Buscando a los gigantes del mar en bahía Magdalena

Cada año, durante los meses de invierno, la ballena gris llega a bahía Magdalena para buscar aguas más cálidas y dar a luz.

25 Sep 2025
Las tents de Akampa en la bahía Magdalena. Tienen 15 tiendas, donde te puedes hospedar para salir al safari marino.

Las tents de Akampa en la bahía Magdalena. Tienen 15 tiendas, donde te puedes hospedar para salir al safari marino.

La primera vez que vi a un animal marino de un tamaño considerable frente a mí estaba dentro de un estanque. Yo tenía tal vez ocho o nueve años y mi papá nos llevó a SeaWorld porque mi hermano y yo moríamos por conocer a “las primas de Keiko” que vivían ahí.

Nos sentamos en la splash zone del anfiteatro, las bancas donde caía el agua que salpicaba la orca mientras hacía su show. Recuerdo que, cuando dio la primera vuelta por el estanque, me impresionó su tamaño. No podía dejar de verla.

Al ritmo de la música de Michael Jackson, Céline Dion y Whitney Houston, la reina del show saltó, recibió pescados en la boca y, luego de un rato de aplausos y splashes, desapareció. Salió del estanque de vidrio… para moverse a uno de concreto.

Las lanchas en las que los huéspedes salen al avistamiento de ballenas son operadas por locales con años de experiencia, que además de compartir los secretos del mar encuentran en este turismo responsable una alternativa para subsistir más allá de la pesca.
Las lanchas en las que los huéspedes salen al avistamiento de ballenas son operadas por locales con años de experiencia, que además de compartir los secretos del mar encuentran en este turismo responsable una alternativa para subsistir más allá de la pesca.

Mi hermano y yo salimos emocionadísimos. Soñábamos con ser “entrenadores de orcas” y arrastramos a mi papá directamente a la tienda de regalos para comprar la orca de peluche más grande que pudiéramos encontrar.

No teníamos idea.

Hace unas semanas leí la noticia: “Kamea, la orca más joven de SeaWorld San Antonio, falleció a los 11 años debido a una enfermedad no revelada, según informaron SeaWorld y PETA. Nació en el parque y vivió allí toda su vida”.

Kamea nunca conoció el mar. Ella nació en un tanque de concreto. Nunca hizo un clavado a las profundidades del océano ni se comunicó con su manada o ejecutó alguna estrategia de caza. Kamea, en libertad, pudo haber vivido hasta 90 años, como lo hacen algunas orcas hembras. Sin embargo, solamente alcanzó 11 años.

Un ser humano decidió que iba a tomar uno de estos gigantes increíbles e inteligentes del mar, ponerlo en un tanque de cemento y luego llevar a otro para reproducirse ahí mismo. Así les quitó todas las características que las hacen el tipo de animal que son en libertad, para entretenimiento y beneficio propio.

Y ahí estuvimos mi hermano y yo. Sin tener idea de lo que estábamos viviendo, pero inmersos en la inocencia infantil de querer ser amigos de las orcas.

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Gerardo, a diferencia de mí, creció con la naturaleza como telón de fondo: primas biólogas, viajes familiares a la Baja e historias de fauna marina que constantemente alimentaban su curiosidad. Aunque gran parte de sus intereses se enfocaban en el mar, su vida en realidad transcurría en Ciudad de México, entre las filas pamboleras de los Pumas, pero en cuanto disponía de unas vacaciones, escapaba a Baja California Sur para visitar a su prima, estudiante de biología marina.

Además de las ballenas grises hay muchas otras especies marinas con las que te podrás encontrar en el viaje.
Además de las ballenas grises hay muchas otras especies marinas con las que te podrás encontrar en el viaje.

A los 20 años dejó el futbol y viajó a La Paz. Allí se unió a un grupo de pescadores que vivían y trabajaban en la isla Espíritu Santo. Pasó una semana completa en su campamento: noches bajo un cielo cargado de estrellas, redes que regresaban casi vacías y la tensión diaria de depender económicamente de un mar cada vez menos generoso. En esos días se percató de lo poco que ganaban de la pesca y el estrés social en que vivían. Sus compañeros de campamento venían de tres generaciones de pescadores que, año con año, encontraban cada vez menos peces en el mar.

Fue en esos días también cuando vio por primera vez una ballena jorobada de cerca y la impresión fue grande. Tanto que quería compartirlo con los suyos. Y en ese momento sembró en su mente una idea: ¿qué tal si los pescadores llevaban a sus amigos a conocer el mar en lugar de explotarlo?

Ese encuentro con el mar y su grandeza, la posibilidad de acercar a la gente a él para conocerlo y, como consecuencia, cuidarlo mejor es la premisa que actualmente rige en Akampa, la empresa que Gerardo Adame fundó junto con Eugenia Méndez, Emilio Bailón y Daniel Rodríguez. Desde el inicio, su filosofía fue clara: “No somos una empresa de turismo que hace conservación; somos una empresa de conservación que hace turismo”.

Lo que empezó con unas tiendas de armado rápido, además de unas colchonetas y muchísimas ganas de compartir la magia de las ballenas, ahora es una empresa hecha y derecha que incluso participó en Shark Tank: “La primera vez que organizamos el campamento, éramos mis socios y yo haciendo hot dogs –me cuenta Gerardo–. Y vimos que era un producto increíble y entendimos que el valor estaba en la experiencia. Lo atractivo eran las ballenas, el ecosistema. Nuestro trabajo sólo era facilitarlo, tal vez tener una buena regadera, lograr que a los clientes no les doliera la espalda…, pero mantener la esencia de la experiencia”. Hoy, esa “experiencia” se conforma de tiendas que no le piden nada a un safari africano de lujo, colchones con memory foam, agua caliente y todo un ecosistema encargado de ofrecer la mejor hospitalidad posible, respetando el entorno natural y dejando a la naturaleza ser la protagonista, entre dunas de arena y el mar de Baja California Sur.

El Bahía Magdalena Ocean Camp, fruto de la colaboración entre Akampa y Viatura, se despliega entre dunas y el Pacífico. Al amanecer, los huéspedes salen en safaris marinos en busca de ballenas grises, siguiendo chorros y aletas que rompen la superficie. Al atardecer, el regreso al campamento incluye atardeceres de colores intensos y mariscos recién salidos del mar, como ostiones provenientes de una granja local.
El Bahía Magdalena Ocean Camp, fruto de la colaboración entre Akampa y Viatura, se despliega entre dunas y el Pacífico. Al amanecer, los huéspedes salen en safaris marinos en busca de ballenas grises, siguiendo chorros y aletas que rompen la superficie. Al atardecer, el regreso al campamento incluye atardeceres de colores intensos y mariscos recién salidos del mar, como ostiones provenientes de una granja local.

Akampa no busca “dar un espectáculo”, sino facilitar un momento genuino. La experiencia combina avistamientos responsables, gastronomía local y colaboración con las comunidades pesqueras, lo que crea una cadena de valor que beneficia tanto al visitante como al lugar que la recibe.

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Ballena gris

Eschrichtius robustus

La bahía Magdalena es una de las tres “salas de parto” oficiales de la ballena gris. Son famosas por acercarse a las pangas y dejarse acariciar por los visitantes. Se pueden ver en la bahía Magdalena de diciembre a abril; febrero es el mes con más avistamientos.

Recorren más de 15,000 km desde el Ártico hasta la costa del Pacífico en México. Es una de las migraciones más largas del reino animal. Su presencia ayuda a mantener el equilibrio de los ecosistemas marinos: al alimentarse de organismos bentónicos y remover el sedimento del fondo marino, reciclan nutrientes que benefician a toda la cadena trófica.

Son consideradas una “especie indicadora”, ya que su bienestar refleja la calidad y salud de los ecosistemas marinos.

Para las comunidades locales, la llegada anual de la ballena gris es un evento profundamente ligado a la identidad regional y la tradición naturalista de Baja California Sur. Las aguas tibias y tranquilas ayudan a las crías a flotar y fortalecerse antes del viaje al norte.


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Ya había visto decenas de videos antes de llegar a la bahía Magdalena. Las ballenas grises se acercaban, se asomaban, se frotaban contra las lanchas y prácticamente rogaban por que quienes estaban cerca de ellas las acariciaran. Se ponían de panza, rondaban, jugaban e interactuaban.

Estaba segura de que verlas sería fácil. De hecho, estaba convencida de que ese tipo de interacción sería la norma para cualquiera que las visitara. Pero la primera noche, Mateo, un biólogo que vive en La Paz y forma parte del equipo de Akampa, habló con todo nuestro grupo. Justo cuando terminábamos la cena y mientras nos preparábamos para dormir, Mateo sabiamente nos invitó a bajar nuestras expectativas: “No se sientan mal si mañana no ven a las ballenas. Ellas van a ser las que decidan si se acercan o no. Aunque a veces lo hacen, es raro que se acerquen tanto a la lancha. Pero verlas a lo lejos igual es un espectáculo, así que disfruten y recuerden que las que eligen la interacción son ellas, no ustedes”.

Cada invierno, la ballena gris emprende una travesía de más de 15,000 kilómetros desde el Ártico hasta las lagunas de Baja California Sur. La bahía Magdalena es su escenario de cortejo, apareamiento y nacimiento. Estas ballenas por naturaleza son curiosas, así que frecuentemente se acercan a las lanchas de los turistas que visitan la zona para verlas de cerca.
Cada invierno, la ballena gris emprende una travesía de más de 15,000 kilómetros desde el Ártico hasta las lagunas de Baja California Sur. La bahía Magdalena es su escenario de cortejo, apareamiento y nacimiento. Estas ballenas por naturaleza son curiosas, así que frecuentemente se acercan a las lanchas de los turistas que visitan la zona para verlas de cerca.

No les voy a negar que fue decepcionante. Yo ya me veía en un abrazo máximo con las ballenitas. Aun así, decidí seguir las instrucciones y dejar la decisión de ese encuentro en manos del destino y, por supuesto, de las ballenas. En camino a nuestra tienda, y bajo al cielo más estrellado que he visto en toda mi vida, hice un esfuerzo por controlar la emoción del día siguiente y procurar relajarme para dormir lo más pronto posible.

La alarma no tuvo que sonar. Me desperté de inmediato y me apuré a vestirme, con muchas capas, sabiendo que saldríamos aún con el frío del final de la noche para subirnos a una embarcación en la que el viento frío nos soplaría en la cara y que, conforme pasaran las horas, me tendría que ir deshaciendo de unas cuantas chamarras porque entraríamos en calor con el sol.

Y así, aún bajo las estrellas y justo después de un desayuno muy (muy) tempranero, salimos al safari marino. Entre la bruma del mar y con el sol asomándose poco a poco, fijábamos la mirada en el horizonte, para ver si alguna ballena saltaba por ahí. Víctor (Chombo, para los amigos) era el capitán de nuestra lancha y, al ritmo de Juan Gabriel, bailaba y gritaba “balleeeeniiiita”, para que ellas llegaran y nos dieran su mejor cara. Después de unos pasos a cargo del Chombo, empezamos a ver los primeros chorros de agua a lo lejos. Eran ellas, respirando en la superficie. Y entonces entendí lo que dijo Mateo: verlas de lejos también resultaba un espectáculo.

De pronto, una de ellas saltó. Impresión inmediata y piel de gallina. Inevitablemente, todos los que estábamos en la lancha soltamos un grito de emoción. Las instrucciones para verlas eran claras: no las podíamos perseguir en la lancha, ellas se tenían que acercar a nosotros. El Chombo fue muy responsable con ello y acató las reglas. Así que a ratos apagaba el motor y tan sólo esperábamos a que ellas decidieran acercarse a nosotros, mientras escuchábamos un poco de Juanga y otro tanto de Rocío Dúrcal. De pronto, una de ellas se aproximó a la lancha y nos dejó ver su ojo. Sentí un nudo en la garganta. Y entonces me percaté de que no era yo quien estaba conociendo a la ballena, era ella quien me permitía conocerla.

Después hubo momentos de una mayor cercanía, pero ellas siempre fueron las que tomaron la iniciativa. Asomaban la cabeza junto a la lancha, se rascaban, iban y venían, nos dejaban tocarlas. Ellas nos elegían a nosotros cada vez que eso sucedía.

Entonces recordé a las orcas. Ellas en realidad no tenían opción. Su vida entera estaba reducida a un estanque, sus movimientos eran dictados por un entrenador, su historia estaba escrita por un guion y una música que no habían elegido. En la bahía Magdalena, en cambio, la ballena gris era la dueña absoluta del momento: podía alejarse en cualquier segundo, podía ignorarnos, podía simplemente seguir su ruta y, sin embargo, decidía acercarse. No porque alguien la entrenara o le diera un premio, sino porque quería hacerlo.

Ese acto de libertad lo cambia todo. Lo que en un tanque se siente como entretenimiento, en el mar es un privilegio. Porque, para cuidar algo, primero hay que conocerlo. Y, para conocerlo de verdad, hay que verlo en su hogar, con sus reglas, en sus tiempos.

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