Canadá

Yellowknife y sus impredecibles auroras boreales

Yellowknife es la capital, la única ciudad y la comunidad más grande de los Territorios del Noroeste de Canadá. Remota, a 400 kilómetros al sur del círculo polar ártico es el lugar perfecto para ver auroras boreales.

POR: Paulina Espinosa

Les escribo desde un avión en medio del cielo entre Vancouver y México, en pleno marzo del año 2025, mientras trato de explicar con palabras lo que viví esta semana. Bien dicen que las auroras son impredecibles y creo que lo mismo pasa cuando llegan a ti. Escogen, de la nada, cuándo llegarán a tu vida y te darán el inexplicable regalo que es verlas cruzar el cielo. En mi caso, fue el cielo del noroeste ártico en Canadá.

A principios de febrero me avisaron del viaje y fue algo que surgió de la nada, justo el único fin de semana libre que tenía hasta abril. Más allá de ese detalle, lo que realmente quiero reflejar es cómo algunas cosas llegan inesperadamente a ti. Y eso es algo a lo que me enfrenté durante todo este viaje. A lo incierto, a creer que sabía qué iba a pasar cuando en realidad no tenía idea de lo que me esperaba.

Desde empacar mi maleta. ¿Cuántas capas de ropa son necesarias para sobrevivir temperaturas que pueden ir desde los –15 °C hasta los –40 °C sin exceder 18 kilos? ¿Cuál es la mejor ropa para rentar y soportar el frío al estar allá? ¿A qué Dios le rezas para que el forecast de las auroras te indique que vas a lograr verlas? Aunque quiero decirles que, si algo aprendí estando en medio de un bosque boreal, es que el forecast no sirve de nada, pues el cielo puede cambiar de un momento a otro y eso es imposible medirlo con exactitud. 

Después de tomar un vuelo directo de Ciudad de México a Vancouver, aterrizamos en la ciudad canadiense a las 9:00 a.m. Gracias a la eficiencia de su sistema migratorio, para las 9:30 estábamos libres de las tareas aeroportuarias, con una escala que duró prácticamente todo el día, pues nuestro siguiente vuelo hacia el destino final, Yellowknife, salía hasta las 8:30 p.m. Aunque uno suele sentirse agotado después de tener que madrugar para tomar uno de los primeros vuelos del día, esperarse para ese último vuelo vale la pena.

En el ínter, desde el aeropuerto tomamos el metro rumbo a uno de los outlets más populares de la zona y que está a sólo dos paradas, aunque también puede llevarte hasta el centro de la ciudad de Vancouver en cuestión de minutos. 

Para las 10:30 ya estábamos en McArthurGlen Designer Outlet y sus tiendas apenas comenzaban a abrir. Lo más certero fue tomarnos un café, que nos ayudó a templar el cuerpo para que se acostumbrara a un clima no congelado pero sí frío, y que, comparado con las temperaturas que nos esperaban más al norte, parecía como si estuviéramos en pleno verano. No soy fanática de ir de compras. Siento que es una actividad que agota sin hacer nada épico. Sin embargo, había tres de mis tiendas favoritas y el día pasó rápido; cuando me di cuenta, ya estaba pasando otra vez por seguridad para abordar nuestro siguiente vuelo. 

No les voy a mentir, a esas horas ya se me cerraban los ojos. Sin embargo, cada vez que llego a un aeropuerto que no conozco voy a dar la vuelta por todas sus tiendas, veo las revistas que tienen a la venta, compro mi favorita y busco algo de comer. Un sándwich de pesto, mozzarella y aguacate de Joe & The Juice y una Coca light fueron mis to-go y esperé para comérmelo sentada en el avión, porque la instrucción fue clara: nada de dormir durante el vuelo Vancouver-Yellowknife.

Es un vuelo de aproximadamente dos horas y media. Corto para algunos, largo para otros, pero perfecto para tener un primer encuentro con las auroras boreales, si tienes mucha suerte. No es común verlas desde el avión, aunque las condiciones sean ideales, ya que estás volando de noche en pleno cielo frío del noroeste ártico.

Pasó la primera hora de vuelo y sólo vimos reflejos desde dentro del avión que nos hacían creer que el gran momento estaba llegando, así que, después de cenar, comencé a dormitar mientras escuchaba un episodio del podcast que llevaba como compañero. No pasaron ni 20 minutos de haber cerrado los ojos cuando mi compañera de al lado, quien iba en la ventana, me movió con su codo y me dijo: “¡Ve, se está formando una aurora!”. Más despierta que en las últimas 14 horas del día, aunque escéptica por las 300 veces que me había ilusionado anteriormente, le pedí permiso y crucé mi cuerpo hacia la ventana. Y, en efecto, ahí estaba. Una especie de gas de color menta que poco a poco empezaba a moverse como si fuera una culebra y, conforme crecía, su color se potenciaba. En cuestión de un par de minutos era de un verde eléctrico y daba la percepción de estar en 3D, al lado o enfrente de nosotros. 

Raro, pero ocurrió. Vimos auroras boreales durante la hora y cuarto que nos quedaba de vuelo, en una de las noches más intensas que había tenido esa temporada. Y debido al espectáculo en el que nos encontrábamos inmersos, el piloto apagó las luces adentro del avión para que pudiéramos disfrutar la naturaleza que pocas veces se deja ver de esa manera. Raro, pero también pasó. 

El lugar es remoto. Tanto que el gobierno de los Territorios del Noroeste te da un reconocimiento por cruzar el paralelo 60 norte de la Tierra. O por estar aproximadamente a 400 kilómetros al sur del círculo polar ártico. O simplemente porque, mientras bajas las escaleras del avión, el frío que logra meterse hasta la última capa que tenemos sobre el cuerpo es lo único que logra robarte la atención de la aurora boreal en el cielo sobre Yellowknife. 

El aeropuerto también te hace sentir lejos de todo, atrapada en un tiempo en el cual la tecnología podría parecer que prácticamente no existe. En medio de las cintas de equipaje hay una imagen de un oso polar cazando una foca, lo que te hace pensar en la última vez que visitaste un acuario o un museo natural, y, cuando sales, no encuentras cientos de taxis que te llevarán a uno de los tres hoteles de la ciudad. En su lugar hay un camión comunal que hace paradas en los diferentes hoteles y al que también se suben el piloto y la tripulación del vuelo. 

Nuestra parada fue en The Explorer Hotel, que, como se puede intuir por el nombre, está lleno de personas exploradoras de todo el mundo que salen a sus tours nocturnos para cazar la principal atracción del lugar: auroras boreales. Ahí pasamos sólo una noche antes de iniciar la verdadera aventura, aunque días después regresaríamos para tomar un tour nocturno, como lo hace la mayoría de los turistas que visitan el lugar.

En realidad, un lodge ubicado en un bosque boreal en medio de las millones de hectáreas alrededor de Yellowknife era nuestro destino final. Llegar ahí es toda una aventura, ya que está rodeado de lagos, congelados la mayor parte del año, y que solamente se puede alcanzar por vía aérea. 

Como les dije, poco sabía de lo que me aguardaba en este viaje y enterarme de que el norte de Canadá tiene su propia aerolínea, llamada Air Tindi, especializada en avionetas y aviones pequeños diseñados para operar con flotadores, esquís, ruedas y llantas, lo cual les permite aterrizar en pistas cortas y no preparadas, así como en lagos o lugares remotos, fue una de ellas. 

El vuelo es muy corto, 25 minutos como máximo. Sin embargo, fue un poco incómodo debido a la cantidad de ropa que traes puesta y lo pequeño que es el espacio dentro de la avioneta. Eso sí, algo que debes saber de este viaje es que no es placentero, empezando por los kilos que le sumas a tu cuerpo con la ropa invernal necesaria para sobrevivir más de dos minutos en el exterior y, aun así, tus ojos pueden sentir las bajas temperaturas.

Casi todos los tours saben dónde rentar el paquete completo de ropa invernal, así que es cuestión de preguntar. La mía la proporcionó My Backyard Tours y fue una gran elección. Incluía una parka gruesa, pantalones para nieve térmicos, botas de invierno Sorel, un buff o cuello térmico, guantes térmicos tipo manopla y un gorro de lana también térmico tipo beanie. Todo fue necesario, no quitaría nada. Algo importante: la chamarra de esquiar no es suficiente. En las noches, mientras esperábamos las auroras frente a una fogata o en medio de la nada, usaba una abajo de la parka y aun así no podía pasar más de 30 minutos afuera sin necesidad de entrar a calentarme.

Al llegar a Blachford Lodge, aterrizas en un lago congelado, lo cual es muy emocionante, sobre todo si nunca antes lo has vivido. Y, para mi sorpresa, no se siente nada aterrizar en medio de un lago con una avioneta, al contrario, fue facilísimo, comparado con la turbulencia a la que nos hemos acostumbrado con los aviones comerciales en cualquier pista de aeropuerto.

Ahí todavía no lo sabes, pero las personas que volaron contigo son los huéspedes que te acompañarán durante esta aventura y se convertirán en tus amigos al terminar el viaje. Te recibe casi el staff completo del lodge, con una calidez que resalta frente a los –27 °C que rodean el lugar. Caminas casi 10 minutos al lodge principal, ya que hay que subir del lago a la montaña en la que se encuentran todas las cabañas. 

Hay una cabaña principal donde se llevan a cabo todas las comidas, con espacios para diferentes talleres y cuartos en la parte de arriba. Es el punto de encuentro para cualquier situación. Llegamos sudados por la cantidad de ropa y con la ilusión de haber caminado una eternidad, pero, una vez que entras a la cabaña sede, entiendes por qué estás ahí. 

Todo es muy acogedor gracias a la madera que rodea el lugar, los cuadros con imágenes o dibujos de libros viejos con la explicación de lo que es una aurora boreal, junto con las cobijas que acompañan cada sillón. A la vez puedes percibir la inmensidad del lugar en el que estás, gracias a los ventanales que rodean la casa y que dejan ver el paisaje completamente blanco que me recordó a Narnia.

Quitarte todo el uniforme invernal al que se acostumbran las personas que viven en los Territorios del Noroeste te toma un par de minutos, pero es una regla no pasar con él más allá de los percheros al lado izquierdo cuando entras al lodge. Sientes libertad y ligereza al estar descalza o en Crocs, y con solo una capa de ropa en la casa. Todo está apuntado a mano en pizarrones, como el menú de cada comida, la cual se prepara con ingredientes locales y de temporada, o el forecast boreal. Mi favorito. Hecho con gises de colores, señala que la posibilidad de ver luces boreales es alta, media o baja ese día, acompañada de una frase y un dibujo que cambia a diario, justo al lado de la puerta.

Ahí, la vida pasa lento. Eso suele ocurrir cuando te alejas de la ciudad y entras en un entorno donde la naturaleza marca todo lo que se puede hacer más allá de platicar, jugar cartas, comer, hacer alguna manualidad o leer. Debido al clima y a las mininevadas que no pararon, el primer día no tuvimos suerte. Amaneció y el día parecía aún más nublado que el anterior, así que después de una caminata de cinco kilómetros, que parecieron 20 gracias a los snowshoes y el uniforme para el frío, me inscribí en un curso para hacer atrapasueños, un elemento usado por las culturas que habitaban el norte de América y los Territorios del Noroeste en Canadá. 

Aunque parece todo lo contrario, hacerlos es muy sencillo y hasta suele llevarte a un estado meditativo mientras vas formando la red con hilos de uno o diferentes colores, los cuales también tienen su propio significado. Los inscritos tejimos nuestro amuleto y al final lo compartimos con una breve descripción de lo que habíamos creado. Mike, un doctor de San Francisco de 72 años casi retirado y que estaba ahí con sus dos hijos para cumplir su sueño de ver auroras, al explicar el suyo dijo una frase que se me fue hasta la primera capa de ropa que traía (si contemplamos que estábamos a –30 °C, pueden hacer las cuentas). Dijo algo así: “Los sueños no tienen orden ni tiempo. Pueden llegar de cualquier dirección, al igual que el método para hacerlos realidad”. Soy cursi y esa frase la llevo conmigo desde entonces.

Ese día tampoco vimos auroras y, siendo sincera, los ánimos empezaban a decaer. Al final, ¿se imaginan viajar tan lejos y no alcanzar a ver ni una sola? Aunque el cielo seguía nublado, las actividades del último día lograron compensar ese sabor agridulce que deja la incertidumbre de no saber si aparecerán o no. Construimos un iglú, literalmente, y después hicimos un recorrido de casi tres horas en motonieve por lagos congelados y bosques inmensos que rodeaban la zona. A mitad del trayecto hubo una pausa para tomar café y comer galletas, y ahí fue cuando se me salieron las lágrimas al sentir la fuerza de la naturaleza alrededor. El silencio, incluso acompañada, se imponía: era imposible no callar para contemplar la inmensidad de todo eso. La nieve blanca brillaba como si no tuviera fin sobre los lagos congelados.

Regresamos al lodge y, aunque la aguanieve no dejaba de caer, nos metimos al jacuzzi un rato para relajarnos. Ya sin un gramo de esperanza, avalada por el forecast, que marcaba como casi nulas las probabilidades de ver algo, me metí a bañar, me puse la pijama y me fui directo a la cama. Eso sí, pedí que me despertaran en caso de que aparecieran las auroras. Una de las cosas que más me gustó es que en el lodge no usan el típico letrero de “No molestar”, sino uno mucho más realista: “Despiértame para ver auroras” o “No me despiertes”

No sé cuánto tiempo pasó cuando me desperté asustada al escuchar los golpes sobre la puerta, acompañados de los gritos de Jonathan, el encargado de “cazar auroras”, que anunciaban “¡Ya llegaron, las auroras están aquí!”. Honestamente, creo que rompí un récord al levantarme y ponerme las 300 capas de ropa necesarias para salir al frío. Al abrir la puerta, me encontré con un cielo tapizado de estrellas, listo para ser el escenario perfecto de las auroras.

Corrí hasta un tipi, lugar donde se hacían las fogatas, y ahí ya estaba la mitad del grupo. Nunca había contemplado un cielo con tantas estrellas. Si te quedabas viendo fijamente, podías ver más de una estrella fugaz cruzando el cielo. Y ahí estaba. Una nube de color menta moviéndose por el cielo. Conforme los minutos pasaban, el color era mucho más intenso, hasta llegar a un verde eléctrico que te roba cualquier tipo de palabras. Recuerdo estarme helando al mismo tiempo que agradecí estar ahí parada, cumpliendo mi sueño de ser testigo de esa naturaleza que a veces parece poco real. Caminamos hacia el lago y pudimos admirar otro par, pero menos potentes.

Ya metida en mi cama, con una adrenalina que me postergó el sueño hasta alrededor de las 3:00 de la mañana, me acordé de Mike y lo que había dicho un día antes. Así que me puse a escribir algo que quisiera recordar toda la vida. 

Me recordó que los sueños, igual que las auroras, son cambiantes: tienen su propio ritmo, belleza y duración. Llegan justo cuando tienen que llegar. Es imposible controlar el instante en que se mostrarán o se harán realidad. Cada uno sigue su brújula interna y, al igual que las auroras, pueden aparecer desde el norte, el sur, el este o el oeste. Para reconocerlos en nuestra vida hay que dejar de mirar siempre en una sola dirección, abrir la visión nos permite percibir la inmensidad que nos rodea. Y es ahí que los sueños, como las auroras, nos invitan a concretar, conectar y crear.

Luego de una gran noche para cerrar nuestra estancia en el lodge volamos de regreso a Yellowknife, directo a una de las atracciones que más turistas atrae durante marzo: el castillo de hielo del Festival de Invierno. Este es construido a lo largo de dos meses por los residentes del norte y quienes desafían los –30 °C. Vale la pena visitarlo, sobre todo si vas con niños. 

A las 9:00 p.m. estaba programado el tour que nos llevaría a una cozy cabin para ver por última vez las auroras. El cielo estaba despejado, así que había una enorme posibilidad de verlas. 

A las nueve en punto estaba el camión afuera del hotel, junto con Tracy, la hostess, un encanto. ​​Luego de manejar durante casi media hora hacia nuestro destino llegamos a un lugar en el que no se veía nada más que oscuridad; lo poco que iluminaba la luna casi llena de esa noche, junto con la luz de un tipi que no era más que decoración. El espectáculo ya había comenzado. El cielo estaba tapizado de luces de un tono menta claro que poco a poco se prendían más. 

En efecto, la cabaña era súper acogedora. Llena de abrigos como los que usan los inuit, los nativos de la zona, con tazas colgadas y mapas pegados en las paredes. Ofrecen un almuerzo de media noche que te hace sentir la fuerte influencia inglesa y escocesa que aún hay en la zona, casi siempre conformado por pan bannock caliente al horno, fish chowder y una amplia selección de tés o vino. 

Esa noche fue impresionante. Y el frío, como ningún otro día. Cuando las auroras son potentes, es posible ver su movimiento como si estuvieran tocando un piano. O como si bailaran. Van y vienen como si disfrutaran ser protagonistas del cielo ártico. Ahí es posible ver otros colores, como rojo o lila, en la parte baja.

Aunque no quisieras ni parpadear, tienes que tomar descansos y entrar a calentarte a la cabaña, darle un par de tragos a tu té o vino y regresar a verlas. A pesar de que las auroras seguían saliendo, regresamos al hotel a la 1:30 de la mañana. El camión para el aeropuerto pasaba a las 3:00 a.m., así que preferí no dormir, terminar de empacar y escribir un poco más de lo que vi ese día. 

Volví a pensar en lo que dijo Mike y entendí que, cuando algo no se cumple, es porque viene un sueño más claro, brillante y hermoso en camino. El cielo nublado sólo te hace dimensionar cuánto deseas algo, porque, cuando por fin lo tengas, probablemente lo agradecerás y lo disfrutarás aún más. Al final, es la incertidumbre la que nos enseña a valorar aquello que solemos dar por seguro. Pero, sobre todo, me recordó la importancia de nunca dejar de asombrarnos con lo que nos rodea.

Y aquí estoy, terminando un artículo que empecé en marzo, durante la última semana de agosto. Creo que, quizá, lo verdadero de los sueños, como de las auroras, no sea verlos cumplirse, sino la certeza de que pueden aparecer en cualquier momento.

 
Array
  • Compartir

Especiales del mundo

Las Vegas Stylemap

Una guía para conocedores