. Antes de desayunar, aprovechamos para conocer la playa que está justo enfrente, cruzando la carretera. Una bahía donde deambulan veleros y barquitos. La arena es suave y clara, y las olas parecen traer brillantina en la espuma.

Antes del mediodía hay que dejar el parque (previa ducha en los baños comunitarios, increíblemente limpios), así que levantamos el campamento —algo que nos toma más de lo pensado, pero que con el correr de los días se hará cada vez con más eficiencia— y salimos a recorrer los alrededores.

La revista que nos entregaron en la agencia dice que hay que visitar el Tomaree National Park, un vergel de 23 kilómetros cuadrados donde supuestamente se puede ver koalas, pero es imposible estacionar el mastodonte que manejamos en la entrada principal. Damos algunas vueltas hasta que llegamos a otra punta de la reserva frente a una entrada cuyo cartel señala Zenith Beach; para entonces ya estamos muertos de calor y preferimos un baño de mar antes que ver un koala.

Sin muchas expectativas, subimos por un camino de arena y al pasar un médano nos encontramos con una bahía resplandeciente al pie de un morro verde de arena dorada y mar turquesa. Hay sólo tres o cuatro grupos de personas, unos con niños, y un perro labrador que no hace más que reforzar la visión idílica. Al final del viaje, cuando hagamos la votación de favoritos, este juicio será unánime: Zenith Beach es, por mucho, la mejor playa; ni un ápice de lástima por el Tomaree National Park.

En Australia la cultura de picnic está tan arraigada que al costado de sus rutas y autopistas es raro encontrar restaurantes o diners como en Estados Unidos (mucho menos, parrillas ruteras como las de Argentina o Uruguay); en cambio, hay rest areas cada tantos kilómetros, de uso gratuito, con mesas de madera a la sombra y baños. Así que, tras dejar atrás Port Stephens, almorzamos unos sándwiches en uno de estos spots y seguimos el viaje: hay que llegar a Hat Head antes de que oscurezca.

Llegamos pasadas las siete, con la noche pisándonos los talones, pero a tiempo para entrar al Hat Head Holiday Park, sobre la playa que lleva el mismo nombre, donde desemboca el arroyo Korogoro. Es bastante menos glamuroso que el parque anterior, pero suficientemente acogedor.

Nos apuramos a instalar todo para llegar a la playa con el atardecer, pack de cervezas y nachos en mano. La playa, angosta y de agua azul, está vacía cuando llegamos, pero al rato vemos un grupo de motos y camionetas que se agolpan en la orilla.

Cuando ya casi es noche cerrada, montan un despliegue en cinco minutos: con la ayuda de dos motos de agua, tiran una inmensa red de unos 15 metros, que luego recogen con ayuda de las pick ups que iluminan la escena. Al traer la red a la orilla vemos cientos de pescados atrapados, aleteando con desesperación, y entonces se acerca el resto del grupo con baldes para recoger el botín, uno por uno.

Volvemos a la casa rodante con hambre, sólo para encontrarnos con una invasión de mosquitos homicidas, lo que nos obliga a desmontar todo para poder ir hasta el pueblo a comprar repelente, pues la tiendita del camping está cerrada. Todo cierra a las 18 horas por aquí, muy a nuestro (desorganizado) pesar.

  • Lunes: la tierra prometida, Byron Bay

Despertamos con la prisa de quien sabe que hay sitios mejores por conocer. Hat Head es una playita simpática, sí, pero no es más que una escala sin mucha importancia en nuestro camino hasta costas más esplendorosas. (Días después lamentaríamos no haber parado en Coffs Harbour, un pueblito playero, aparentemente alucinante, unos 120 kilómetros más al norte, recomendación de unos australianos que conoceríamos en un bar).

Antes de dejar el parque pasamos por la prueba de fuego: desagotar el tanque del baño químico. Amparándonos en la tajante división de sexos que se impuso desde el día uno —y en el montón de platos y vasos que lavamos esa misma mañana—, Luján y yo damos por sentado que se trata de una tarea masculina y esperamos cómodamente sentadas en el auto. Los hombres regresan con los rostros transfigurados y los labios torcidos en una mueca atroz.

“Nunca vi tanto pis junto en toda mi vida”, dice Félix, azorado. Esa es una de las consecuencias no deseadas de la estadía en una casa rodante: lo escatológico irrumpe en las vacaciones como un pariente insoportable que se cuela en la cena navideña. Uno toma conciencia a cada rato de la cantidad de desechos que genera —corporales y materiales—, los olores que emanan de éstos, los litros diarios de agua que necesita para sobrevivir.

Viendo pasar los paisajes verdes de la ruta que nos lleva hacia el norte, elucubro una teoría: ¿será que los australianos son pioneros en sustentabilidad porque todos veranean desde chicos en casas rodantes o campings? Byron Bay nos recibe con un baño de sangre: ayer hubo dos ataques de tiburones, uno de ellos mortal.

El pueblo entero está convulsionado con la noticia. Aunque se habla mucho de los tiburones asesinos de Australia, lo cierto es que los ataques son bastante raros: en los últimos 35 años sólo hubo siete en todo el país (incluido este último caso, un surfer japonés de unos 40 años), pero cinco fueron en Byron Bay o en zonas aledañas. Se comprende la paranoia.

Fundado en 1770 por el capitán James Cook, Byron Bay ganó fama mundial por sus olas privilegiadas para el surf, aunque en la última década se hizo conocido también por el encanto hippie-chic de sus calles, con casas de madera, tiendas de surf, locales con ropa de aire bohemio, juguetes eco-friendly, almacenes orgánicos, delis e incontables bares donde, por las noches, hay música en vivo (para completar el cliché, apenas llegamos vimos un grupo de hare krishnas bailando al son de instrumentos extraños y vestimentas ídem).

La población permanente es de unos cinco mil habitantes, pero es temporada alta, así que el pueblo está colapsado. Tras recorrerlo un poco, conseguimos uno de los últimos lugares libres en el Clarkes Beach Holiday Park, a unos pasos de la playa homónima, entre la atestada Main Beach (en el centro de Byron) y The Pass, una de las mejores para incursionar en el surf. Estacionamos la RV e improvisamos un almuerzo de sándwiches en la playa, que está literalmente a 20 pasos del sitio donde acampamos.

Para el momento en que regresamos a la casa rodante, el cielo se ha puesto violáceo y ha comenzado a lloviznar, tal como estaba pronosticado. Entonces, bajamos el toldo eléctrico, preparamos una jarra de un trago típico inglés que descubrimos aquí (hielo, Sprite, hojas de menta, frutillas y varias medidas de licor Pimm’s: una delicia) y nos acomodamos en las sillas plegables mirando hacia la calle en el mejor acto dominguero, pueblerino y sudaca que se pueda concebir.

  • Martes: Byron Bay, bis

Man killed was a bully” (el hombre asesinado era un matón)” es el titular del diario local que lee, absorto, un hombre en Clarkes Beach. El pueblo sigue obsesionado con esta noticia y circulan nuevos rumores, como el que asegura que la víctima del segundo ataque de tiburón —que sobrevivió— manejó él mismo, herido, hasta el hospital, ya que su compañero tenía vencida la licencia de conducir.

Hoy amaneció nublado, pero con destellos de sol, por lo que apostamos a que la lluvia se demorará hasta la tarde. Cargamos tablas, trajes de baño y mochilas con picnic y atravesamos la arena hasta The Pass, desde donde sale un camino para cruzar hacia Wategos Beach, en la siguiente bahía.

El cruce implica saltar rocas y subir por un camino flanqueado por plantas tropicales que, en medio, tiene un mirador con una vista de altura deslumbrante. Desde allí se ve la costa de Wategos, con aguas turquesas que se mecen en vaivén sobre la arena blanca interrumpida sólo por algunas rocas, y también parte del pueblito donde sobresale el antiguo faro, que, según dicen, tiene una vista descomunal.

Las olas de Wategos están en todo su esplendor. Félix y Jero se abocan al surf —no sin cierta aprehensión, dados los recientes eventos desafortunados— y Luján y yo conversamos con una pareja de argentinos que vive cerca de Sydney. Ella acaba de volver de surfear.

Apenas una hora antes vio pasar una manada de delfines a pocos metros, dato que nos tendrá el resto del día entornando los ojos hacia el mar, procurando ver, aunque sea, el destello de una aleta o piel gomosa sin éxito. Pasado el mediodía improvisamos un asado, bajo la sombra de unos árboles frondosos junto a la playa, en unas parrillas a gas que son gratuitas, obvio #sóloenAustralia.

Llegamos al centro de Byron cerca de las 17:30 con la intención de hacer compras, pero apenas logramos mirar unos vestiditos en una exquisita tienda, Driftlab, cuando todos los locales de la cuadra cierran sus puertas y bajan las persianas al unísono en lo que parece una coreografía ensayada con minucia. Nos queda, entonces, un sólo programa posible: salir de copas.

En Sydney nos habían advertido que Byron estaría repleto de bares con mucha onda y guitarristas bohemios que ofrecen shows improvisados, así que empezamos el recorrido en la terraza del Ginger Pig, donde suena música cubana y sirven cerveza de barril. De ahí seguimos a Balcony, un resto-bar en un primer piso que recomienda fervientemente la guía Lonely Planet, y con razón: decoración coqueta pero relajada, buenas tapas y un Aperol Spritz especialmente rico.

Luego llega el turno del bar del Great Northern Hotel, donde acaparamos una mesa con sillas altas frente a una banda de jazz que recién empieza a tocar y pedimos una ronda de cervezas y hamburguesas.

A medio camino del show, Jero descubre que perdió su billetera: no nos atrevemos a decir que se la robaron porque sería impensado en un lugar como Byron Bay —donde la gente deja los autos abiertos y sus bolsas en la arena mientras toman largos baños de mar—, pero tras recorrer los sitios donde estuvimos sin hallarla, empezamos a sospechar. Hacemos la denuncia en la comisaría y, resignados, vamos a un último bar (la terraza del Beach Hotel) para levantar los espíritus y cerrar la noche con una ronda de cervezas heladas.

  • Miércoles: de Byron Bay a Noosa salvaje

Otra vez los hare krishna, esta vez bailando en la puerta de un local que arregla tablas de surf. Ya no nos resultan tan simpáticos, más bien producen algo de irritación porque su alegría contrasta con el malestar general que reina en nuestro grupo por la pérdida de la cartera.

Hacemos una última recorrida por los sitios en los que estuvimos anoche y un llamado a la comisaría —no hay rastros de la billetera— antes de encarar la ruta hacia Noosa, 300 kilómetros más al norte. A pesar de la recomendación de Lonely Planet, no vamos a frenar en Gold Coast ni en Surfer’s Paradise; varios viajeros que conocimos en Byron nos aseguraron que vale más la pena apostar por la naturaleza impoluta de Noosa que por aquellas ciudades famosas por sus parques de diversiones y su vida nocturna.

En el camino revisamos la guía de parques y decidimos arriesgarnos al Noosa North Shore Beachfront Campground, el más alejado del pueblo de Noosaville —una especie de Byron Bay pero más top y más caro—, sin conexión de agua y escasa electricidad, pero situado en medio de una reserva natural sobre la playa Teewah.

Las fotos son tentadoras y los comentarios en Trip Advisor son puras flores hacia el lugar (paraíso virgen) y los anfitriones (acogedores y serviciales). Para llegar cruzamos un río en una balsa que demora unos cinco minutos y luego recorremos un camino sinuoso rodeado por un bosque de bambú. Al costado de la ruta se repiten los carteles de atención a koalas y canguros; ya presentimos que es una buena elección. Al llegar al parque, un golpe de suerte termina por confirmar el acierto.

“No me van a creer, pero acaba de desocuparse un sitio que se reserva con seis meses de anticipación: es justo frente al mar y tiene conexión eléctrica”, dice
John, el administrador del parque, al recibirnos. Efectivamente es el mejor spot de todos: alejado del resto de las casas rodantes con vista panorámica al mar y a pocos pasos de la playa.

Apenas terminamos de acomodarnos cuando, de la nada, se acerca con pequeños saltos un canguro de un metro y medio de altura. Sería el primero de varios ejemplares que veríamos en los próximos días, además de una lagartija parecida a una versión mini de un dragón de Komodo y un loro de pelaje multicolor. Un rato después, otra buena noticia: apareció la billetera de Jero, con todo adentro (incluido el dinero), según le avisan al celular desde la comisaría #sóloenAustralia.

La tarde es gris y ventosa, y, por primera vez en el viaje, nos ponemos la chaqueta para ir hasta la orilla del mar. John nos ha prestado su caña de pescar y carnada (efectivamente es un gran anfitrión), por lo que nos instalamos allí con cerveza y papas fritas hasta que la llovizna nos obliga a regresar.

Esa noche me desvelo oyendo el viento y la lluvia de verano, que cae sobre el techo, espiando de tanto en tanto el mar por mi diminuta ventana. Finalmente, la lluvia cesa, y me duermo con el rugido sereno de las olas.

  • Jueves: Noosa bis

Si esto fuera un diario de viaje, habría aquí una entrada en blanco. No por desgana ni falta de interés, sino porque este jueves se pasó con la naturalidad y la parsimonia de un domingo, sin más que hacer que postrarse frente al mar en una silla plegable, interrumpiendo el juego de backgammon para checar de tanto en tanto la caña de pescar y comprobar si hay un pique (no hubo, de hecho, pesca alguna); dormir la siesta abrigados, oyendo el viento soplar con insistencia; tomar mate bajo el toldo mientras llovizna despacio, inhalando con regocijo el olor de la tierra mojada mezclada con sal; pensar en las canciones de Jorge Drexler que hablan del mar y del viento salado, aunque Uruguay esté a miles de kilómetros de distancia; cenar fideos con salsa y una copa de vino y jugar una ronda de cartas; dormir otra vez con el mar de fondo y el murmullo de las olas colándose en los sueños.

  • Viernes: Fraser Island 

Cómo dilapidar el último día de unas vacaciones gloriosas: despertarse a las 5:30 y salir con las primeras luces hasta el punto de encuentro del tour, uno hacia una isla que recomiendan todos los lugareños y que la guía Lonely Planet incluye entre los 25 Top highlights de toda Australia. Asumir que el lugar realmente vale la pena para un viaje de día completo que cuesta 130 dólares por persona (en promoción) y requiere dos horas de ida y dos de vuelta (supuestamente). Subir a un 4 x 4 gigante junto a una pareja de brasileños, dos de australianos y una de ingleses. Atravesar un bosque y entrar a una playa donde el andar se vuelve tembloroso. Tratar de entender, al menos, un 15% de lo que relata Peter, el guía que hace 27 años hace el mismo tour, que habla un australiano tan cerrado que por momentos parece alemán.

Registrar una frase fundamental para mentalizarse en lo que será un largo viaje: que Fraser Island es la isla de arena más grande del mundo, con 1 840 kilómetros cuadrados (casi tres veces el tamaño de Singapur), y fue declarada Patrimonio Mundial en 1992.

Cansarse del traqueteo del jeep sobre la arena y del mismo paisaje que parece nunca acabar. Cruzar en balsa un estrecho de agua hasta Fraser Island. Pensar: “ahora empieza lo bueno”. Entrar con el jeep en un bosque tropical donde el camino trae más zarandeo todavía. Soportar cerca de dos horas de zigzagueo con una mezcla de hartazgo y náuseas. Oír varias veces al guía hablar sobre los dingos, una extraña raza de perros salvajes que llegaron hace 3000 años desde Asia y se comen el ganado, y hace tres años mataron a un niño.

Sumarle a las náuseas el miedo a ser devorado por un dingo. Llegar, finalmente, a la primera parada, tras más de cuatro horas de viaje. Nadar en el ansiado Lake McKenzie, unas 150 hectáreas de agua prístina dulce y arena de silicio blanquísima. Frotar los anillos y joyas en la arena, tal como sugirió Peter, y comprobar que efectivamente quedan brillantes. Echarse al sol y pasarla bien por primera vez en todo el día.

Pasar allí menos de una hora y tener que volver al punto de encuentro para un breve (pero suculento) almuerzo, recorrer el famoso rainforest (y admirar la variedad de eucalipto llamada scribbly gum, por las marcas en su tronco que parecen grafitis), y volver a subirse al 4 x 4.

Hacer el mismo recorrido a la inversa: otra vez la batidora humana, el mismo camino, los mismos árboles, la misma voz del guía sonando en el altoparlante como un disco rayado. Pensar que se estuvo menos de tres horas en la isla, contra cuatro de ida y cuatro de vuelta.

Creer que el tour no es tan malo, pero no es un programa de un día sino de tres o cuatro. Reír para no llorar pensando en lo que costó, pensar que en eso se fue el último día del road trip. Regresar de noche con cansancio y náuseas, pero riendo a carcajadas de lo ridículo que fue todo. Entrar a la casa rodante y sentirse en casa.

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