Mayo del 68. El mundo arde. Los tradicionales sistemas sociales, políticos y culturales empiezan a tambalearse por el propio peso de su obsolescencia. Los estudiantes y jóvenes del mundo se replantean su lugar y su voz en la sociedad, los derechos, los deberes. La estética, el arte y la norma buscan una bocanada de aire fresco. Es una época de confusión para muchos, de certezas para otros tantos, pero irrefutablemente se trata de un hito para la historia reciente.
Así como el mundo bullía hacia nuevos ideales y una afianzada contracultura, Bogotá estaba transitando también hacia una nueva versión de sí misma que le cambiaría la cara para siempre. Fue en ese preciso momento, en mayo de 1968, que el arquitecto colombiano Rogelio Salmona empezó, después de años de reflexión, a erigir su proyecto más desafiante hasta ese momento y donde él mismo viviría el resto de sus días: Las Torres del Parque.
Estas tres torres curvas de ladrillo en el centro de la ciudad, que albergan alrededor de 300 departamentos, expresarían y siguen expresando un antes y un después no sólo en la arquitectura colombiana, sino latinoamericana. Un giro completo en la concepción de la vivienda masiva, del espacio público frente al espacio privado y de diseño revolucionario en la ciudad, entre muchas otras cosas.
Nadando a contracorriente
Para los que nacimos durante y después de las décadas de los ochenta y noventa, Las Torres del Parque hacen parte del paisaje natural de Bogotá. Nos resulta casi imposible imaginar la entrada al centro de la ciudad sin esa frontera imaginaria, pero tangible, erguida sobre la carrera Quinta con la calle 26 que representan estos edificios.
No concebimos la plaza de toros La Santamaría (la mayor de Colombia, hoy convertida en espacio cultural) sin sus altísimas custodias de ladrillo y casi podríamos caer en el pecado de pensar que vinieron juntas y de la mano como parte de un mismo proyecto. Entraríamos en pánico si por un error en la mátrix miráramos hacia los cerros orientales desde el Planetario Distrital y no encontráramos su geometría haciendo juego con el verde de las montañas que enmarcan el oriente de la ciudad.
Por eso nos cuesta imaginar lo revolucionario y transgresor de la obra de Salmona y hasta entender su importancia en el contexto de la arquitectura latinoamericana; si se trata de “Las Torres”, vienen con la ciudad, ¿no? La ignorancia es atrevida, diría mi madre.
El proyecto de Las Torres del Parque le fue encomendado a Salmona por el Banco Central Hipotecario, que buscaba atraer a jóvenes profesionales y familias de clase media al centro de la ciudad para detener la expansión descontrolada hacia la periferia y recuperar la zona. Como suele suceder en muchas ciudades latinoamericanas, el centro se había deteriorado y la concepción de que se trataba de un lugar “peligroso” rondaba el imaginario colectivo. Así pues, se pusieron en marcha proyectos de vivienda masiva que contaban entre sus prioridades con hacer sentir a sus residentes potenciales seguros y separados de los “peligros” del centro.
Aquí radica la primera gran diferencia conceptual de Las Torres. A diferencia de dichos proyectos, Salmona concibió un modelo que, en vez de encerrar y separar, abriera espacios públicos que dialogaran con la ciudad y la ciudadanía, apostando a que esto transformaría la relación con el sector. Sí, se iba a tratar de un proyecto de propiedad privada, pero abierto al peatón. Un proyecto en el que la arquitectura pudiera ser vivida y recorrida a diario no sólo por sus habitantes puntuales, sino por cualquier transeúnte, con el objetivo de enriquecer el espacio y la experiencia urbana.
De hecho, 70% del área destinada para la construcción de Las Torres del Parque es de uso público y sólo 30% se destinó al área habitacional propiamente dicha. Las plazas, plazoletas, jardines, fuentes y escaleras que componen el conjunto fueron concebidas desde el día uno como espacios comunitarios, algo jamás visto y altamente transgresor en Bogotá. Hoy son un punto neurálgico del barrio y de la ciudad misma por donde diariamente transitan cientos de personas.
Por otro lado, en una urbe acostumbrada a un modelo de vivienda masiva funcional, cuadrada, de líneas y ángulos rectos, en el que definitivamente no primaba el diseño, resultaba caprichosa e incomprensible la dedicación de Salmona a esas formas geométricas, casi escultóricas y curvilíneas, que dibujaba en los planos. ¿Qué necesidad de enredarse tanto para un proyecto en un sector “bastante regular” de la ciudad?, murmuraba la crítica, que no faltó.
Pero para Salmona, quien había trabajado en el taller de Le Corbusier en París entre 1949 y 1958 antes de establecerse en Colombia, no había fondo sin forma. La oportunidad era única: crear en la ciudad un gran complejo habitacional que se mimetizara con la geografía y el paisaje, dejar un legado contundente sin ser invasivo, cambiar el concepto de la arquitectura como algo meramente utilitario en relación con la ciudad. Había también que integrar de alguna manera el entonces casi abandonado Parque de la Independencia y, por supuesto, ni pensar en algo que chocara visualmente con la plaza de toros La Santamaría, inaugurada en 1932. Además, la topografía misma constituía un gran reto, pues no era fácil el terreno empinado y de suelos complejos concedido para el proyecto.
Las montañas fueron su primera inspiración. De ahí las curvaturas, las espirales y la inclinación progresiva de las tres torres que componen el complejo. De alguna manera se trataba de un homenaje al paisaje, de una exaltación del entorno natural nunca recto.
Esta geometría poco convencional aseguraba también que todos los departamentos tuvieran vista ya fuera hacia los cerros de Monserrate y Guadalupe, hacia el Parque de la Independencia o la sabana, y que las terrazas fueran abiertas, otro logro titánico del arquitecto.
Finalmente, era momento de pensar en el material ideal para llevar a cabo su visión.
Regreso a la raíz
Una de las impresiones más comunes entre los visitantes nuevos de Bogotá es la presencia del ladrillo como material (casi) omnipresente en la arquitectura residencial urbana. Ladrillo aquí, ladrillo allá, un poco más de ladrillo acá.
Esto podría parecer evidente si tenemos en cuenta que, por su geografía, la ciudad está rodeada de terrenos arcillosos y que los sectores populares de las laderas que la bordean empezaron a llenarse de “chircales”, como se le conoce en Colombia a las fábricas artesanales de ladrillos.
Pero esto no siempre fue así. En los años cincuenta y sesenta, la arquitectura local se inclinaba más hacia una corriente de corte internacional y los edificios que empezaban a poblar Bogotá llegaban a utilizar materiales importados para su construcción. Sin embargo, a Salmona le cautivaban las posibilidades del ladrillo y volver a él significaba un guiño a las raíces, a lo local, a un material noble muy escaso y apreciado en otros lugares, pero poco enaltecido en Colombia.
Era el material perfecto para reflejar esa luz única de los atardeceres bogotanos. Una luz que sólo es posible a 2,600 metros sobre el nivel del mar, una que hace juegos de colores con las montañas que le dan identidad a la ciudad y que todos los que nacemos en el seno de su caos y contrastes llevamos de alguna forma u otra con el sentimiento más primigenio de “hogar”.
En el proyecto de Las Torres del Parque, el arquitecto entendió que éste no sólo permitía un juego de formas, de ángulos, curvas y líneas para la propuesta estética, sino que además conservaba el calor del día y lo liberaba en la noche, haciendo más cálidos los espacios, un gran plus para el clima bogotano. Era también una forma de involucrar el saber y la producción locales, y de darles trabajo a muchas personas que subsistían en el día a día de la producción de los famosos chircales.
Éste fue un romance que perduró y de esto son testigo sus obras subsiguientes que, de paso, terminaron de consolidarlo como uno de los más grandes arquitectos latinoamericanos. El ladrillo siguió como el material protagonista y Salmona continuó utilizándolo cada vez con mejor técnica y mayores desafíos de diseño.
Por otra parte, el verde y la naturaleza tuvieron también un papel fundamental a la hora de pensar en Las Torres del Parque. Una vez más, a contracorriente de la tendencia de arrasar para construir, el diseño de Las Torres viviría también gracias a su entorno natural. Tal vez sin saberlo, o quizá sabiéndolo muy bien, esos árboles, especies nativas y jardines que hicieron parte integral de la obra, terminaron convirtiéndose en un verdadero oasis urbano en una de las zonas más concurridas de la ciudad.
Un barrio legendario
Hoy día es imposible separar Las Torres del Parque del barrio donde se encuentran ubicadas: La Macarena. Las Torres no serían lo mismo sin La Macarena ni La Macarena sería lo mismo sin Las Torres.
Estas calles han visto tejer a su alrededor un sinfín de mitos urbanos, como aquel que jura que Iggy Pop pasaba temporadas enteras en Bogotá y rondaba los alrededores de La Macarena y Las Torres descalzo y sin camiseta. Y aunque algunos dicen que el famoso barrio ha vivido mejores épocas y que el espíritu bohemio que lo caracterizaba lo ha ido abandonando poco a poco, en pos de una sutil pero evidente gentrificación, lo que aún es cierto es que se trata de un barrio único donde confluyen y conviven muchas versiones de una misma Bogotá.
Las galerías más renombradas del país colindan con pequeños comercios de barrio, los restaurantes se dan la mano con la plaza de mercado tradicional. Está a un paso del Museo Nacional, del Museo de Arte Moderno y del Planetario. Vive entre un barrio popular y complicado como es La Perseverancia, y Bosque Izquierdo, uno de los más esplendorosos de Bogotá, en su época lleno de preciosas y enormes casonas.
Y así como cada día llegan nuevas generaciones tentadas por el estilo relajado del barrio, todavía están las personas mayores nacidas allí, para las cuales es el barrio de su infancia. He ahí el encanto de La Macarena. Ese que atrae también a tantos viajeros a visitarla, recorrerla y hospedarse allí cuando visitan la ciudad.
Por décadas, ha sido reconocido como el barrio de los artistas. Fue el hogar de Fernando Botero, Enrique Grau y Luis Caballero, algunos de los pintores más relevantes de la historia del país, y fue el epicentro de la bohemia en las décadas de los sesenta y setenta. Así pues, los espacios artísticos siempre han sido un punto de encuentro en el barrio y todavía son abundantes las opciones para visitar y adquirir tesoros. Alonso Garcés Galería, establecida en su icónica casa esquinera sobre la carrera Quinta desde 1977, ha visto pasar por sus salas a varias generaciones de artistas contemporáneos y continúa como una de las galerías más importantes de la ciudad. NC Arte, por su lado, se inclina por propuestas y modelos expositivos en los que dialogan arte, diseño y arquitectura, además de ofrecer permanentemente talleres experimentales, laboratorios de pensamiento creativo y conversatorios. En el Espacio el Dorado, también sobre la carrera Quinta, se pueden encontrar cuatro espacios diferentes conectados por un fantástico jardín interior, donde interactúan permanentemente artistas emergentes y muestras multidisciplinarias, muchas veces creadas in situ.
Uno de los grandes hitos de los últimos años en materia de arte en el barrio ha sido la llegada de la Feria del Millón a la Plaza la Santamaría. Esta feria, que el año pasado cumplió una década de existencia, se ha convertido en una de las más importantes de Colombia por su innovador concepto de acercar el arte y sus colecciones a un público amplio mediante precios accesibles. La premisa es que todo lo que se exhiba tiene un valor de alrededor de un millón de pesos (no se alarmen, son alrededor de 250 dólares) y se muestra a artistas jóvenes y talentosos, dándoles un espacio donde exponer.
Esa misma plaza de toros, cuando aún ejercía como tal, fue por décadas un punto de encuentro sagrado los domingos durante la temporada taurina para sus seguidores. Fue también el escenario de muchísimos conciertos de grandes artistas y espectáculos de teatro y cultura que, de hecho, muchos pudimos ver desde la terraza de algún amigo que vivía en Las Torres del Parque.
Y así como cuando se trata de arte y cultura, las opciones gastronómicas no faltan y mucho menos decepcionan. Un clásico que ya es un referente no sólo por su comida, sino porque con los años se ha convertido en un lugar de encuentro para vecinos, es El Patio. Está decorado con antigüedades y sus platos son italianos y franceses, acompañados de mucho vino. Oirán también de boca de todos los locales que vale la pena pasarse por La Monferrina para una comida italiana, Ilhé para descubrir sabores y sentires cubanos, y Agave Azul para dejarse sorprender por la creación sorpresa del día, ya que esta joya mexicana no tiene menú.
Los buenos cafés y espacios de trabajo tampoco faltan. Azimos, por ejemplo, esconde tras su linda fachada de ladrillo blanco un espacio luminoso y muy agradable donde hay buena pastelería, buen café y platillos selectos. En Templo Té, justo en la primera planta de Las Torres del Parque, frente a una bella fuente, es posible escoger entre más de 30 tipos de té.
La plaza de mercado La Perseverancia, con su fachada colorida, tiene toda la variedad posible de frutas, verduras y productos frescos que conviven con puestos de comida donde se pueden probar los sabores de la capital.
Y, para rematar, la librería de confianza. Por casi 20 años, este espacio lo llenó Luvina, una librería especializada en literatura latinoamericana que tristemente no sobrevivió la pandemia. Sin embargo, en un esfuerzo conjunto por mantener ese lugar como un templo de la cultura, su fundador logró convencer a una nueva generación de libreros para que tomaran ese mismo espacio y es allí donde hoy se encuentra Matorral, fantástica para descubrir nuevos autores.
Vivir en Las Torres
“Crecer en Las Torres fue una experiencia eléctrica”, cuenta Franco Lolli, director de cine nacido en Bogotá que pasó toda su infancia y adolescencia en el piso 7 de la torre B. “Creo que nunca he visto otro lugar en el mundo donde las fronteras entre lo público y lo privado estén tan desdibujadas y eso se siente, se vive de una manera extraña. Crece contigo”.
Cuando Franco nació, su madre había decidido hacía algo más de un año irse a vivir a Las Torres del Parque porque tenía buenos amigos en aquel lugar y sentía afinidad con el espíritu bohemio, intelectual y artístico que allí se vivía. “Yo nací ahí y desde muy pequeño entendí que era un lugar particular. Podías montarte al elevador y encontrarte al mismo Rogelio Salmona, así como a artistas, actores, escritores y personajes muy vistosos de la vida nacional, para luego bajarte y encontrarte con personas de un background mucho más sencillo que también vivían allí. Era una mezcla muy poco común en una ciudad como Bogotá y eso me gustaba. Pude convivir con todo tipo de gente y ver diferentes mundos en mi entorno más cercano”.
Franco, quien a sus 18 años dejó Bogotá para estudiar cine en París, recuerda los contrastes del lugar donde pasó su infancia como un oasis que por dentro se sentía muy tranquilo y donde nunca había problemas de seguridad, pero que una vez traspasadas sus fronteras volvía a ser la agreste e impredecible Bogotá de los noventa.
“Dentro de los límites de Las Torres nunca pasaba nada. Los niños, que éramos muchos, podíamos salir a jugar y ya más mayores a pasar el rato con amigos, y siempre nos sentíamos seguros, pero sabíamos que había otro mundo al cruzar la calle. Teníamos claro que éramos vecinos directos de un barrio mucho más complicado como lo es La Perseverancia o que el Parque de la Independencia era intransitable por las noches. Es más, recuerdo mucho que había una pandilla del barrio de al lado que jugaba parqués en una esquina de una plaza de Las Torres. Todos sabíamos que era una pandilla, pero allí sólo jugaban parqués, no era más. Jugaban en el mismo lugar donde vivían una señora literalmente emparentada con la aristocracia española, artistas de la talla de Beatriz González y Carlos Jacanamijoy, o la escritora Laura Restrepo”.
Y aunque fue una infancia algo excéntrica en el buen sentido, y sin duda privilegiada, Franco no deja de tener una mirada crítica respecto al modelo social de convivencia. “Para mí, Las Torres son una reproducción del mundo a pequeña escala. Para todos los que hemos vivido ahí es evidente que existe una cierta estratificación silenciosa, pero evidente para todos, en la que la gran abeja reina es la torre B con sus departamentos dúplex y terrazas privilegiadas de los últimos pisos, y, sin embargo, seguimos siendo una comunidad”.
Por su parte, Salomón Kalmanovitz, uno de los economistas más importantes de Colombia, antiguo codirector del Banco de la República, lleva algo más de 40 años viviendo en Las Torres del Parque. “Llegué a Las Torres en 1982, luego de un divorcio. Me llamaba la atención que se trataba de un proyecto democrático, austero, que a su vez estaba en el corazón de la vida bohemia bogotana. El barrio siempre ha tenido una vida vibrante: galerías, buenos restaurantes, vida de barrio y un entorno de personas muy interesantes que de cierta manera comparten una misma búsqueda de habitar la ciudad. Por su cercanía con varias universidades, era también un lugar atractivo para estudiantes y profesores universitarios, así como para jóvenes profesionales. Me instalé en un primer departamento y con el tiempo tuve la oportunidad de mudarme a uno de los penthouses. ¡Vaya suerte!”, recuerda Kalmanovitz.
Como muchas otras personas de su generación, Salomón encontró en el barrio y en Las Torres mismas un espacio para desarrollar un proyecto de vida alternativo y comprometido con un modelo de ciudad más incluyente, y afirma con firmeza, a sus casi 80 años, que de ahí no lo saca nadie. “De alguna manera, los que vivimos aquí nos sentimos comprometidos con lo que significan Las Torres del Parque como nuestra casa, pero también como símbolo dentro de la ciudad, y así buscamos defenderlo. Yo mismo he sido el presidente del consejo de propietarios en un par de ocasiones y no ha sido nada fácil –comenta entre risas el también filósofo–. Las cosas han cambiado y, así como ha habido un alza en los precios de las rentas y del metro cuadrado, que hemos buscado mitigar para que continúe siendo el proyecto incluyente que siempre ha sido, también se ha intentado politizar de manera radical para el otro lado, lo que tampoco termina siendo viable”.
Ambos vecinos coinciden en esa sensación de comunidad inherente al hecho de vivir en Las Torres del Parque. Ambos tienen claro que, con lo bueno y con lo malo, hacen parte de un concepto mucho más grande que ellos, que una simple vecindad en un reconocido edificio de la ciudad. No es cualquier cosa hacer parte de y darle vida a esa “locura” que Rogelio Salmona, como el visionario que era, imaginó para Bogotá, para la arquitectura, para sí mismo.