Enclavado en Troncones, Guerrero, Lo Sereno, Casa de Playa es mucho más que un hotel. Este lugar abarca piedras de todas las formas y tamaños, olas que imponen, corrientes bravas, albercas que dan calma, una playa que invita a largas caminatas, fauna curiosa y tragos con mezcal, o al menos así lo describen las historias que forman parte del libro Lo Sereno. Líneas en el mar. Este proyecto editorial reúne la obra de una artista —Carmen Parra— y 11 escritores —Juan Villoro, Xavier Velasco, Fernanda Melchor, Enrique Serna, Jorge Comensal, Bernardo Esquinca, Julieta García, Mauricio Montiel, Guadalupe Nettel, Cristina Rivera Garza y Yael Weiss—, quienes, desde la narrativa, proponen un viaje por uno de los destinos más especiales del Pacífico. A continuación, un extracto correspondiente al relato “Piedras de pieles distintas”, de Fernanda Melchor.
1.
La alberca parecía infinita. Se hundía en el mar encrespado. Pensó que si pudiera verse a sí misma desde el balcón de su habitación, justo así como estaba, sumergida en el agua tibia, los miembros extendidos como una estrella, la cara sumergida, apenas la nariz a flote para seguir respirando, podría mirar que se encontraba en una extensión de mar. Sin olas. Sin el riesgo de ser tragada por la marea, arrastrada mar adentro, y, si tenía suerte, convertirse en la bella ahogada de algún pueblito a unos cuantos kilómetros de ahí.
El mar era el ruido de fondo de sus sueños desde hacía dos noches.
Flotando, se perdió en sí misma. La profunda poza marítima de sus sensaciones la llevó más allá de la oscuridad, del sordo silencio subacuático, al recuerdo impreciso del día en que conoció el mar. Ese azul inmenso que todo lo llenaba con su olor salitroso, una presencia constante en su vida, a juzgar por las fotografías amorosamente fijadas en el álbum que su madre le regaló el día de su boda. Imágenes de ella, sonriente y despeinada, enfundada en coloridos trajes de baño, llena de pecas, las mejillas encendidas, los ojos entornados por el sol y la brisa marina. Cambiaba su rostro y la silueta de ese cuerpo que había ido creciendo a lo largo de los años; cambiaba el color de la arena y la altura de las olas al fondo; cambiaban los nombres escritos detrás de las fotografías, en la bella letra cursiva de su madre: Veracruz, Isla del Padre, Paraíso, Progreso, Tecolote, Carnac; lo que no cambiaba nunca era la gozosa sensación de invulnerabilidad que le embargaba al mirar las olas embravecidas desde la costa.
De la superficie pulida de la alberca surgió una esfera que se deshacía al momento mismo de alzarse. Debajo de la frágil capa de agua estaba la cara de su hija. Su propia cara, pensó, tan parecida a esa niña de las fotografías; un rostro que vaga perdido en las espirales del tiempo. Soy yo misma y soy otra, se dijo, y soy más feliz desde que tú eres tú.
2.
Las piedras formaban una torre tambaleante y valerosa. La niña las encimaba con el cuidado de quien pretende levantar una pila que toque el cielo, y con el capricho de quien no quiere poner dos piedras iguales juntas.
¿Cuántas iban ya? Veinte, treinta. Tenía más a la mano, en la cubeta de plástico. Toda la mañana se le había ido en recorrer la playa de arriba abajo y en reunir las más bonitas. Ésta, por sus vetas aguamarina; aquélla, por la suavidad de su canto; la siguiente por las motas minerales que la cubrían; esta otra por su resplandor cobalto. Piedras negras, lustrosas como guijarros de obsidiana; verdes y rugosas como criaturas antediluvianas, guinda veteado de bermellón, blancas, marrones, amarillo canario. No escogía cualquiera. Nunca dos iguales. Era difícil, además, en esa eternidad de playa sin personas, encontrarse dos piedras de pieles iguales.
A lo lejos, un pelícano torció su vuelo y se clavó en la cresta de una ola. Desapareció durante un segundo para salir a flote. Parecía que el mar era su nido. Parecía que no se daba cuenta del lugar en el que estaba.
Sin aviso, la torre se derrumbó.
3.
La mujer está sentada en una silla, en la playa. Sobre su vientre, abultado aunque todavía discreto, descansa un libro abierto por la mitad. Las hojas amarilleadas por los años y las lecturas crujen cuando el viento se atraviesa entre sus puntas sueltas. Tiene cuatro meses de embarazo. La niña nacerá en verano. Ya la espera. Aunque también hay veces en las que piensa que le gustaría permanecer en esa espera por siempre, por siempre así, con la serena convicción de que el mundo está a punto de cambiar, de que será mejor, más ancho, más lleno, más inabarcable. De que su mundo será así. Es el sabor de las promesas que se anuncian seguras. Que sacian un poco desde la espera. Nunca pensó que sería de esa manera. Se había hecho tantas ideas. Unas provenían de la curiosidad con que miraba a las embarazadas de su familia; sus tías, su propia madre, sus primas. Otras, de la inquietud que le producía la posibilidad que su cuerpo pudiera convertirse de pronto en un cuarto de alquiler, la pensión gratuita de un ser humano del que lo ignoraba todo.
Pero ahora no lo ignoraba absolutamente todo: sabía que sería niña.
Sabía, ya, incluso su nombre. Pero nadie más que ella lo conocía. Aún no estaba lista para divulgarlo. Ni siquiera al padre, al marido, al hombre que la había preñado con su cuerpo en esa misma playa, ni siquiera a él sabía aún. Le gustaba saborear el nombre de su hija: una golosina exquisita, delicada, que se derretía en su boca. Le gustaba formar las sílabas con los labios, cuando estaba a solas. Tal vez aquella misma noche le diría, al padre; tal vez ya estaba lista para renunciar al placer solitario de saber más que todos. Dicen que las mujeres saben el momento exacto en que una nueva vida comienza a crecer dentro de ellas, pero ella encontraba un poco ridícula esa fantasía. Tenía una sospecha, a lo mucho.
En ese momento lo vio salir del mar, el agua resplandeciendo sobre su recio cuerpo moreno, los ojos entornados con la expresión recelosa, y a la vez indefensa, que adoptan los miopes cuando deben renunciar a sus gafas para entrar al océano. Pensó que tampoco le había dicho que era niña. Tal vez eso también se lo diría. Ahora, quizá, en cuanto lograra abrirse paso a ciegas por entre los troncos de las palmeras y tomara asiento junto a ella. O cuando salieran a cenar por la noche, la espuma de las olas refulgiendo fosforescentes bajo la luna llena. O cuando estuviera dormida, en sueños. O tal vez mejor mañana, cuando el ocaso lo cubriera todo con el tono sepia de su despedida.
4.
El agua de la tina estaba al punto, más tibia que caliente, en espera de que su cuerpo viniera a completarla, a subir el nivel hasta casi desbordarlo. Le gusta el agua mansa de su baño. Se imagina que sus pensamientos quedarán disueltos en ella y que para poner la mente en blanco sólo será necesario quitar el tapón.
Suena el teléfono. Uno que hay que traer desde la sala hasta el cuarto de baño, con el cable lo suficientemente largo como para alcanzar cada rincón de la casa. Ella piensa en lo que su hija le dice cada vez que suena y ella está de visita: eso es más una nostalgia que un aparato.
Será que todo mecanismo termina siempre por comunicar con el pasado. Será que toda escalera nos lleva a un lugar en el que se guardan secretos que ya nadie recuerda. Será que las palabras siempre van a dar a un lugar en el pasado en el que fuimos felices y no lo sabíamos.
Al fondo, los diseños silvestres de dos piedras lisas, veteadas de cuarzo y berilo, resaltaban sobre el blanco de la tina.
“Piedras de pieles distintas”, un texto de Fernanda Melchor para Lo Sereno. Líneas en el mar (Comensal, J., Esquinca, B., García, J., Melchor, F., Montiel, M., Rivera Garza, C., Nettel, G., Serna, E., Velasco, X., Villoro, J., y Weiss, Y. [2021]. Lo Sereno. Líneas en el mar. Troncones, Guerrero, México: Lo Sereno, Casa de Playa). Para conseguir el libro, hay que escribir a la cuenta de Instagram del hotel: @losereno_casadeplaya