Paraíso en malayo se dice Langkawi y Penang

Suenan lejanos, paradisiacos y extravagantes. Y los son. Todo eso y más.

16 Aug 2019

Volar hacia el resort malayo de Langkawi es espectacular, pues este archipiélago tropical, justo en la frontera con Tailandia, está formado por 99 apiñonados islotes de piedra caliza cubierta de jungla que bloquean las aguas azul turquesa del Mar de Andaman. La isla más grande, Pulau Langkawi, se ha ido desarrollando como un selecto destino turístico durante los últimos 20 años, pero se ha mantenido virgen con una selva exuberante, playas desiertas y campos de arroz, por lo que escapa al turismo de masas y comercial que ha transformado a la cercana isla de Phuket.

 

Aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Langkawi es como viajar en el tiempo. No hay ningún camión para llevar a los pasajeros por las pistas ni una terminal con pasillos interminables, solamente una ráfaga inmediata de calor tropical y los exóticos aromas del franchipán que llegan nada más bajo del avión. Una rápida caminata sobre la pista, y 10 minutos más tarde ya estoy recogiendo mi equipaje mientras una recatada mujer malaya, la señorita Annie, de la agencia de viajes, me espera con un letrero que dice mi nombre, lista para entregarme las llaves del coche que renté. Y las cosas sólo se van poniendo mejor.

 

Después me toma sólo un cuarto de hora manejar hasta The Lighthouse, un idílico restaurante, en el borde de una playa blanca rodeada de palmeras y con vista al mar. Éste es el lugar perfecto para un coctel al atardecer, ya que cada tarde el cielo explota en una gama caleidoscópica de colores. Con docenas de paradisiacas playas salpicadas tanto en la costa este como en la oeste, así como pequeñas islas rodeadas de arrecifes de coral, Malasia malacostumbra a sus visitantes por elección, pero al sentarse aquí en la calurosa penumbra es difícil imaginarse cualquier otro lugar más mágico que Langkawi. No hay hoteles de gran altura, ni bares ostentosos ni centros comerciales, sólo selva tropical, playas desiertas y una vida rural que sigue girando en torno al cultivo del arroz, sin importar el turismo, como ha sido siempre.

 

El dueño The Lighthouse es Shukri Shafie, un viejo amigo a quien conozco de cuando viví en Kuala Lumpur y quien decidió hace unos años colgar la corbata y venir aquí. Empezó con el restaurante y después con una escuela de cocina superexitosa —Cook with Shuk— en su casa, una construcción tradicional de madera, donde los estudiantes aprenden a cocinar una picante res rendang y un curry laksa mientras se inician en los complicados rituales de la corte del Sultanato de Malaca.

 

Shukri quiere que pruebe su platillo especial, Ikan Pepes, un delicioso huachinango horneado en hoja de plátano, pero como todavía no he hecho mi check-in donde voy a dormir, decido regresar al coche. Dos largas playas, Pantai Tengah y Pantai Cenang, se estiran entre The Lighthouse y el Bon Ton Resort. Ésta es la parte de Langkawi que ha cambiado con el tiempo, aquí hay hoteles boutique uno tras otro, económicos hostales para backpackers, spas, bares y puestitos de comida junto al mar. Al final está el Bon Ton, un oasis de calma, alejado de la playa y con vista a los campos de arroz. Este lugar único es la creación de Narelle McMurtrie, una australiana muy luchadora que llegó a Langkawi después de haber llevado restaurantes gourmet en Malaca y Kuala Lumpur. Creó Bon Ton a partir de la transformación de unas sencillas casitas de paja, acá llamadas kampung, en lujosos búngalos para sus clientes.

 

El año pasado, justo al lado, abrió Temple Tree, una colección de casitas malayas de los años veinte y treinta, mucho más lujosas y con un diseño interior muy chic. Esta vez me decido por probar Temple Tree, y me toca la Straits Club House, un amplia villa de los años veinte con habitaciones que sirven como recepción y lobby, un bar, un cuarto con alberca, una biblioteca y un restaurante gourmet que se extiende a la terraza de madera con vista a una alberca de diseño y altas palmeras.

 

El resort cubre casi una hectárea y se completa con nueve antiguas casas que a primera visita parecen un museo de arquitectura tradicional malaya. Las casas tienen entre 70 y 110 años y vienen de todas partes del país (tan étnicamente diverso). La gran mayoría estaba abandonada cuando McMurtrie las salvó. Laboriosamente las desmanteló, transportó y armó de nuevo aquí para luego restaurarlas y redecorarlas con su peculiar estilo que mezcla antigüedades, brillantes colores primarios y eclécticos muebles contemporáneos. Los huéspedes pueden rentar toda una villa, una suite o sólo un cuarto, cada una de las propiedades tiene su carácter y, desde luego, su historia.

 

La Penang House, que recuerda a un búngalo tropical art déco, fue construida en los años treinta por un adinerado hombre de negocios chino y está decorada con postigos color turquesa, viejas jaulas, espejos dorados y una sexy tina de madera, mientras que la Black & White House es de tradicional estilo malayo, con unas distintivas ventanas de vidrio de color, su propio minigimnasio y el porche perfecto para relajarse en una mecedora de mimbre bebiendo un gin tonic, imaginándose los días de las plantaciones inglesas que se cuentan en las historias de William Somerset Maugham.

 

Yo duermo en la suite del último piso en la Chinese House, una magnífica granja de madera centenaria, construida en Johore, cerca de Singapur. Dentro hay un Mahjong room, viejos retratos chinos de familia y cuatro grandes camas coronadas con mosquiteros, pero también hay divertidas piezas de los años sesenta, un sistema de audio supermoderno y una gran pantalla plana. Siguiendo el típico estilo estrafalario de Temple Tree, no hay cobertura de televisión, aunque sí una amplia colección de DVD. Afuera, tres lados de la casa están rodeados por una terraza y se puede ver una tentadora alberca perfecta para un poco de ejercicio en las mañanas; más allá, pantanos llenos de pájaros, arrozales y las altas montañas de Langkawi a la distancia, cubiertas de una brumosa neblina.

 

Cuando uno se hospeda aquí le tienen que gustar los animales, ya que Narelle tiene su propio refugio de animales y miles de gatos deambulan por el terreno, decidiendo qué búngalo —y a qué visitante— adoptaran. El restaurante sirve una original fusión de sabores asiáticos y del Pacífico, y el bar es un favorito de turistas informados y expatriados que viven acá y buscan una opción para las altas horas de la noche.

 

Así que no me resulta tan fácil salir de la cama al día siguiente, pero el barco me esta esperando para pasarme el día saltando de una isla a otra. Me tienta quedarme tirado y sin hacer nada en la misma isla, pero visitar algunas de las 98 restantes es una experiencia inolvidable, sobre todo cuando aparecen en medio del mar como un fiordo noruego. La vida marina también es impresionante. No hace falta saber nada sobre snorkel, tan sólo una careta es suficiente para ver miles de exóticos peces de colores paseando por el coral.

 

La mejor parte del viaje es cuando el barco llega a la playa desierta de Pulau Dayang Bunting, la isla de la Doncella Embarazada, y se sirve un picnic de lunch debajo de las palmeras de cocos. Después, el bote se detiene en el Parque Marino en los alrededores de la isla Payar, donde las aguas poco profundas están llenas de tiburones bebés, totalmente inofensivos y en espera de ser alimentados.

 

Pero Langkawi no se trata nada más de palmeras de cocos que se balancean y de tomar el sol en la playa, ahora me dispongo a descubrir su lado salvaje, una de las selvas más viejas del mundo que cubre la mayor parte del norte de la isla.

 

En la bahía de Burau dejo la carretera principal y sigo por un estrecho y sinuoso camino de 17 kilómetros que se abre paso entre la densa selva. Al final está The Datai, uno de los hoteles de lujo más famosos de Asia, pero también el lugar donde puedo encontrarme con Irshad Mubarak, un líder ambientalista malayo. Los huéspedes del hotel pueden unirse a las caminatas que Irshad hace cada mañana y cada noche. Es un comunicólogo brillante: explica y evoca la compleja evolución de esta selva milenaria, su flora y fauna, los pájaros y las plantas mágicas de una manera sencilla y aderezando su explicación con ingeniosas bromas.

 

Los búngalos de The Datai están totalmente rodeados de selva y, después de pasar un día con Irshad, de pronto estoy mucho más consciente de los miles de sonidos de animales e insectos, ardillas saltando de un lado a otro, pájaros coloridos revoloteando entre las ramas y, durante la noche, ruidosos macacos que buscan comida cerca de mi balcón. El edificio principal de The Datai se levanta en medio de la selva como si fuera un antiguo templo de teca y termina con una alberca que parece desaparecer en un precipicio, con gigantescas terrazas de granito que atraviesan la densa selva, y al final del horizonte, el Mar de Andaman.

 

Caminando desde la selva hasta la playa se pasa por discretas y lujosas villas que se levantan sobre pilotes de madera para los huéspedes que no quieren mezclarse con otros en el edificio principal. Abajo, en la bahía Datai, hay otra alberca y una playa privada que mira hacia Tailandia, una pequeña isla a la derecha y el yate del hotel anclado, esperando a los huéspedes para el coctel del atardecer. Y al volver la vista hacia el hotel, todo ha desaparecido, la selva ha ocultado todas las construcciones. The Datai tiene 800 hectáreas y tomó cuatro años en construirse. Es ecológicamente correcto en serio, y por cada árbol que tuvo que ser cortado se plantó uno nuevo. Así, hoy pareciera que los edificios hubieran estado aquí por siglos.

 

Mientras que The Datai es un resort escondido y discreto, Langkawi tiene otra hermosa playa donde los viajeros pueden terminar sus vacaciones en absoluta opulencia. Pantai Rhu se encuentra a tan sólo media hora en auto, y al borde de una playa de arena blanca, el Four Seasons ha creado un exclusivo resort para consentir a sus huéspedes. El lugar recuerda a un exótico palacio morisco trasplantado a Malasia, un derroche de colores brillantes que contrastan con el blanco de la arena y el verde de la exuberante vegetación.

 

Hay una serie de villas junto al mar con su propia alberca privada que atraen a celebridades como el diseñador de zapatos Jimmy Choo y la actriz Michelle Yeoh, quien recientemente hizo el papel de Aung San Suu Kyi. Aunque el resort tiene una amplísima área de alberca familiar y el carril más largo que he visto jamás, el lugar para relajarse es sin duda el spa. Éste es uno de los spas más innovadores de Asia, tanto por su arquitectura como por sus tratamientos. El espacio parece un santuario de mimos y rejuvenecimiento holístico, bastante separado del resto del hotel, con villas privadas para los tratamientos, estanques y jardines. Hay que elegir unos aceites combinados, como el Om, con incienso, sándalo, cedro, mirra y pachuli, y disfrutar de un masaje Urut Melayu de 90 minutos, un masaje tradicional malayo o la máxima experiencia sensorial, el masaje sincronizado, en el que dos terapeutas trabajan el cuerpo al mismo tiempo. También hay tratamientos new age, como el ritual Earthlight de dos horas, en el que se usan piedras de cristales calientes.

 

A tan sólo 20 minutos de vuelo desde Lang-kawi se encuentra Penang, una isla tropical muy distinta. Conocida como La Perla de Oriente, ésta se convirtió en el primer destacamento del Imperio británico en Asia Sudoriental cuando el capitán Francis Light llegó aquí en 1786, y Penang empezó a ser un rico centro de intercambio gracias a su ubicación estratégica en el Estrecho de Malaca. Viajeros y escritores como Somerset Maugham y Joseph Conrad han venido aquí desde hace tiempo atraídos por la vegetación exuberante y las playas doradas. Pero hoy Penang está de nuevo en las noticias por una razón muy distinta: la capital de la isla, George Town, se ha transformado en el último destino de moda de Asia. Y la palabra clave detrás de esta metamorfosis es herencia, desde que la UNESCO declarara a la ciudad como Patrimonio de la Humanidad. Así, en esta parte del viaje olvido las playas y me quedo en el corazón de uno de los últimos Chinatowns auténticos, para ver cómo este adormilado destino se convirtió en la escapada más chic.

 

Cuando viajo a George Town siempre me consiento y al menos por la primera noche me quedo en las suites coloniales de la gran dama de los hoteles asiáticos, el mítico Eastern & Oriental Hotel: un elegante baño de mármol blanco y negro con una gigantesca tina, ventiladores de techo que runrunean, una cama con dosel con todo y mosquitero, además de un afelpado diván de terciopelo y una vista asombrosa de la alberca color turquesa delineada por palmeras. Hoy, el E&O rebosa glamour y es tan grandioso como cualquier moderno hotel de cinco estrellas. Pero hace 20 años, cuando me quedaba aquí, el lugar estaba en decadencia, arruinado, viviendo de las glorias de su pasado.

 

Casi lo mismo se podría decir de George Town. Hasta hace algunos años, el Barrio Chino en el centro histórico de Penang estaba viviendo de prestado, sus callejuelas mugrientas llenas de hostales económicos para backpackers, locales que ofrecían vuelos baratos, un sórdido barrio rojo y sucios cafés. Parecía que fuera cuestión de tiempo para que llegaran las demoledoras. Pero todo cambió de la noche a la mañana cuando la UNESCO declaró el corazón de George Town Patrimonio de la Humanidad en 2008, reconociendo su “paisaje cultural y arquitectónico únicos, sin paralelo en ningún lugar del este ni sur de Asia”.

 

Para mantener este importante estatus en su herencia, la unesco fija reglas y regulaciones estrictas para que, de una sola vez, todos los planes para nuevos desarrollos —brillantes centros comerciales, lujosos condominios— se paralicen y, en su lugar, una camada distinta de emprendedores entre en escena, rebosando ideas creativas para convertir las antiguas shophouses y mansiones chinas en refinados hoteles boutique, showrooms de diseño, restaurantes de moda y galerías de arte.

 

La transformación ha tomado tiempo, y ahora quiero aprovechar para descubrir qué tan auténtica ha sido la conservación de este barrio histórico; hay muchos tours para los visitantes —desde los que ofrecen el paseo en un rickshaw hasta para los que uno mismo debe pedalear—. Pero para realmente sumergirse en el hervidero de Chinatown hay que caminar, haciéndole frente al 95% de humedad y bochornoso calor, así que yo decido salir a las 7:45 de la mañana con Joann Khaw, quien es miembro del Penang Heritage Trust. Pero nadie que se quede en el E&O Hotel se pierde el festín ritual con el que se sirve el desayuno cada mañana, como un flashback a los antiguos días del raj, cuando los hacendados y los adinerados comerciantes solían sentarse en la veranda del hotel, disfrutando chuletas de cordero, curry picante de pollo, kedgeree o la especialidad local: suculentos camarones con noodles kway teow fritos.

 

Joann es puntual, está lleno de información y conoce todos los recovecos y secretos de Chinatown. Comenzamos caminando a lo largo de Leboh Masjid Kapitan Keling, donde casi pegados unos a otros se encuentran la mezquita Kapitan Keling, un caótico templo hindú con fieles arrodillados en el pavimento que ofrecen guirnaldas de sus flores favoritas a sus dioses y, finalmente, el ruidoso templo budista de Kuan Yin Ma —diosa de la misericordia—, con el aire espeso y penetrante que despiden unos grandísimos inciensos morados. Es un recordatorio instantáneo de que en la multiétnica Malasia, hasta en Chinatown, hay una huella de la influencia malaya e india.

 

El corazón de George Town es el mercado de la calle de Chowrasta, donde se pueden comprar desde mangos hasta papayas pasando por un pollo vivo, cangrejos que se retuercen, especias exóticas como nuez moscada, macis y clavos —que alguna vez hicieron a Penang uno de los enclaves comerciales más ricos de Oriente—, medicinas herbales chinas, gemas preciosas y joyería de oro. Cada casa o tienda que pasamos o parece haber sido hermosamente renovada, o tiene trabajadores dentro o tiene un gran letrero de “Se vende”, y Joann señala: “Obviamente hay un lado malo también, ya que los lugareños que habían vivido aquí por generaciones poco a poco han tenido que marcharse mientras los precios se elevan a niveles astronómicos”. Pero George Town ha tenido su puñado de millonarios por siglos, y dos mansiones muy conocidas, abiertas al público, son impresionantes recuerdos de cómo solía ser la vida opulenta aquí.

 

A los habitantes chinos se les llama peranakans, “los nacidos aquí”. Hombres de negocios exitosos, comerciantes y mineros crearon una cultura única mezcla de influencias chinas, malayas y europeas. El museo Pinang Peranakan Mansion, que alguna vez fue el hogar de un líder del grupo, es una cueva de Aladino llena de tesoros meticulosamente documentados que cuentan sobre este estilo de vida de finales del siglo XIX, decorado con una ecléctica mezcla de muebles chinos de madera, piezas de hierro escocesas, piezas de vidrio art nouveau bohemias y exóticos trajes que van desde un elaborado vestido ceremonial chino hasta sarongs de seda malayos pasando por camisas y trajes a rayas de Saville Row.

 

Al final de la calle, la Cheong Fatt Tze Mansion es todavía más impresionante, y es mejor conocida como la Mansión Azul por el color de sus paredes. Fue construida por artesanos del sur de China en un estilo chino mucho más clásico para un hombre conocido como el Rockefeller del Este. Su interior es una seductora mezcla de culturas. De hecho hace años estuve aquí, cuando el lugar se caía a pedazos y estaba invadido de okupas, y la transformación hasta ahora —no sólo en un fascinante museo sino también en un bed & breakfast— es muy simbólica de la milagrosa transformación de George Town.

 

En la tarde me encuentro con Narelle McMurtrie de Langkawi, porque decidió mudarse a Penang a lo grande: primero con la Strats Collecion, una serie de casas antiguas de 1850 en la calle Armenian que han sido transformadas en espacios para escapadas vacacionales. Las clásicas residencias chinas de mediados del XIX son espaciosos dúplex, con patios interiores que son frescos oasis cuando la temperatura alcanza los 35 grados, y una ducha muy natural durante la temporada de lluvias tropicales torrenciales.

 

China House es un centro artístico y cultural único que ha tomado a Penang por sorpresa. He estado viniendo aquí muchos años y nunca me hubiera imaginado encontrarme con un espacio de vanguardia como China House aquí —en Barcelona, París o Nueva York sí, pero no en George Town—. Localizada en el centro de la zona UNESCO, está formada por tres edificios antiguos, conectados entre ellos por un patio exterior y que juntos se extienden por 120 metros. China House es un laberinto que vibra, con 14 espacios distintos, que incluye galerías y teatros, música en vivo, un bar de vinos, restaurantes, cafés y tiendas.

 

Si se camina hacia la entrada de la calle Beach, hay un informal café Kopi C, lleno de estudiantes fashionistas que beben un espresso y comparten un consentidor e ingenioso postre casero de helado de margarita o un crumble de manzana con guayaba. Junto está el elegante BTB & Restaurant, donde el chef holandés Mathijs Nanne crea platillos como el robalo con costra de camarones con coco braseado y salsa de chícharos y limón.

 

En el piso de abajo, el bar de vinos atraviesa hacia un salón de lectura y un espacio para los niños, mientras que arriba, los jóvenes fotógrafos de Penang exhiben en una galería y otra más está ocupada por una instalación de video alemana. El Artist’s Dorm es un sencillo espacio para dormir que se les ofrece de manera gratuita a los artistas y músicos visitantes. Pasando el patio, con su estanque y su árbol de mango, la atmósfera cambia completamente en la Canteen, un espacio a reventar de gente que baila al ritmo de un grupo de reggae malayo que hace volar los estándares de Bob Marley.

 

Y pareciera que en cada esquina del viejo Chinatown de Gorge Town se escondiera alguna sorpresa: 32 at the Mansion es una magnífica mansión restaurada y convertida en un restaurante gourmet, mientras que Muntri Mews ocupa el espacio de los viejos establos de otra gran casa, hoy convertidos en un hotel de diseño que atrae a modernos flashpackers que buscan estilo y lujo más allá de hoteles económicos. ¿Y quién podría resistir una noche romántica en 23 Love Lane? Se trata de una antigua casa y búngalos de madera decorados con una mezcla seductora de antigüedades y las obras más recientes de los modernos artistas chinos.

 

Lo único que parece no haber cambiado en George Town es la comida. Comer aquí es una experiencia de 24 horas, y los nativos de Penang están locos por su gastronomía, así que no se habla de otra cosa durante la comida. Al día siguiente un grupo de amigos, todos lugareños, me convencen de que la comida es tan importante como la herencia arquitectónica, y me sacan a un frenético tour gastronómico.

 

El desayuno es afuera del templo musulmán Keramat Dato Koyah, donde sentados en una destartalada mesa sobre el pavimento atacamos unos delgados roti canai preparados por un sonriente tamilcon actitud de un pizzaiolo italiano, acompañados de una picantísima salsa de calamar por el total de un ringgit (unos 4.26 pesos).

 

El desayuno continúa al estilo chino, de vuelta en el mercado de Chowrasta, probando congee chino, un lechoso preparado de arroz con intestinos de puerco crujientes, entrañas, del estómago a la lengua, hasta pasteles de sangre de cerdo, complementados con vegetales ácidos curtidos en vinagre chino y unos huevos centenarios. Delicioso, pero no para los que se desmayan con facilidad. También hay delicioso dim sum, pequeños platos de dumplings har gow al vapor y chee cheong fun, rollos de harina de arroz rellenos de pollo barbecue, aunque el plato callejero de la ciudad es el char kway teow, exquisitos noodles fritos preparados con una receta secreta que incluye camarones mantis, hígado de cerdo y berberechos.

 

Para el lunch combinamos un poco de turismo y visitamos el buda reclinado más grande de Asia, en el templo Wat Chayamangkalaram, y luego nos unimos a la cola de Kedai Kopi Sin Hwa para comer un tazón deassam laksa, una sopa agridulce de pescado, condimentada con tamarindo, flor de jengibre, jengibre, pasta de camarón picante, refrescantes hojas de menta y chalotes. Por suerte, el calor de la tarde descarta otra comida, pero al atardecer pareciera que todo Penang hubiera salido a Gruney Drive, a lo largo del malecón. Aquí es donde todo el mundo viene por la especialidad local: los mariscos.

 

Por 50 ringgits por cabeza (200 pesos aproximadamente) se puede reservar una mesa junto al mar en Zealand Bak Kut Teh & Seafood Restaurant y pedir especialidades como camarones dulces al vapor con arroz y vino, un carnoso mero cocinado con tofu, chiles y jengibre o un gigantesco plato de chili de cangrejo, totalmente delicioso, aunque casi debería comerse con babero de tanto que ensucia. La noche es todavía joven, y hacia la medianoche el lugar para tomar el pulso de la comida callejera de George Town son los puestos con luces de neón en la calle New Lane.

 

El lugar está repleto de gente, ruido y deliciosos aromas que se alzan de los woks. Ésta es la versión malaya del self-service, donde uno toma una mesa, da un pequeño tour por los puestos y luego hace su orden. Unos minutos después, los platos humeantes van llegando. Después de ver cómo se preparan los popiah (una especie de rollitos de pasta fina), tengo que pedir unos, junto con los ikan bakar, mantarraya rostizada, y otro clásico malayo: brochetas de pollo, cerdo y res satay aderezadas con salsa picante de cacahuate.

 

Con tantas cosas pasando en George Town, es fácil olvidar que a tan sólo 20 minutos en taxi se puede estar en las playas de Batu Feringgi. Aquí están los hoteles más económicos, los moteles familiares, el Hard Rock Café Hotel y el lugar que merece al menos una noche de sueño: el legendario Shangri-La’s Rasa Sayang Resort & Spa. El extenso resort fue el primero que abrió el grupo Shangri-La, y con el paso de los años ha sido renovado y meticulosamente mantenido. Con su distintiva arquitectura tradicional malaya, un restaurante gourmet, un spa chino, un laberinto de albercas rodeadas de la riquísima vegetación selvática y la perfecta locación de playa, el Rasa Sayang es el lugar ideal para una escapada totalmente relajante antes emprender el largo regreso a casa.

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