El Johannesburgo de Mr. Mango

Sin siquiera intentar deshacerse de las preconcepciones, advertencias y primeras impresiones del continente, Diego Flores Magón nos relata su primer viaje a la inabarcable ciudad.

15 Oct 2020

Todo viajero tiene imágenes formadas del lugar que se dispone a visitar. Dar con ellas durante el viaje causa la impresión de haber llegado en verdad a él, de haber estado ahí en definitiva, de haber conquistado o adquirido finalmente y para siempre ese lugar. Un elefante visto desde la terraza de mi cuarto de hotel en Johannesburgo me dice —o me quiere decir— que estoy en “África” (la vida salvaje), que en definitiva no está en esta ciudad, sino en el zoológico –en reproducción a escala, como anticipación escenográfica del paisaje silvestre que está más allá de la ciudad.

La noción de Johannesburgo como el umbral de otra cosa (de un territorio bárbaro y mítico) se combina de manera perniciosa con uno de sus problemas, la fama de ser una ciudad inhóspita, para perpetrar sutiles negociaciones de lo que Johannesburgo en realidad es, una ciudad enorme y complicada que, si pudiéramos borrar las huellas de la segregación radical que todavía perduran, podría estar en Brasil.

Tan pronto como llegamos aquí, la vista del hotel ya nos quiere transportar a otro sitio. El sonido que percibo desde mi balcón, a pesar de la proximidad del zoológico, no es el de la trompeta de ese elefante, que en la distancia, diminuto, podría ser un montículo de concreto, sino la autopista M1, que también me regala, por un costado, el panorama que se abre a la mirada de mi habitación en el Westcliff, un lujoso resort construido según la fantasía de un pueblo toscano, en Parkrown, el barrio ostentoso de los millonarios que fundaron esta ciudad en el apogeo minero de 1880.

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Soweto es una municipalidad de Johannesburgo que tiene cinco millones de habitantes.

Johannesburgo nació como un árido boom-town de aventureros codiciosos. Mansiones regadas entre jacarandas. La vista ofrece un verdor inusual, una representación nutrida de la populosa sociedad de 10 millones de árboles (¿cuándo los contaron?) que dignamente sobrellevan la fama de Johannesburgo como la ciudad más boscosa en el mundo. Casas que son fortalezas. Encaramado sobre un peñasco, el Westcliff cumple la promesa de retiro que se formula en sus folletos publicitarios.

La noción de Johannesburgo como el umbral de otra cosa (de un territorio bárbaro y mítico) se combina de manera perniciosa.

Me dicen que cerca de aquí, entre el verdor, está la casa de Mandela –en su propio retiro señorial–. Como otros, el Westcliff se construyó bajo el auspicio de los “nuevos tiempos” asociados al primer presidente –y ex presidente– negro del país. En el segundo barrio más rico de la ciudad, el hotel es otra de las caras nuevas de la “nueva Sudáfrica”. La década de 1990, que escombró al mundo de regímenes hoscos y anquilosados, vio también la aparición más bien desgarbada de la democracia sudafricana. También por estos rumbos, el fruto del cambio empezó a amargarse en la boca a la vuelta del siglo XXI.

A la derecha de este espesor, por encima de la autopista M1, el rasgo más notorio del paisaje es una torre que dibuja un trazo de 300 metros de altura sobre el horizonte. Como todos los lugares, Johannesburgo se presenta al visitante con una vanidosa enumeración de superlativos: es la ciudad más rica del continente, con más árboles en el mundo. La torre es “la más alta de África”, que es un monstruoso brote de Hillbrow, el barrio que le presta el nombre y que inspira en algunos la nostalgia apenas reprimida de los “viejos tiempos” de Sudáfrica. Hasta la democracia era un área exclusiva para blancos. Desde la transición, se pobló hasta el hacinamiento de negros sudafricanos, pero también de inmigrantes de Zimbabue, Mozambique, Nigeria. Oficinas, hoteles, negocios, departamentos abandonados, ocupados, vandalizados, sirven de imagen a los enemigos del cambio para ilustrar su denuncia, y para acicatear la nostalgia de los whenwes (“when we lived in Hillbrow”) que ahora viven en Inglaterra, Australia o Nueva Zelanda; más de un millón de expatriados a partir de 1994. Safe es un adjetivo que a menudo llega a la boca de los que se quedaron para calificar lugares, pero también para calificar los “viejos tiempos”. Para muchos, la igualdad es una forma de desprotección.

A pesar de su anhelo toscano, en el Westcliff más bien se respira un aire de acogedora benignidad victoriana. El restaurante pende sobre el panorama. Un mesero negro lleva una limonada al huésped que juega tenis a la vista de la terraza. Fuera de retiros como éste, Johannesburgo no mima al viajero con nada que se pueda llamar infraestructura turística; las maneras de romper con el cordón que cerca el hotel –un círculo mágico que el viajero franquea de manera triunfal en su primera excursión– no figuran a la mano. Sin transporte público universal, un resort de esta naturaleza, más todavía si ocupa una colina, se mece entre el cómodo retiro y el aislamiento, incluso el aburrimiento (en la ciudad hay vagonetas que circulan como locas cargando obreros entre centro y periferia, pero escuché decir venenosamente a un hombre: “They are for black people only”).

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El peligro proverbial de Johannesburgo es una representación tan obsesiva de esta ciudad como el safari lo es de Sudáfrica. Pero, con poner un pie sobre la calle, todas las figuraciones imaginarias de la “capital del crimen” adquieren proporciones mesuradas. Para trascender el retiro de este hotel ensimismado en su colina, tomé un tour por la favela de Soweto, y bebí, y comí y fraternicé con ellos, los temidos pobres de Sudáfrica. Safely.

El pie sobre la calle

El hotel dispuso un transporte para llevarme al Museo del Apartheid. El chofer, cuando atravesamos el centro de la ciudad –que parece Phoenix en su desolación–, me pregunta cómo pienso regresar. Siento que me cuidan como a un adolescente que va de fiesta. Mi mamá, Mandy Mankazana, había quedado en recogerme a la salida del Museo del Apartheid. Al salir, me identifica. Soy de los pocos en salir, o tengo el aire extraviado de todos los turistas en esta ciudad. Una mujer enorme y pausada, tocada con una peluca lacia (¿o sería su pelo?) de color rubio, y un escote asombroso, en su vestido azul cobalto. “A hooker”, me había advertido el mayordomo del Westcliff.

“¿A dónde quieres ir?”, me pregunta. “No sé”.

Soweto es una municipalidad de Johannesburgo que tiene cinco millones de habitantes, sobre todo negros. Sabe a favela, pero también a suburbio. La distancia que media entre Soweto, como periferia, del centro de la ciudad es la distancia impuesta por el urbanismo racial que preservó por años a Hillbrow en su perdida decencia, y que ahora, como entonces, recorren esas minivans blancas apiñadas de negros. En sus peores retazos, el escenario familiar de la miseria. Gallinas, bolsas de plástico, etcétera. Por una calleja entre chabolas de lámina, nos muestra a un “artista” que decora con una escena de los “cinco grandes” el costado de un tendejón vacío, donde otro monta estantes desaliñados para una biblioteca armada con dinero de Imbizo Tours, la compañía fundada por Mandy.

El gobierno democrático de Sudáfrica se ha propuesto reconstruir y glorificar la historia de resistencia que condujo a la caída del apartheid en 1994, y que sucede en sitios de Soweto; lugares míticos, etapas de una peregrinación forzosa. Paramos en la iglesia de Regina Mundi, que conmemora uno de los momentos de resistencia y martirio contra el régimen de discriminación, pero también por la casa que habitó Mandela antes de su retiro (en Orlando, un barrio sin árboles). Una caja de zapatos como todas, toscamente renovada, sobre la calle de Vilakasi.

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Orlando Towers.

Tras ella, transponiendo una fachada sin chiste, entre coches que atragantan el acceso, Mandy me descubre The Shack, un bar de parroquianos taciturnos, afables e inactivos, armado en el patio de una casa con láminas de aluminio y asientos percudidos para coche. En este otro retiro encontré una cosa indolente, espontánea, que se consigue continuamente, como sin querer. Luego me llevó a cenar a la sala de una familia, con parroquianos sentados en sillones forrados con plástico, frente a una televisión que transmite telenovelas acartonadas. Y me invitó a seguirla a un stripclub, pero –como un niño que lleva perdido toda la tarde– cabeceaba de forma lastimera en un asiento de su Caribe.

Cuando volví al Westcliff, el botones, que apenas me había entregado la habitación, se refirió a mí por mi nombre. “Good evening, mister…” y consultó el apellido en la etiqueta de mi llave: “Mango”.

Conservo esa llave como mi souvenir favorito del viaje. Confirmó no sé qué expectativa íntima, haciéndome sentir que había llegado a mi destino de manera definitiva (el elefante se mecía tristemente en su aldea de mentira).

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Johannesburgo tiene fama de ser la ciudad más boscosa en el mundo.

“El Johannesburgo de Mr. Mango”, de Diego Flores Magón, se publicó en el Número 96 de Travesías, en abril de 2010.Este texto es parte de nuestra selección de “19 años, 19 viajes” para celebrar nuestro aniversario 19. Fotos Diego Berruecos.

Diego Flores Magón (@diegofmagon) es escritor y gestor cultural. Es cabeza del centro cultural archivo/museo/imprenta de la Casa del Hijo del Ahuizote.

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