Santiago: escaparse todo el año

Al estar a una hora en auto del mar y a dos de la Cordillera de los Andes, la capital chilena ofrece un abanico de destinos posibles.

28 Aug 2017

En el barrio de Bellavista cientos de personas almuerzan al sol en mesas sobre la vereda por donde circulan músicos ofreciendo canciones a cambio de alguna moneda; otros caminan apurados para llegar a alguno de los tantos teatros que se ubican entre las casas de colores donde viven artistas, escritores e intelectuales.

Cerca de allí, el barrio Lastarria vibra con la algarabía de visitantes que recorren sus museos, su majestuoso Centro Cultural Gabriela Mistral, sus librerías, sus tiendas naturistas y sus cafés que, como el Colmado, sirven mezclas de Indonesia y de Ecuador. En la otra punta de la ciudad, el Parque Bicentenario —en el topísimo barrio de Vitacura, tierra de tiendas de lujo y restaurantes dignos de la guía Michelin— está plagado de gente que descansa en sillas de lona o compra hotdogs calientes en un food truck o se saca fotos junto a una laguna con flamencos, frente al imponente Cerro Manquehue.

Santiago está en ebullición. Desde hace algunos años sus barrios florecen con nuevos bares, museos, tiendas de diseño y antiguas casonas restauradas donde funcionan galerías de arte, teatros, restaurantes de autor y hoteles boutique, con calles limpias (bastante seguras) y un paisaje montañoso que recuerda cuán cerca se está de la naturaleza en este sitio de edificios modernos y autopistas “del primer mundo”.

Pero Santiago tiene además otro atractivo. Por su cercanía a la costa y a la cordillera, la ciudad está rodeada de anfiteatros naturales: cerros, montañas, embalses, playas y lagunas que en las últimas décadas ampliaron enormemente sus alternativas gourmet y de alojamiento, convirtiendo a la capital de Chile en el epicentro de un sinfín de recorridos turísticos a pocos kilómetros de distancia. Con argumentos de sobra, Santiago se ha vuelto uno de los destinos predilectos de Sudamérica.

Primavera: El puerto en su esplendor

El Valparaíso de postal existe, y habla a los gritos: en sus casas “pintorescas” con ropa colgando de los balcones, sus callecitas curvas, sus perros errantes, sus artistas bohemios y sus miradores con vistas panorámicas donde se repiten, a cada hora, cada día, desde hace años, las mismas fotos.

Es una estética rimbombante que se reproduce en todo el centro histórico de la ciudad, y que interpela al turista casi a la fuerza, con casas pintadas de colores chillones, idénticos souvenirs que se despliegan una y otra vez en tiendas y puestos callejeros, guías que ofrecen sus servicios con insistencia, lugares comunes de una ciudad que, como París, Cartagena o Nueva York, ha sido tantas veces visitada, elogiada, que sus atributos parecen haberse encapsulado, congelados como una mariposa en manos de un taxidermista.

Por debajo de ese recorrido evidente existe otra manera de conocer Valparaíso, con sus recovecos y dobleces, sus incongruencias, su oscuridad. Está en las pintadas callejeras que sentencian “No más rosarios en nuestros ovarios”, “El sistema vomita hombres” o “Juro que somos infinitos”, en el esténcil pintado sobre una fachada prolija que reclama “Que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos coman mierda”.

En las esquinas donde se junta la basura y pululan los gatos, en las cuchas para quiltros —así llaman a los perros sin techo— construidas con planchones de aluminio oxidado y en los perros desparramados en la vereda que duermen la siesta al sol con la impunidad de un jubilado.

En las calles alejadas del centro histórico, atestadas de gente —son casi 300 mil habitantes—, por donde pasan los trolebuses y camiones repletos que trepan las calles empinadas hasta los cerros más altos, donde hay casas de lata que hacen equilibrio sobre las pendientes y casas a medio quemar que ardieron con el brutal incendio de abril de 2014, que dejó 15 muertos, 11 mil damnificados y 2 500 casas destruidas.

Entonces, conocer todas las versiones de Valparaíso —declarada Patrimonio de la Humanidad por la unesco en 2003— puede llevar su tiempo, pero con un fin de semana o un día completo bien aprovechado se puede llegar a palpar, al menos parcialmente, su idiosincrasia, su aire bohemio y fresco, su gente amabilísima, enamorada empedernidamente de su Valpo.

Desde Santiago son 120 kilómetros: de la terminal de autobuses salen camiones cada 15 minutos; en coche se llega por la ruta 68, y una vez allí conviene estacionar en las afueras del centro histórico y recorrer a pie.

Emilio es taxista y habla perfecto inglés porque vivió 10 años en Nueva York, acomodando autos en hoteles y restaurantes. Asegura que conoce Valparaíso de punta a punta y recomienda el Paseo 21 de mayo, en el Cerro Playa Ancha, donde hay puestos de artesanos y una vista privilegiada del puerto.

Se sube por el ascensor Artillería, uno de los tantos que se desparraman por la ciudad para trepar los cerros más rápido. En el otro extremo de la ciudad, en el cerro Florida, también es parada turística obligada la Casa-Museo La Sebastiana, una de las tres casas de Pablo Neruda en Chile, así como el Museo a Cielo Abierto del Cerro Bellavista, con su colección de 20 murales de artistas como el gran Roberto Matta.

Se puede empezar por la zona del puerto y picar algo en el restaurante frente al mar, como El Bote Salvavidas, con seis décadas de trayectoria, meseros que visten chaleco y moño, y exquisiteces como ostiones a la parmesana, empanadas de camarón, queso y congrio frito.

A pasos de allí, el edificio de la Armada de Chile —de estilo neoclásico francés— se yergue, orgulloso, sobre la Plaza Sotomayor, ambos íconos de la ciudad y junto a ellos el edificio del Centro de Extensión Cultural donde, tras el incendio, se instaló la Fábrica Puelagalán, un espacio comunitario para ayudar a los damnificados.

“Los porteños siempre hemos sido muy solidarios, muy hermanos”, dice Kimberly, voluntaria de la Fábrica, cuyo lema reza “colaborar–crear–reutilizar”. Subiendo por la calle Urriola —siempre se está subiendo o bajando en Valparaíso, ciudad de cerros— se llega al Paseo Yugoslavo, en el Cerro Alegre, donde está uno de los primeros miradores de la ciudad.

Allí se emplaza el Palacio Baburizza, sede del Museo de Bellas Artes de Valparaíso, un edificio despampanante de 1916 (que combina estilos modernista, art decó y art nouveau) adquirido por Pascual Baburizza, un empresario del salitre de ascendencia yugoslava, de ahí el nombre del paseo. En el Museo se pueden admirar obras de artistas chilenos de la talla de Pedro Lira y Nemesio Antúnez, y tomar algo en la terraza floreada del Café del Palacio.

Frente al Baburizza hay otro edificio imponente que data de 1923, hasta hace poco abandonado pero, tras una remodelación que encargó una pareja chileno-suiza al prestigioso arquitecto Mathias Klotz, desde 2012 alberga al hotel más lujoso de Valparaíso: el Palacio Astorega.

Dicen que su constructor original fue un croata que montó este palacete para su amada esposa, para que no extrañara su país natal. Hoy, el lujo se mantiene intacto en las 23 habitaciones (desde 318 dólares) y salones comunes, una terraza de vista infartante y un piano bar donde se deleita a los huéspedes con música y tragos varios.

Sobre la quieta calle San Enrique está Calma, el taller-galería del artista Samano Vallejo, que trabaja con materiales reciclados para crear obras coloridas que mezclan el tatoo art con estilos típicos de la pintura mexicana. “Cada pieza es única, no hago dos veces el mismo trabajo”, explica Vallejo, que interrumpe su pintura para atender a dos turistas que se interesan por un cactus hecho en cartón pintado.

Más adelante, en la misma calle vale la pena admirar la vitrina de La Dulcería y tentarse con alguno de sus caramelos artesanales con figuras que cambian cada tantas semanas. Desde allí se puede bajar por la calle Templeman, repleta de cafés y barcitos simpáticos —como el ya clásico Café Turri— o bien bajar hasta el Pasaje Dimalow y detenerse en uno de los hot spots de la ciudad: el hotel y restaurante Fauna, con muebles reciclados, techos altos, mucha madera y detalles en estampas y cuadros (las habitaciones arrancan en 140 dólares).

Desde la terraza de su restaurante —hay animales de plástico en cada mesa, un guiño a su nombre— se pueden ver los techos y balcones de cientos de casas coloridas, murales pintados sobre las medianeras y hasta parte del Cementerio Disidentes, donde se enterraba a los protestantes en el siglo xix. De fondo, el mar, perfecta visión para el atardecer, pisco sour en mano.

Verano: Cerca del mar

Sí, el agua es fría, bastante fría. Los chapuzones serán breves y premeditados, nada de flotar panza arriba durante horas o hacer snorkeling sin traje de agua. Los 4 300 kilómetros de costa chilena dan al océano Pacífico, y las pocas aguas templadas están al norte del país —Iquique, La Serena—, a la altura de Santiago el agua es fresca. Habiendo aclarado este asunto, que ha contribuido a desestimar estos balnearios, se puede decir que las playas de la zona central de Chile son una ganga, especialmente en diciembre y marzo, cuando baja la temporada fuerte de turismo interno.

Desde Santiago, a no más de tres horas en auto, hay un puñado de playas espectaculares por descubrir, si se quiere obviar los clásicos como Viña del Mar o Valparaíso.

“Yo soy nacido y criado en Matanzas. Me encanta, es tranquilo. Aquí no viene nadie peligroso”, dice Nelson con expresión seria. Es chofer de uno de los buses que viaja de la Estación San Borja de Santiago a Matanzas, un pueblo de apenas 100 habitantes en la comuna de Navidad, a 175 kilómetros de la capital.

Durante décadas fue uno más de los tantos pueblitos costeros chilenos, hasta que en los años ochenta un grupo de ávidos surfistas y windsurfistas descubrieron sus olas descomunales y su viento feroz, y poco a poco se transformó en lugar de peregrinación de aficionados y de otros que se enamoraron de su paisaje verde y despojado.

“Por las velas se está poniendo de moda”, dice Manuel Berrío, dueño de un puesto de pescados frescos en la recién renovada caleta de pescadores, que sale temprano en su barco, tira las redes y recoge el botín la mañana siguiente. En los últimos cinco años Matanzas se terminó de convertir en un destino turístico, en gran parte por el hotel Surazo —un proyecto de dos amantes del windsurf— que, con su arquitectura de encanto austero y su ubicación privilegiada sobre la playa, integra el libro Hoteles de Lujo de Chile y atrae turistas de todas partes del mundo (con habitaciones desde 140 dólares).

Sobre la única calle de Matanzas, por donde pasean jóvenes bronceados cargando tablas inmensas, han florecido un puñado de hostels y hoteles boutique como el Alba y el Roca Cuadrada.

Para comer se puede optar por algo bien local como La Violeta, un comedor donde se sirven platos caseros por unos siete dólares sobre manteles de hule estampados, o bien los más coquetos restaurantes con vista al mar del Surazo o el Marvento de Olas de Matanzas.

Conocido como “la capital náutica de Chile” por la cantidad de deportes de vela que se practican en la zona, 110 kilómetros al noroeste de Santiago (se llega por la Ruta del Sol o por la ruta 68) está Algarrobo, llamada así por los frondosos bosques de algarrobos que echan sombra sobre las calles de tierra y arena.

Sus playas son tranquilas, de arenas claras y aguas de un azul verdoso intenso. En todas hay chiringuitos que venden bebidas, helados y comidas al paso, pero para darse un banquete el mejor sitio es A Toda Costa, un restaurante cuyo mejor atributo es la vista: en el inmenso deck de madera los paneles de vidrio refugian al comensal del viento, como un enorme parabrisas de auto mirando al mar, perfecto para la puesta del sol. El congrio a lo pobre es el plato fuerte, aunque la ironía de su nombre puede ser algo peligrosa, pues no todos los estómagos resistirán la pila de verduras y huevos fritos que trae encima el pescado.

El visitante indiscreto querrá conocer uno de los lugares chilenos que se ganó un espacio en el Libro Guinness de los Récords: San Alfonso del Mar, un complejo de departamentos que se jacta en tener la alberca de agua cristalina más grande del mundo, de un kilómetro de largo y 250 millones de litros de agua que se mantiene siempre tibia.

Con su arquitectura angulosa, escalonada y su inmenso piletón que de noche brilla en tono turquesa fosforescente en la costa de Algarrobo, este complejo parece un implante, un órgano extraño traído de algún sucedáneo de Dubai.

No muy lejos de allí, por la ruta F-800 se llega a Quintay, un pequeño pueblo de playa con una caleta de pescadores que en los días soleados, cuando las gaviotas revolotean alrededor de los barquitos estacionados sobre la orilla desde la madrugada, tiene un encanto que recuerda a los pueblos costeros de Italia y España.

Allí hay un manojo de restaurantes rústicos como el Miramar, atendido por sus dueños —con largas listas de espera los fines de semana—, donde se puede almorzar frente al mar un delicioso chupe de locos (un marisco típico chileno gratinado con crema) o el clásico Jardín de Mariscos.

En la siguiente bahía está la Playa Grande, que en temporada alta está siempre repleta; para los que buscan más intimidad, a pocos kilómetros de allí se puede alquilar casa o apartamento en el topísimo club Santa Augusta, con acceso privado a la playa, club house, piscina y canchas de tenis y de golf.

Bastante más al norte —a casi 170 kilómetros desde Santiago— están las playas más cuicas, como llaman los chilenos a la gente de la alta alcurnia: Zapallar, Cachagua, Maitencillo, los balnearios tradicionales de la clase alta chilena. Hasta allí se tarda unas dos horas en auto, pero la distancia hace que sus playas estén más vacías, y las casas y autos de la zona terminan por confirmar que se trata de balnearios súper exclusivos.

En Zapallar, las grandes casonas de piedra y madera se acomodan sobre la ladera de las montañas apuntando al mar, rodeadas de árboles espesos y caminos de polvo que zigzaguean hasta desembocar en la playa, de arena rubia y rocas inmensas donde se posan gaviotas y pelícanos.

Esa vista exacta se aprecia desde la terraza de uno de los restaurantes más antiguos de la zona, El Chiringuito, que en los mediodías de verano explota de santiaguinos que alternan las rondas de pisco sour y piscola con almejas machas a la parmesana o calamares fritos.

Muchas casas se alquilan por día o por semana, y si no, están el clásico Hotel Isla Seca —una casona de estilo inglés con una terraza preciosa de piso de damero y jardín frente al mar— o el hotel Casa Zapallar, un edificio modernísimo con mucha madera y luz natural que entra por sus ventanales gigantes y alumbra sus muebles de anticuario (desde 150 dólares en temporada alta).

A pocos minutos en auto se pueden visitar también las playas de Maitencillo y la más tranquila y familiar Cachagua, donde conviene almorzar en el icónico parador Los Coirones y luego avistar desde la playa la Isla Cachagua, más conocida como la isla de los pingüinos, aunque serán imprescindibles los binoculares.

Otoño: La ruta del vino

“¿Cómo se dice: carme-ner o carme-nére?”, la pregunta se repite en restaurantes, bares y viñedos chilenos. Una de las cepas más codiciadas del mercado vitivinícola crece en la Zona Central de Chile, y es una de las que más se exporta, y aun así todavía hay muchos que no saben cómo se pronuncia: a pesar de haber crecido en los valles chilenos por casi 150 años, la cepa de nombre francés fue reconocida oficialmente como tal recién a fines de los años noventa.

A mediados del siglo XIX, los vinicultores de la Zona Central de Chile querían modelar sus viñas a imagen y semejanza de las de Francia, célebres en el mundo por la calidad de sus vinos. Comenzaron entonces a importar vides de la región de Bordeaux de lo que creían era la cepa del Merlot, aunque aquellas parras incluían también otra cepa, muy apreciada en Francia pero casi desconocida en América Latina: la Carménère.

Así, durante casi un siglo y medio, mientras en Europa una peste aniquiló la mayoría de estas cepas, en Chile creció con salud, entremezclada con la uva Merlot, ambas muy similares. Fue recién en los años noventa que, a partir de investigaciones de la escuela de enología de Montpellier, se confirmó que la cepa era, en efecto, Carménère, y en 1996 la bodega De Martino sacó la primera botella etiquetada con aquel nombre, quitando un acento del francés: Carmenère.

Desde entonces Chile se posicionó cómodamente en la cima de un mercado con muy pocos competidores, ya que sólo se produce en zonas puntuales de Italia y de Estados Unidos.

Por estar sobre la cuenca hidrográfica del río Maipo y tener un suelo y un clima seco muy adecuados para este cultivo, Santiago y sus alrededores están repletos de viñas —una veintena queda a no más de 120 kilómetros de distancia— que se acomodan entre los tres valles principales: Maipo, Casablanca y San Antonio.

Mientras que el Valle de Casablanca se caracteriza por sus cepas blancas, el Maipo y San Antonio son referentes en la producción de tintos: Carmenère, Cabernet Sauvignon, Syrah, Pinot Noir. En las tres áreas conviven viñedos antiguos de casonas centenarias como Concha y Toro, en la comuna de Pirque, que data de 1883, con otros más nuevos de diseño vanguardista y restaurantes que sirven cocina de autor, como Casas del Bosque o House Casa de Vino.

En Alto Jahuel, la Viña Santa Rita tiene una casona antigua, del siglo xviii, declarada Monumento Nacional por haber albergado al mismísimo general Bernardo O’Higgins junto a 120 soldados tras la batalla de Rancagua contra los españoles en 1814, razón por la cual uno de sus vinos más celebrados es el llamado “120”.

Allí se puede almorzar en el coqueto restaurante Doña Paula —su nombre es en honor a la dueña original de la hacienda, Paula Jaraquemada— y luego recorrer la viña y los inmensos jardines, y visitar el Museo Andino inaugurado en 2006 en un edificio moderno que alberga 1 800 obras de arte precolombino de culturas chilenas —objetos, ornamentos, instrumentos musicales, máscaras, cerámicos y pipas—, colección que armó durante cuatro décadas el empresario y mecenas Ricardo Claro.

De los viñedos más nuevos, en el valle de Casablanca —sobre la misma ruta 68 que pasa por el Aeropuerto—, está House Casa de Vino, una casona moderna ambientada por el popular decorador chileno Hugo Grisianti donde se montó un centro de enoturismo que reúne una sala de cata, una tienda tipo mercado con vinos a muy buenos precios, y un restaurante con vista a los viñedos a cargo del chef Felipe Espinosa, que propone “maridaje inverso” (los platos se plantean en función de los vinos). Imperdible el ceviche de corvina con maracuyá que se sirve con una copa de Sauvignon Blanc Vistamar Sepia Reserva.

“¡Saúde!” dice en voz alta un hombre de visera roja con el logo de Ferrari, y 20 copas se unen a la suya en un brindis grupal que estalla en risas. El grupo de 21 brasileros acaba de recorrer las bodegas de la Viña Tarapacá, en el Valle del Maipo, y ahora está haciendo las primeras degustaciones en el jardín, acompañando el Gran Reserva Carmenère de 2012 con una tabla de quesos.

Las mujeres llevan anteojos grandes y carteras de Louis Vuitton, los hombres hablan a los gritos. Una pareja se saca una selfie con el inmenso jardín de fondo: palmeras, sauces llorones, fuentes de agua, esculturas y hasta una laguna con flores de loto.

La viña tiene 2 500 hectáreas, de las cuales 600 están plantadas con vides, y produce 12 millones y medio de litros de vino al año (casi un 65% destinado a la exportación, principalmente a Brasil). Tras la degustación, los brasileros probarán unas empanadas caseras y luego un asado jugoso bajo la sombra de los alcornoques del parque, y varias copas más de vino.

Las visitas se organizan para grupos privados de mínimo dos personas, y si se trata de grupos grandes se puede optar por pasar la noche en los espléndidos dormitorios de la casona principal, de estilo toscano, construida en 1927 para la familia Ferrer.

Invierno: Nieve honda

Con la primera nevada, a principios de junio, los santiaguinos más fanáticos se apuran en colocar los porta-esquís en el techo de sus autos y camionetas y en llevar sus esquíes a encerar.

Apenas se anuncia la apertura de la temporada en los centros más cercanos a la ciudad —Cerro Colorado, Valle Nevado, Farellones y La Parva—, son estos entusiastas los que enfilan sus autos hacia el Camino a Farellones en la madrugada, para llegar temprano y aprovechar las primeras bajadas de nieve impoluta, intacta, un colchón espumoso que viste las pendientes y cubre las copas de los pinos que los más dotados esquivarán a velocidades desorbitantes.

Las conversaciones sobre el fin de semana se resumen en un “¿Subiste? ¿Cómo estaba?”. Se sobreentiende que subir es ir a esquiar, la pregunta es a dónde, pues cada uno defenderá su elección con diferentes criterios: que Valle Nevado tiene más cantidad de pistas, y por ende menos filas en los medios de elevación; que La Parva es más exclusivo y que los refugios para almorzar tienen mucha más onda —y la gente también—; que Cerro Colorado tiene las mejores bajadas fuera de pista, aunque los T-bar para subir las pistas son bastante cansadores.

Los turistas, claro, suelen estar ajenos a estos debates, por ignorancia o por indiferencia; eligen, más bien, en función de los paquetes y promociones que más les convienen. Poco importa dónde almorzar o cuál de los cerros es más top, lo fundamental es tener la mejor nieve (y al mejor precio). Los pases diarios cuestan entre 57 y 70 dólares, dependiendo de la época del año.

Subir por el día es más que factible, calculando que se tarda aproximadamente una hora y media desde el centro de la ciudad hasta las bases en la montaña (Valle Nevado está unos 15 minutos más lejos que los otros), con combis que salen desde distintos puntos como el Mall Sport de Las Condes o el edificio Omnium sobre Av. Apoquindo. Eso sí: hay que madrugar.

Los “tacos” o embotellamientos de tránsito pueden ser terribles entre las 9 y las 11 de la mañana, la franja horaria en que suben los más rezagados, pues el camino a Farellones es uno solo para todos los centros de esquí, con curvas y contra curvas donde nunca falta algún negligente que no colocó cadenas en las ruedas y se empantana en la nieve o resbala en el hielo hasta quedar atravesado en el camino, convirtiéndose instantáneamente en el blanco de insultos feroces por parte de los cientos de conductores que quedan atascados detrás.

Conviene, entonces, salir a eso de las 7 de la mañana y llegar unos minutos antes de la apertura de los medios —a las 9—, y en todo caso usar ese rato para cargarse de calorías con un crepe de Nutella o manjar y un café bien caliente en las confiterías de la base.

Dicho esto, dormir en alguno de los cerros es un privilegio que merece ser considerado: además de ahorrarse el viaje diario, uno se garantiza la posibilidad de esquiar apenas abren los medios, con la nieve virgen recién pisada por las máquinas.

En La Parva y Cerro Colorado se pueden alquilar departamentos o alguna de las pintorescas casitas. En Valle Nevado, el más grande de los centros, hay tres hoteles en la base, el mejor es el Hotel Valle Nevado —con el restaurante francés La Fourchette—, aunque todos comparten la misma estética ochentera inspirada en los refugios de los Alpes franceses.

Otra alternativa, más barata, es alojarse en Villa Farellones, un pueblo de montaña algo menos turístico pero muy cercano a los centros; allí el hotel Posada de Farellones es una de las mejores alternativas, con spa, guardería de esquíes y el enraizado restaurante El Montañés, que de noche reúne a los jóvenes en su bar con música en vivo.

“Dicen que hoy es el mejor día de la temporada, por la nevada del viernes,” dice un argentino que aprovecha la silla para fumar un cigarrillo. “Ya no va a nevar más. Dicen que va a ser la peor temporada en muchos años,” dice en la siguiente silla un chileno que esquía hace años en Valle Nevado. “El sábado pasado fue el mejor día de la temporada,” asegura un instructor en la fila del T bar. Las conversaciones en los medios de elevación pueden ser, además de algo forzadas, bastante desconcertantes: cada esquiador tiene sus propias teorías e informantes.

En los hechos, todos los centros suelen garantizar buena nieve en temporada, excepto cuando alguna rara ola de calor tropical azota Santiago en pleno agosto, derritiendo la nieve en tiempo récord, en cuyo caso no queda más remedio que esperar una nueva nevada, tomando chocolate caliente frente a las chimeneas de los refugios o comiendo la famosa fondue de tomate de La Marmita de Pericles, en La Parva.

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