Ushuaia: viaje al fin del mundo

Ushuaia es el inicio para recorrer la Isla Grande de Tierra del Fuego, la Antártida está a un paso. Un viaje para viajeros 5 estrellas.

20 Jul 2019

La alberca sobre la bahía que mira al poniente

La mitad de la alberca se encuentra en un cálido salón de maderas y paredes transparentes, y la otra mitad está afuera, en una terraza. Se puede pasar de un lado a otro por un hueco bajo los ventanales. No hay nadie más. Tal vez el resto de los huéspedes estén en el concierto de música clásica que apenas empieza en el gran salón de actos del hotel –el Salón Magallanes–. Al sumergir la cabeza en el agua, se puede escuchar la música que tocan en el piso superior al de la alberca.

Una vez fuera, ya no se escucha nada. El viento frío saca vapor de nuestras caras húmedas. Hoy por la mañana llovió, al mediodía hizo sol y ahora está nevando y la temperatura debe de andar en los dos o tres grados centígrados. Abajo, a unos cinco kilómetros del hotel, la pequeña ciudad de Ushuaia se extiende misteriosa. Encaramado en un cerro, el Arakur posee una vista privilegiada de la bahía y las montañas que la rodean.

Digo “las montañas” como si fueran cualquier montaña. Son las últimas estribaciones de los Andes, caray, la cadena montañosa ininterrumpida más larga del mundo, que domina y da su carácter peculiar a toda América del Sur. El grupo de montañas que vemos desde la alberca pertenece a la Cordillera Darwin, en Chile. Los copos de nieve flotan sobre nosotros, que flotamos en una alberca de agua caliente.

Nos hemos quedado en silencio los dos, en la misma postura: con la barbilla apoyada en el bordillo de concreto, el resto del cuerpo sumergido, contemplamos el atardecer sobre la bahía de Ushuaia. Son casi las nueve y aún no anochece en esta primavera austral. Ushuaia quería decir eso precisamente, “bahía que mira al poniente”, en el idioma de los yámanas, la gente extinta que habitó la zona más al sur de la Isla Grande de Tierra del Fuego durante cerca de 10 mil años.

Los yámanas eran un pueblo de cazadores-recolectores. Los primeros europeos que los vieron se quedaron maravillados por su adaptación a un entorno tan hostil. Vivían pegados a las costas. Las mujeres recolectaban moluscos y los hombres cazaban leones marinos, y andaban semidesnudos a temperaturas que congelaban a los europeos. Ellas eran expertas nadadoras; ellos, curiosamente, no.

Eso sí, nunca se alejaban mucho de un fuego, e incluso los encendían dentro de sus canoas y utilizaban señales de humo para comunicarse (por eso se llama así la Tierra del Fuego).  Había otros grupos étnicos, como los onas, o los kawesqar, pero ninguno de ellos alcanzó la “anfibiedad” de los yámanas.

Un puñado de fotos en blanco y negro es el único testimonio de cómo se veían, pero por suerte varios autores escribieron sobre ellos, y parte de su cultura y folklore aún sobrevive. La pérdida la debemos obviamente a la ominosa llegada del hombre blanco.

En 30 años pasaron de ser unos 3 mil a quedar 100, y eso fue ya hace un siglo. Hoy no queda ni un solo yámana de sangre pura, pero su memoria permanece en los nombres de los lugares y en los descendientes de muchos chilenos y argentinos. Esta Cordillera Darwin, que ahora vemos desde la alberca es la misma que ellos admiraban desde sus chozas y canoas en las playas de la bahía.

Un lindo aeropuerto y una cárcel

Llegamos a Ushuaia unos días antes, a un aeropuerto muy bonito construido principalmente de madera y cristal. El edificio es reciente y ha merecido varios reconocimientos por su arquitectura. Arribamos temprano, después de un vuelo de más de cuatro horas desde Buenos Aires.

Ushuaia está muy lejos de todo. El culo del mundo, le dicen. La última ciudad del continente, la ciudad más austral del mundo, el fin del mundo. La atravesamos camino al hotel medio dormidos por el madrugón. Muchas de las casitas parecen hechas por un constructor amateur, y parecen más bien hechas para el trópico que para soportar las bajas temperaturas de esta región. “Parece Ecatepec”, dice mi marido (si viven en la ciudad de México sabrán a qué se refiere).

Gran parte de los habitantes de Ushuaia son transeúntes que pasan aquí tres o cuatro años trabajando en alguna de las fábricas de ensamblaje de aparatos electrónicos, y después de ahorrar lo que puedan se marchan y dejan lugar a otros habitantes pasajeros. Como el gas es muy barato, poca gente invierte su dinero en aislar las casas como es debido, y se mantienen calientes dándole al máximo a la calefacción. El resultado es este patchwork o collage de casitas casi provisionales.

Al final de la ciudad, que se recorre en menos de diez minutos en coche, se encuentra el MAMU, la antigua cárcel que hoy en día es un museo de arte marino y un centro cultural. Este edificio es el origen de la ciudad. Inaugurada en 1902, la cárcel trajo consigo la electricidad, el servicio médico, el teléfono y otros servicios para abastecer a los carceleros, sus familias, y a los prisioneros.  Antes de esto, Ushuaia había sido desde 1869 una pequeña misión anglicana fundada por el reverendo W.H. Stirling, quien convivía con los habitantes nativos.

La cárcel dio lugar a muchas leyendas oscuras, obviamente. Una de ellas es la del prisionero loco que con una cuchara sacó los ojos a un gatito, una de las mascotas de la cárcel, y los otros prisioneros, enfurecidos, lo mataron de una paliza. Otro prisionero legendario fue el anarquista Simón Radowitzky, de origen ucraniano.

Encarcelado desde 1909 por el asesinato del jefe de policía de Buenos Aires, lo trasladaron a la cárcel de Ushuaia en 1911. Fue el único reo que consiguió escapar de la prisión, aunque la libertad le duró muy poco, ya que fue atrapado de nuevo después de 21 días y encarcelado hasta 1930, cuando el presidente Irigoyen le indultó su condena perpetua a cambio del destierro.

Después de pasar unos años en Uruguay y de luchar en la Guerra Civil Española, Radowitzky terminó viviendo en México, donde el poeta uruguayo Ángel Falcó le ayudó a encontrar empleo. Radowitzky siguió su labor anarquista hasta su muerte en 1956. Curiosas conexiones que uno va encontrando en los libros –me traje In Patagonia de Bruce Chatwin–.

Tierra de Fuego y de historias

La literatura sobre la Patagonia es inmensa, claro, como la misma Patagonia. Repartida entre Chile y Argentina, es un inmenso país en sí misma, con una gran variedad de climas y paisajes. El chileno Luis Sepúlveda –un favorito de mi madre, que se hizo miembro de Greenpeace después de leer Mundo del fin del mundo– escribió Patagonia Express, que junto al libro de Chatwin, son nuestras recomendaciones para explorar a fondo esta región de enormes paisajes.

¿Recuerdan a Butch Cassidy y el Sundance Kid? El mayor golpe de su carrera lo perpetraron en Río Gallegos, muy cerca del Estrecho de Magallanes. Ellos también tuvieron su aventura patagónica. Esta tierra ha sido material para muchas narraciones.

Aimé Ramunda nos acompañó en un primer paseo por los alrededores del hotel, una reserva protegida. De ella escuchamos por primera vez sobre lengas, ñires y coihues, los árboles endémicos que confundieron a los primeros botanistas europeos. Aimé, que tiene unos ojos verdiazules indescriptibles, es nativa de Ushuaia.

Me da curiosidad cómo fue a crecer aquí, en esta ciudad tan extraña. “Fue una infancia muy despreocupada y feliz”, me revela. Las veredas del bosque y las calles se confundían. “Ir a la montaña era subir un par de cuadras hacia arriba. Allí estaba el bosque. En aquella época nuestros padres dejaban las llaves de los autos puestas. Los vecinos paraban los coches para retirar alguna bicicleta que los niños dejábamos tiradas para jugar un picadillo en la cuadra. Patín sobre hielo en la bahía congelada, cabalgatas por los bosques, esquí por las calles de la ciudad, y muchos otros juegos nos hicieron querer mucho este lugar”, relata.

Aimé regresó a su ciudad después de estudiar, pero muchos de sus compañeros ya no. “Eso es lo duro: ver que poco a poco los amigos o los hermanos se tienen que ir en busca de un destino.” Fueguina de corazón, Aimé, que adora su ciudad, afirma que hoy en día todavía los niños disfrutan de una infancia muy similar a la suya.

Lentos atardeceres, y los días volaron

Las cinco estrellas del hotel Arakur en Ushuaia podrían ser un oxímoron, pero se ve que el turismo es la apuesta para el futuro de esta región, cuyo desarrollo industrial no dejó de sentir las diferentes crisis económicas de la Argentina reciente.

El lugar es un tesoro para aquellos que disfrutan de la naturaleza. Está ubicado en una reserva natural, Cerro Alarkén, de 100 hectáreas, donde se pueden hacer caminatas, escalada y rappel. A pocos minutos de Ushuaia está el Parque Nacional Tierra del Fuego, con casi 70 mil hectáreas y una infinidad de rutas para los amantes de las montañas, la nieve y los glaciares.

En invierno hay pistas de esquí, y durante todo el año se puede navegar por el Canal de Beagle, llamado así en honor al barco que capitaneaba el vicealmirante inglés Robert FitzRoy (1805-1865), quien surcó este canal con Charles Darwin en un viaje alrededor del mundo que duró cinco años. Marineros legendarios, vagabundos del mar, montañeros y alpinistas, chilenos, argentinos, ingleses y yámanas son los sustratos que se sienten en los nombres de los lugares, en las formas de hablar, de comer, en el carácter de la gente.

En el hotel se puede disfrutar de todos los lujos: excelente comida, spa, camas y baños fantásticos en las habitaciones y las mejores vistas a los larguísimos atardeceres de Ushuaia. Ninguna queja. O bueno, la de siempre: los días pasaron demasiado rápido.

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