La metamorfosis de Malargüe

Un viaje al comienzo (o el fin) del mundo.

14 Nov 2017

Si por alguna razón uno anda de viaje por Malargüe, al sur de la provincia de Mendoza, al centro oeste de la Argentina, y pregunta a otros viajeros cómo es que llegaron hasta allí, las respuestas difieren. Algunos dicen que lo hicieron por casualidad, otros porque alguien se los recomendó, y otros sencillamente están ahí por error. Pero casi todos coinciden en algo: de aquí se llevan, como quien se lleva en la maleta un preciado souvenir, una sorpresa.

Con casi la misma superficie de Holanda, Malargüe es el departamento más extenso de la provincia de Mendoza, el más joven y el menos poblado: allí viven 27,660 personas, 80% en el ámbito urbano y el resto en el rural. Es también el departamento que tiene, entre otras cosas, un modernísimo observatorio internacional para el estudio de rayos cósmicos, un parque con huellas de dinosaurios que pronto abrirá al público, la mayor concentración de volcanes de Sudamérica y, al decir de los científicos, uno de los cielos más diáfanos de esta parte del continente.

Durante diez mil años vivieron en estas planicies puelches, pehuenches y mapuches, grupos originarios de nómadas con la temeridad suficiente para hacer que el criollo tardara en ganar poder territorial. Recién a fines del siglo xix, los militares a cargo del general Rufino Ortega les ganaron la batalla a los indígenas. Desde entonces, Malargüe pasó por distintas etapas, según las actividades económicas que predominaron en diferentes épocas: primero fue agro-ganadera, luego minera y luego petrolera. A comienzos de los años ochenta, el empresario argentino Ernesto Lowenstein montó uno de los centros de esquí más exclusivos de Sudamérica en el valle de Las Leñas, y desde entonces, lentamente, Malargüe empezó a recibir turistas. El boom, sin embargo, todavía no llegó, y es un destino que emerge lenta y sostenidamente.

Malargüe, la ciudad cabecera del departamento, ubicada a unos mil quinientos kilómetros de Buenos Aires, es apenas la punta de un iceberg que esconde gran cantidad de atractivos naturales. Es, quizás, una bonita excusa para hacer base y recorrerlos.

La Ruta Nacional 40, como versión sudamericana de la Route 66 de los Estados Unidos, atraviesa, paralela a la cordillera de los Andes, casi todo el territorio argentino. Es la médula espinal sobre la que se sostiene esta ciudad. Al entrar a la zona urbana la carretera deja de ser carretera y se convierte en la avenida principal: San Martín. 

Si uno camina cualquier tarde por ahí, puede, por ejemplo, cruzarse a un grupo de jóvenes que bajan de un auto inmensos parlantes para el show de bandas de rock que se dará esa noche en el Centro de Convenciones Thesaurus. O puede pasear por el Bosque del Ayer, repleto de árboles de todo tipo, y dejarse envolver por el misterio que encierran sus árboles. Unos pasos más allá es posible toparse con un antiguo casco de estancia que alberga un museo y un mercado, Mi Viejo Almacén, que vende artesanías locales: desde exquisitos dulces y licores hasta tejidos tradicionales hechos por las mujeres de la pequeña localidad rural de Bardas Blancas.

Si son las cinco de la tarde —y no es fin de semana—, si se tiene curiosidad por los asuntos del cosmos, y si acaso alguien quiere saber qué son los rayos cósmicos de ultra alta energía, bien vale una parada en el Observatorio Pierre Auger. En un edificio de líneas geométricas, en medio de un parque verde, un guía especializado le explica al público, en una charla gratuita de 40 minutos, cómo hacen 500 científicos de 18 países para estudiar estos rayos que llegan desde el espacio y atraviesan la tierra. No sería raro que, durante la charla, se sume a la audiencia un grupo de motoqueros con chaquetas de cuero y cabellos largos que viene bajando por la RN 40 y decide hacer un alto para sumarse a la partida.

En Malargüe aún no desembarcaron los malls y aquí, todavía, las compras se hacen tienda por tienda, casi todas sobre la avenida principal. La caminata por el centro puede ofrecer sorpresas, como la pequeña pero surtida vinoteca 5th Avenue, donde se consiguen algunos de los mejores vinos de la provincia. Hay un casino funcionando y otro en construcción. También existe, desde 2008, el Planetario Malargüe, promocionado como “el primero digital y fijo de la Argentina, y uno de los más modernos de Latinoamérica”. El complejo de cuatro construcciones nuevísimas es fácil de reconocer desde afuera por una gran pirámide azul que alberga un domo para 65 personas. Funciona todos los días con visitas guiadas. Su principal atracción: una sala de proyecciones, con butacas inclinadas a 15 grados, desde las que los espectadores contemplan las imágenes que se suceden sobre un techo semicircular acompañadas por una voz en off.

Desde mediados de la década de los noventa, la gestión municipal, a través de su recién creada Dirección de Turismo y Medio Ambiente, buscó impulsar una ciudad que tradicionalmente estuvo dedicada a la minería y al petróleo. Hasta 1997, la oficina de información turística donde recibían a los viajeros era una antigua casilla petrolera. Entre las primeras acciones para posicionar a Malargüe como destino de interés se levantó un imponente espacio construido con roca, madera, techos azules y enormes ventanales en medio de un bosque. A 17 años de su inauguración, en el ingreso norte de la ciudad, todavía parece un edificio nuevo. De a poco, se logró que los hospedajes —pensados para trabajadores de las industrias instaladas en la zona— incorporaran mejores servicios. El antiguo Microtel, hoy Malargüe Inn & Suites, terminó de refaccionarse este año. Su restaurante, La Cañada, es uno de los sitios donde se puede terminar un día de excursiones con una cena que, según el caso, puede incluir un apetizer de escabeche de verduras, una entrada de mollejas de ternera con papines andinos, un plato principal de bondiola de cerdo braceada sobre muselina de batatas y cebollas caramelizadas —y reducción de oporto y especias—, y una copa de buen vino. Entre los hoteles que le siguen en categoría, uno de ellos, Risco Plateado, tiene su propia cancha de golf que, aunque hoy está en refacción, funciona como un enorme parque por el que deambulan ovejas y aves de todo tipo, al que dan cuatro de sus nueve habitaciones. En una de sus tres lagunas, los huéspedes pueden pescar truchas. En la metamorfosis de Malargüe, hasta la fachada del cementerio fue restaurada en 2003 y hoy el lugar, desde el exterior, luce como un barrio privado.

Las construcciones recientes —muchas de ellas cabañas— se entremezclan, cada tanto, con casas pequeñitas hechas de barro, a la vieja usanza, sobrevivientes de un pasado no muy lejano. En ningún caso superan los tres pisos, de modo que, bajo un cielo que de día es de un celeste intenso y de noche es un oscuro y amplio muestrario de estrellas —bajo el que caminan jóvenes con sus smartphones y gauchos en alpargatas—, Malargüe, con sus picos nevados de la cordillera de los Andes como telón de fondo, es una fusión de lo nuevo y lo viejo, el cambio permanente y la inmutabilidad.

A la ciudad la rodean paisajes que invitan a la contemplación. A solo 27 kilómetros, y en un viaje que se puede hacer con vehículo propio o en un taxi, Castillos de Pincheira es un complejo privado con vistas panorámicas impresionantes. Allí, paredes de roca volcánica fueron erosionadas por el viento hasta darles el aspecto de enormes castillos de piedra. En verano y en invierno, el restaurante Altos Sauces, una construcción de roca en la que hay un salón con mesas de madera, un hogar a leña y grandes ventanales, tiene en su carta el tradicional chivo a las brasas. Altos Sauces es, junto con otros restaurantes de la zona de Malargüe, como La Cima, parte de la Ruta Alimentaria del Chivito y la Trucha, una propuesta gastronómica local que busca valorizar los platos típicos de la región. Antes o después de un almuerzo en Altos Sauces, se puede escalar con facilidad hasta la cima amesetada de uno de esos castillos y ver, desde lo alto, un valle con pasturas bajas de colores amarillos y verdes, un río que desciende entre piedras y resplandece al rayo del sol, ovejas que descansan junto a sus crías y montañas.

12 kilómetros al sur de la ciudad de Malargüe, el criadero de truchas y restaurante Cuyam-Co es otro de los sitios donde panorámicas preciosas y sabores exquisitos conspiran para atrapar a los visitantes. Una opción para llegar, además del taxi o el auto propio, es montar una bicicleta rentada, tomar la avenida Juan Maza y dejarse embriagar con vistas impresionantes a través de una ruta bordeada por filas eternas de álamos altos y delgados. A la derecha, el camino está siempre flanqueado por los Andes. Según la hora del día, sus montañas mutan de imponentes siluetas oscuras a cerros altos y luminosos, surcados por los trazos blancos de las nieves invernales. Del lado izquierdo de la carretera, mientras la ciudad queda atrás, se suceden cabañas para turistas, fincas donde se cultivan papa, ajo o cebolla y extensas planicies verdes.

En el criadero y restaurante Cuyam-Co desde hace 25 años César Gatica cría truchas y luego las convierte en platos sabrosos. Es un hombre ni muy alto ni muy bajo, tiene 43 años, una mujer y dos hijas pequeñas. En el restaurante, los leños de la estufa crepitan y de fondo suena música cuyana. El salón no tiene más de 12 mesas. Con sus manteles cuadrillé y algunas pinturas con motivos campestres, el restaurante es tan prolijo como austero. A cada cliente que llega, Gatica le ofrece una entrada de trucha ahumada, paté de trucha, tortilla de papas a la suiza, mousse de trucha ahumada y empanada de trucha; de plato principal, trucha al horno con papas al natural; de postre, ambrosía (flan con limón), piña bogotana, torta de maíz con salsa de licor de huevo o torta de chocolate y papa con salsa de frutilla. Los platos que llegan a la mesa lucen esmero en su presentación y compiten en sabor con los anteriores. Cada paso se resalta aún más si se acompaña de una copa de vino sauvignon blanc Chenin, como sugiere el dueño. Desde el salón se ve cómo el sol del mediodía ilumina los piletones donde se crían las truchas, un jardín arbolado y una pequeña laguna artificial. César Gatica cuenta que los peces se crían en agua de manantial y que su restaurante está entre los 100 mejores de la provincia, junto a 7 Fuegos, del reputado cocinero Francis Mallmann, y Nadia O.F., elegido por la Academia Nacional de Gastronomía de Argentina como mejor restaurante de 2011.

A pocos metros de allí, desde el puente que cruza el río Malargüe, la vista obliga a detenerse antes de volver a la ciudad. La actividad consiste solo en mirar un curso de agua desmembrado que se abre paso entre arenales y cisnes de cuello negro, patos y otras aves con patas como zancos que pasan sus horas al sol.

En el departamento de Malargüe se puede alternar la parsimoniosa observación del paisaje con la aventura y la adrenalina. El volcán Malacara, en un campo privado a una hora de la ciudad, puede ser una buena transición. Durante el trayecto por la Ruta Nacional 40, el espejo de agua de la Laguna de Llancanelo, rodeada de conos volcánicos, se impone a lo lejos a través de las ventanillas de la camioneta. Luego de unos kilómetros por camino de tierra, se alcanza el pie del volcán, una mole que se eleva 1 876 metros sobre el nivel del mar y que, en uno de sus laterales, muestra una inmensa mancha amarilla.

“Al volcán lo cuidamos mucho, así que no se puede fumar, ni tocar las paredes ni tirar basura”, dice el guía poco antes de iniciar la excursión.

Con esas premisas, la excursión a pie comienza por el cauce de lo que fue un río de lava, entre paredes inmensas y oscuras cuyo aspecto se asemeja al de una masa de hojaldre. Cada línea de esos muros es el registro de las distintas erupciones que produjo el volcán. La última fue hace unos 9 000 años. La caminata por pasadizos curvos, con rocas del tamaño de autos suspendidas entre las paredes, conduce hasta la chimenea de uno de los cráteres secundarios. El sitio parece un tubo irregular por donde se filtra la luz natural. Al alzar la vista, se puede ver cómo asoma una porción de cielo celeste.

Una vez fuera de ese laberinto, se sube por una ladera unos 100 metros hasta alcanzar un punto desde donde se ve una planicie extensa, el espejo de agua de Llancanelo, dos volcanes que recortan la línea del horizonte y la DS3, una antena satelital que es usada por científicos europeos para comunicarse con naves a dos millones de kilómetros del planeta. El viento siempre sopla fuerte a esa altura, el punto exacto en el que la mente queda perpleja entre la belleza del paisaje y una imagen de ciencia ficción.

En la región flotan en el aire leyendas que, como finas gotas de rocío, bañan a los lugares de un encanto épico. Una de ellas habla de la Caverna de las Brujas, un sitio a 75 kilómetros hacia el sur de la ciudad por la Ruta Nacional 40. De camino hasta allí, con un tour contratado o con vehículo propio, siempre habiendo contactado previamente a la dirección de turismo local para recibir un horario específico en el cual hacer la visita, se ven extensas planicies con matorrales bajos, cerros de verdes opacos que aún lucen las huellas, como tajos, que dejaron los buscadores de petróleo hace más de medio siglo y enormes manchas grises de las cenizas que regó la erupción del volcán chileno Quizapu un domingo de abril de 1932. Se cruza el río Malargüe y se alcanza una vista amplia del Río Grande, el más caudaloso del departamento. La Cuesta del Chihuido es un tramo de curvas y contracurvas con precipicios; cada tanto aparecen corrales de palos, conjuntos de árboles y casas pequeñas y modestas. Allí viven los puesteros trashumantes que en invierno mantienen a sus cabras protegidas de las nieves cordilleranas y en verano las hacen caminar hacia la montaña para que se alimenten de las pasturas regadas por el agua del deshielo. Su trabajo se hace visible cada primera quincena de enero en la Fiesta Nacional del Chivo, un encuentro en el que la faena se convierte en un banquete multitudinario.

La Reserva Natural Caverna de las Brujas está protegida desde los años noventa. Allí reciben a los turistas los guardaparques, el viejo perro de un puestero y Félix Chilaca, uno de los guías de esta cueva natural de piedra caliza formada hace unos 45 millones de años. Tras un ascenso de 300 metros desde la base del Cerro Moncol, se llega hasta la boca de la caverna. El grupo de visitantes, que nunca supera las nueve personas, debe despojarse de mochilas y colocarse cascos con una lámpara en el frente. Inmediatamente después del ingreso a la primera de cuatro grutas, la Sala de la Virgen, se percibe la diferencia de temperatura con el exterior. Ahí dentro siempre hacen 10°, no importa si afuera está a -18° o 35°, las temperaturas extremas del invierno y el verano. Poco es lo que se ve: apenas paredes de roca y un suelo cubierto por las cenizas del Quizapu. Mientras la cabeza fantasea con terribles catástrofes en un espacio estrecho, Félix Chilaca pide al grupo que apague las linternas de los cascos, que mire hacia una pared  y que fije la vista allí, donde lo que se ve es absolutamente nada. Entonces comienza a contar que el nombre de la caverna se atribuye a una vieja leyenda sobre dos mujeres blancas que habían sido capturadas por indios, que lograron escapar y se refugiaron aquí. Se dice que solía vérselas con su aspecto decrépito, sus ropas ajadas y sus pelos largos errando por ahí. Tras el relato, Félix Chilaca invita al grupo a darse vuelta. Lo que ocurre estremece: la retina se ha adaptado a la oscuridad y lo que aparece ante los ojos es una inmensa cavidad de cuyas paredes bajan estalactitas como agujas y de cuyo suelo emergen estalagmitas como espadas.

El recorrido de ascensos y descensos dura dos horas en las que se aprecian las distintas formaciones, o “espeleotemas”, que se generaron por la filtración del agua durante millones de años. Cada gota que se cuela arrastra minerales que luego dan origen a las estalactitas, estalagmitas y a los mantos o velos. Para que una estalactita crezca un centímetro hacia abajo deben transcurrir de 1000 a 1600 años. La sensación es la de estar dentro del intestino de una criatura inmensa y, para recorrer, hay que gatear, bordear precipicios tomados de una cuerda y arrastrarse de espaldas para no golpear la cabeza contra el filo de una roca. Hay rocas que se parecen, por decir algo, a un brócoli, o a un coral, o a las branquias de un pez, y se puede oír, en un instante de silencio, la caída de una gota o el latido del propio corazón. La vuelta es más rápida y el cuerpo sale a la superficie con la sensación grata y narcótica de la adrenalina.

Manqui Malal, que en lengua mapuche significa “bardas del cóndor”, es parada casi obligada antes de regresar a la ciudad de Malargüe. En un predio privado donde se hace senderismo paleontológico y al que, hasta hace poco, llegaban escaladores para hacer rappel en sus paredes naturales de más de 40 metros de altura. La guía Rosario Lucero conduce por un terreno que, dice, en el Cuaternario fue una gran laguna. El camino se hace bordeando un arroyo que produce un bonito susurro al bajar entre las rocas. Cuesta arriba, una cascada desciende desde 30 metros por la montaña. Según de dónde venga el viento, el chorro va y viene y moja a los turistas, que corren de aquí para allá para evitar empaparse mientras intentan tomarse la foto con la catarata de fondo. Rosario Lucero muestra algunos de los millones de fósiles que mantuvieron su forma casi intacta a través de milenios. Las piezas dan cuenta de que ese suelo fue fondo marino en un tiempo remoto.

85 kilómetros hacia el noroeste de la ciudad, los paisajes de altura son bien distintos a las planicies y a la zona volcánica, pero no menos bellos. Basta con tomar un bus en la terminal del centro para llegar, por el ejemplo, al Complejo Termal Valle de los Molles, donde es posible darse un baño de aguas sulfurosas y ferrosas terapéuticas. A 700 metros de allí, La Valtellina, que incluye cabañas, un restaurante y una casa de té, invita a disfrutar de exquisitas fondues de queso o de chocolate, goulash con spätzle o postres de frutos secos o de berries cosechados por agricultores malargüinos. Para beber, ofrecen Grolla Valtellinese, a base de café caliente, grappa, azúcar, cáscaras de limón o naranja y gotas de anís servidas en un recipiente de madera originario de los Alpes. O El Bombardino, un brebaje caliente a base de licor de huevo, leche, whisky y crema batida.

Hacia el norte, el Valle de las Leñas es, durante el verano argentino, un cuento distinto al de los inviernos cubiertos de nieve al que asisten esquiadores de todas partes del mundo. En temporada estival abre uno solo de sus cuatro hoteles. Allí se pueden aprovechar las bondades del spa, desayunar con una bonita vista a la montaña y prepararse desde temprano para las actividades que ofrece el complejo, como un treking nocturno para ver las estrellas, cabalgatas, circuitos de mountain bike, tirolesa o un paseo a Valle Hermoso, un sitio donde los Andes cobran majestuosidad: allí, durante los meses de calor, las montañas desnudas de nieve alternan en colores amarillos, cobrizos, anaranjados y verdosos. Cubierto a veces por la sombra de alguna nube, Valle Hermoso encierra planicies de verdes claros y una inmensa laguna.

El Valle de las Leñas se puede visitar en una excursión de un día contratando el servicio en alguna de las agencias de turismo de la ciudad o ir por cuenta propia. Los tours incluyen paradas para conocer los Pozos de las Ánimas, dos depresiones de agua dulce llamadas dolinas y La Laguna de la Niña Encantada en la que, bajo aguas cristalinas, crece la leyenda de un amor trunco entre dos jóvenes indígenas que, ante el peligro de que los separaran, se arrojaron a las profundidades.

Dicen del sitio que se parece a la luna, a Marte y a Kamchatka, Rusia. La Reserva Natural Payunia (en voz mapuche payenia significa “montaña color de cobre”) es un territorio de más de 650 mil hectáreas con unos 890 volcanes. Allí están reunidas casi todas las variantes de volcanes y de erupciones existentes y los científicos suelen simplificar su importancia geológica en una frase: Payunia condensa todo lo que un experto puede encontrar en un manual de volcanología.

Recorridos 140 km desde la ciudad de Malargüe, La Pasarela es el primer sitio donde suele hacerse una parada. Desde un puente, se ve cómo un río encajonado baja con furia entre enormes paredes negras de roca basáltica, resultado de una colada de lava que ocurrió hace más de 20 mil años.

A la reserva, donde no se puede ingresar si no es con un guía autorizado, se llega desandando rutas petroleras, de modo que en el camino se ve cómo las bombas de varilla, conocidas como cigüeñas, suben y bajan sus enormes brazos mecánicos para extraer el petróleo. También se ven manadas de guanacos corriendo en la inmensidad. Una de las primeras paradas del recorrido es Pampas Negras, una planicie cuyo suelo es de lapilli, piedras más chicas que una almendra que fueron expulsadas violentamente y en cantidades industriales durante la erupción de alguno de los volcanes. El lugar conocido como Los Colores ofrece a la vista volcanes pequeños de tonalidades rojizas, y desde distintos puntos se ven, imponentes, los volcanes Payún Matrú, un gigante con coladas de lava de más de 170 km, y el Payún Liso, que con sus 3 680 metros de altura, y su forma cónica casi perfecta, recuerda a las figuras de los manuales escolares. El Desierto Negro es una impresionante llanura de suelo azabache coronada a lo lejos por la cordillera de los Andes; en Dunas Negras, suaves ondulaciones oscuras como la noche se levantan en el terreno, de a momentos pincelado por líneas amarillas de las pequeñas plantas de coirón. El volcán Morado permite un ascenso a pie hasta su cráter y desde allí se ve una colada de lava como un río inmóvil, petrificado. En algún momento de la travesía, rocas volcánicas que emergen como crestas se le antojan a la vista parecidas al comienzo o al fin del mundo.

La Payunia, definitivamente, no puede compararse con nada.

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