R 4.0: un detox no le viene mal a nadie.

Cinco días para transformar el cuerpo y la mente en un retiro en las montañas de Santa Mónica.

03 Sep 2019

Ya me voy de regreso a casa. Estoy esperando a que llegue la hora de salir para el aeropuerto en el lobby del Four Seasons de Westlake Village, y la sensación es similar a la que tenía cuando llegué aquí: tengo un poquito de miedo. Ahora siento miedo porque no sé cómo voy a arreglármelas sin Meredith, la chef del programa, y sus deliciosos platillos veganos, o sin Spencer, Nikki, Angela y Hanna, los guías de nuestros largos paseos. Quién me va a levantar por las mañanas a las 5:30 a.m. de forma tierna y alegre, quién me va a dar instrucciones para vivir paso a paso cada momento del día. Durante cinco días he participado en el programa R 4.0 que organiza The Ranch, un centro de retiros detox y senderismo ubicado en Malibú, California, a poco menos de una hora del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Pero, en realidad, podría decirse que está a miles de kilómetros del mundo, en otra galaxia. Uno viene aquí a olvidarse de todo y a concentrarse en uno mismo, en tu cuerpo, en tu mente y en la conexión entre estas dos entidades que de vez en cuando parecen tan alejadas una de la otra. Vienes a conectarlas, en realidad, y a conectar todo tu ser con el mar y la montaña.

Ranch

El chofer que me trajo al hotel, Fernando, me recomendó escribir este artículo como un diario, y tal vez debería seguir su consejo. Pero creo que prefiero escribirlo según vaya saliendo, yéndome por las ramas, después de todo, he estado admirando árboles magníficos todos estos días.

El programa inicia el jueves a las 12 del mediodía, pero para ser exactos, empieza un mes antes, cuando los correos de The Ranch comienzan a llegar a tu inbox: empieza a caminar más. Compra tus zapatos de senderismo, un sistema de hidratación que se adapte a una pequeña mochila, calcetines que no sean de algodón, con una mezcla de lana y fibras que absorban el sudor; empieza a comer menos, a beber más agua, a dejar el café y el alcohol.

Para la semana tres, deberías de haber dejado el café, el alcohol, la carne, el azúcar, y un montón de cosas más, para que luego la dieta vegana no te pille de sorpresa. 

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Cada persona hace lo que puede. Yo ya tenía calcetines, zapatos para senderismo y ropa deportiva adecuada, y una amiga montañera me prestó su mochila con contenedor para agua. Empecé a caminar mucho por la ciudad y traté de bajarle al café, al alcohol y al tabaco (soy fumadora, llevo dejándolo y regresando desde hace años, y desde el terremoto del 19 de septiembre en México retomé los cigarros con saña). En realidad, no logré seguir los lineamientos al pie de la letra, pero la cosa —creo yo— es llegar dispuesto y ser valiente. Un detox no le viene mal a nadie. Me daba más miedo vivir sin café cuatro días que dejar los cigarros. Y esas caminatas de cuatro horas también me daban un poco de aprehensión, la verdad. Pero bueno —pensaba yo—, I will survive. No sólo no me voy a morir, sino que seguro me viene muy bien. En el pánico de tener que enfrentar cuatro días sin todos mis hábitos tóxicos, he de confesar que la noche anterior a que empezara el programa, ya en el hotel, me comí una hamburguesa —de pavo— con un montón de papas fritas.

En fin. Estaba yo diciendo que el programa empieza el jueves a las 12 con un paseo de cuatro horas. Hay que llegar a la cita ya con la ropa, los zapatos y la mochila listos para caminar (y las uñas de los pies cortitas). Llegué temprano y bien desayunada, pensando en que iba a ser la primera, pero me ganó una mujer canadiense que —en seguida supe— ya había estado en el programa tres veces —ésta era la cuarta—. Ella caminaba siempre sola, superrápido, y cubría más distancia que nadie. Después de conocer al resto del grupo supe que aproximadamente la mitad de los participantes eran exalumnos que regresaban con entusiasmo a repetir la experiencia del programa. Eso ya empezó a tranquilizarme. Rob, uno de los guías de montaña, nos dio la bienvenida a todos, y una bolsa de tela con el logo de The Ranch, una cantimplora grande de agua y una radio. “Water, water, water” podría ser el lema de este programa. Constantemente te están recordando que bebas agua para eliminar más rápido todas las toxinas acumuladas. Cada día bebes entre tres y cuatro litros de agua, fácilmente.

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Antes de salir a caminar nos pesaron y tomaron las medidas a todos. Nadie estaba excesivamente gordo, mucho menos obeso. Este no es un lugar ni un momento para perder peso, realmente, aunque casi todos perdimos si no varias libras, muchas pulgadas de cintura en esos días.

Nuestra primera caminata fue maravillosa. Antes de salir a caminar, nos piden que formemos un círculo, realizamos un radio check, tomamos tres respiraciones profundas, y el guía nos deja con una frase inspiradora para meditar durante la caminata. Suele haber tres guías en cada paseo: el primero que sale casi corriendo y va dejando banderitas naranjas para señalar el sendero; otro que se queda al final con los más lentos; y uno o dos guías que van en el medio. En esta primera caminata, Hanna fue la guía que salió primero. Me fijé en ella cuando se alejaba, y me pareció ver que llevaba un ramo de margaritas anaranjadas, tal vez para dejarlas en algún altar montañés —pensé yo—. Eran las banderitas.

Caminando se conoce la gente. Había cuatro amigas que vinieron juntas para darse el lujo de convivir alejadas de sus compromisos habituales. También conocí a dos madres jóvenes que por primera vez estaban dejando a sus bebés en casa a cargo de sus maridos y tomaban un tiempo para trabajar su cuerpo y recuperar la salud mental. Una de ellas confesó que su marido casi la corrió de la casa para pasar tiempo a solas con su bebé. Una chica de Nueva York trajo a su madre, muy aguerrida. Conversé durante un buen trecho del camino con una mujer que acababa de enviudar. Ella había sido corredora de maratones hacía sólo unos pocos años, quería recuperar su cuerpo atlético, y el programa R 4.0 era parte de su plan. Era ingeniera informática: mientras subíamos la montaña me explicó qué son las bitcoins, los blockchains y el concepto de mining, y justo cuando empezaba a entender algo, una serpiente de cascabel se nos cruzó en el camino. Nos quedamos congeladas (bueno, yo me quedé congelada, y la serpiente también), y mi compañera, la ingeniera aguerrida, arrojó una piedrita a la pobre serpiente que seguro estaba más asustada que yo. Pero no se movía la condenada. Tuvimos que esperar unos largos segundos más hasta que se decidió a seguir su camino. En retrospectiva, fue un encuentro fantástico. Nunca había visto una serpiente de cascabel salvaje y libre. Era joven, no muy larga, y su cascabel no tenía más de cuatro o cinco anillos. Cuando la pasamos lo sonó y casi me muero del susto. Seguimos caminando y platicando, y en un momento dado, mi compañera me dijo: “Ve, ve, que yo no puedo seguir tu paso”, así que seguí a mi propio ritmo, observando las plantas, cantando “California Dreamin’” de The Mamas & The Papas, absorbiendo el aroma del romero y la salvia silvestres y admirando el panorama, que de pronto se abrió hacia el mar. Es alucinante ver el mar desde las montañas porque parece que se viene encima; parece como si las montañas estuvieran más abajo que el mar. Caminar sola, después del incidente de la cascabel, no me daba miedo.

Ahora estoy en el aeropuerto, y no se me antoja comer nada aquí (ni mi ritual clásico del paquetito de beef jerky que siempre me como cuando me voy de Estados Unidos). Antes de irnos del hotel nos dieron un lunchbox (hermoso, tailandés, de acero inoxidable) con una ensalada de kale, garbanzos, jitomates, zanahorias y un poquito de cebolla encurtida que he comido antes de pasar por seguridad, mirando los taxis pasar en el LAX. Definitivamente, algo me estoy llevando a casa de toda esta experiencia, y creo que eso será tal vez lo más valioso: lo que se queda conmigo y se incorporará a mi rutina cotidiana. Lo que se queda detrás, en la memoria, también es un tesoro.

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Después de ese primer paseo del jueves —unos 18 kilómetros—, llegamos de nuevo a las camionetas donde nos esperaba Rob con toallas heladas y perfumadas con lavanda y un treat, un pequeño cuadradito de pasta hecho con dátiles, cacao, arándanos y pedazos de coco. El regreso en la camioneta era silencioso y meditativo. Esa primera tarde llegamos al Four Seasons adoloridos, sudados, con ampollas en los pies, pero felices: lo habíamos logrado, y pronto sería la hora de la cena, que se serviría puntualmente a las siete todos los días en una hermosa mesa comunal en un invernadero que los dueños de The Ranch construyeron en el jardín japonés del Four Seasons. Esa primera noche hicimos citas para los dos análisis físicos que ofrece el programa, el de masa corporal y el examen cardiovascular. Yo me apunté a los dos. Son opcionales, porque hay quienes prefieren no saber. Me gusta eso también: aquí respetan y son considerados con los diferentes procesos de cada persona.

Ya han pasado tres días desde que llegué de Malibú. Mi cuerpo extraña caminar, y yo extraño la montaña. Cada paseo, como ya les dije, empezaba con una breve meditación en círculo: primero el check de sonido de las radios, luego tres respiraciones profundas y después la frase inspiradora para la caminata. El primer día, Nikki nos dejó con la famosa máxima que dice algo así: “No se sube para conquistar la montaña, sino para conquistarse a sí mismo”. Me he acordado de esa frase estos días en la ciudad, y he estado pensando en por qué camino, por qué me gustó tanto caminar.

Creo que no lo hago ni para conquistar la montaña ni para conquistarme a mí misma, sino porque me da curiosidad ver qué hay, quién vive y cómo se ve todo desde ahí arriba. También me gustó caminar porque me conectó con una memoria que tenía medio enterrada: de pequeña yo caminaba mucho con mi padre, quien me llevaba por los acantilados de la costa vasca en largos paseos veraniegos. Recogíamos flores y luego las dibujábamos en casa (mi padre murió cuando yo tenía 11 años) y me contaba mil historias.

Caminé mucho sola. Las banderitas anaranjadas que va dejando el guía por el camino, la radio en la mochila (que de vez en cuando suena para recordarte que bebas agua, que mires hacia la izquierda porque se ve el mar, que mantengas tu espalda erguida y tus ojos abiertos, que tengas cuidado porque viene un ciclista de montaña por tu izquierda), te hace sentir seguro y puedes dejar que tu mente divague lejos en el tiempo y en el espacio. Pensé mucho, en muchas cosas, en nada. Memorias de la infancia y visualizaciones del futuro; canciones, poemas, libros, conversaciones; la mente al caminar entra en un estado meditativo, fructífero y nada molesto. Como que da gusto estar con uno mismo.

Después de la caminata nos esperaba un lunch delicioso. Todos los vegetales que comimos parecían haber sido cosechados unas horas antes. Las cenas siempre tenían un platillo caliente que te dejaba satisfecho: berenjenas japonesas asadas al horno sobre una cama de lentejas, todo ello bañado en la cantidad exacta de una salsa de limón y tahini; sopa cremosa de guisantes seguida de un “steak” de coliflor sobre una ensalada de ejotes y jitomates cherry, con su chimichurri incluido; o las deliciosas hamburguesas de quinoa y verduras, servidas con lechuga, tomate y kétchup casero. Nunca se pasa hambre. Con las caminatas de la mañana y las clases de fitness y los masajes por la tarde, esta parte —la nutrición— es el otro pilar fundamental del programa. Muchas veces he pensado en dejar de comer carne por un rato aunque sea, pero ya sea por pereza o porque parece complicado o inconveniente, o porque no tengo el conocimiento y la práctica culinaria, nunca lo he logrado. Me daba mucha curiosidad ver qué pasaría con mi cuerpo siguiendo una dieta vegana por cinco días. Lo que sucedió fue lo esperado: más energía y la piel más radiante (e ir al baño más veces de lo que normalmente voy).

El viernes sigue el programa: levantarse a las 5:30 a.m. con un delicado toque en la puerta seguido de un anuncio por la radio que te recuerda todo lo que debes de bajar al gimnasio: los zapatos de caminar, la mochila, la radio, el protector solar, etc. A las 6 a.m. es la clase de estiramientos, que dura media hora y se agradece inmensamente después de caminar cuatro horas el día anterior. A las siete el desayuno: frutas, granola, yogurt de coco, avena caliente, leche de almendras y cuatro opciones de té herbal. Después, los guías, si lo necesitas, te curan las ampollas y te protegen las zonas delicadas de los pies; los participantes rellenan sus cantimploras de agua y hielo, y para las 7:30, todos en la camioneta rumbo a la montaña para transitar por una senda nueva cada día.

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A las 12:30 ya estábamos de regreso en el Four Seasons, con el tiempo justo para una refrescada rápida y volver a reunirnos a la una en el invernadero para comer, y es durante esta comida que se asignan las horas para el momento que todos esperábamos: el masaje. Todos los días recibes un masaje de 45 minutos, o si lo deseas, puedes tener sesión doble.

Después de comer y de una hora de descanso, empiezan las clases de la tarde: a las tres, upper body, a las cuatro core y a las cinco yoga restaurativo. Tu masaje puede caer a cualquiera de esas horas, así que a veces sólo puedes tomar dos clases. Los terapeutas fueron muy diferentes entre sí y muy buenos los tres. Dan masajes profundos, enfocados en las piernas, pero sin olvidar todas las otras partes del cuerpo. Estos momentos son ideales precisamente para darte cuenta de la cantidad de componentes que tiene un cuerpo. En el último masaje mantuve una interesante conversación —intermitente y poética— con Clarissa, la terapeuta. Estuvimos pensando en lo difícil que es tomar conciencia del tuétano de los huesos, sentirlo, visualizarlo. “¿Cómo te lo imaginas?”, me pregunta Clarissa. Yo pienso un rato muy largo. Me vienen a la mente momentos del paseo del día. Vimos fósiles y algunas de las paredes del camino mostraban los estratos rocosos en los que uno puede percibir los lentos —o rápidos— cambios de la tierra (muy fácilmente es posible imaginar al planeta como un cuerpo). Durante el masaje reflexioné cómo mi cuerpo es como un planeta, y los huesos contienen el magma más profundo y gelatinoso que es el tuétano, manteniendo la estructura con su flujo y su calor. Qué sé yo. Estar en contacto con tu cuerpo todo el día, descubrir nuevas maneras de comprenderlo, de cuidarlo, eso es de lo que también se trata este programa.

Los análisis salieron muy bien. Yo tenía un poco de miedo de los resultados del cardiovascular. Soy fumadora, ya lo dije, y de vez en cuando exfumadora, pero desde el terremoto que viví en la Ciudad de México hace unos meses, volví al cigarro con saña. A pesar de eso, parece que mi corazón está funcionando muy bien. Otra cosa para agradecer —y otra razón más para dejarlo.

Antes de las cenas, los guías nos piden que tomemos unos momentos de silencio para agradecer por lo que sea que cada uno crea que tiene por agradecer. En la primera cena y en la última, nos invitan a decir nuestros agradecimientos en voz alta. Todos parecemos concordar: “Gracias por mi familia, por estar vivo y sano, por estar aquí”. Pues sí. Gracias por mi corazón, por mis pies, por mis pulmones y la bendita suerte que me trajo hasta este lugar. El sábado en la noche nos pasaron los resultados y Scott, el fisioterapeuta, nos dio una plática muy interesante y útil sobre qué tipos de entrenamiento son los más efectivos para aumentar la capacidad pulmonar y la masa muscular que se pierde con la edad.

Malibú es extraño para una habitante de la Ciudad de México. Es un suburbio de clase alta al norte de Los Ángeles, con playas y casas sobre la orilla del mar y ranchos en las montañas de Santa Mónica que miran hacia el océano Pacífico. El Ventura Freeway lo cruza con sus 12 carriles. Por aquí anda la legendaria carretera Mulholland Highway, que después se convierte en Mulholland Drive. Está rodeado de parques nacionales y áreas naturales verdaderamente bien protegidas: los caminos limpios, nada de basura, los bosques sanos, diversos, llenos de flores y plantas aromáticas —que no se deben recolectar—. El domingo, el último día completo del programa, hacemos un picnic lunch en Zuma Beach, y eso es lo más que conocimos de esta pequeña ciudad de unos 12 000 afortunados habitantes. No shopping, no dinning. Vimos la otra cara de Malibú, la cara silvestre y silenciosa, ajena a los ires y venires de los humanos. 

Sue y Alex Glasscock, los dueños de The Ranch, llevan ya más de ocho años proporcionando un espacio para recuperar la salud y el bienestar, y disfrutar el silencio y la belleza de la naturaleza en su rancho. Aquí es donde sucede el programa de siete días completos. El que yo hice, de cinco, se realiza en conjunción con el hotel Four Seasons. Es decir, en el de una semana de duración, los huéspedes se quedan en la propiedad de Sue y Alex: un terreno de 81 hectáreas en las montañas de Santa Mónica, con casitas individuales para cada huésped, espacios comunes, jardines, alberca, jacuzzi y un huerto orgánico donde se cultivan gran parte de los vegetales que se preparan en la gran cocina abierta.

En el programa más corto, de cinco días, los participantes —18 máximo— nos quedamos en el hotel, que también tiene sus ventajas. Para empezar, es un Four Seasons: estos sí saben cómo hacer hoteles. Yo no sé de dónde sacan a la gente que trabaja aquí: desde el concierge hasta la persona que limpia las habitaciones tienen el poder de leer la mente. Además, puedes disfrutar de todas las amenidades del hotel —spa, sauna, alberca, etc.—. Por otro lado, ahí están las tentaciones: la cafetería, el bar, el salón de degustación de vino. Pero créanme que no es tan difícil resistir. Desde el primer momento en   R 4.0 una burbuja de voluntad, orgullo y determinación te irá protegiendo por los pasillos del hotel. El minibar permanece cerrado con llave, y la cafetera desaparece de tu habitación desde el día uno hasta que te vas.

Otra ventaja de este programa más corto es que es ideal para quienes no pueden disponer de una semana entera. Es muy completo y se logran casi los mismos objetivos que en el de siete días. También es recomendable para los que nunca han participado en el programa o en uno similar: es una buena introducción y no tan intimidante como la otra.

The Ranch ya empieza a expandir su programa más allá de California. El año pasado hicieron un pop-up de dos meses en Montana, y este 2018 se repite el experimento, pero en los Dolomitas, al norte de Italia, en los Alpes orientales. Se llevan a parte del equipo —chefs, guías, masajistas— y ofrecen el mismo concepto, pero en un entorno diferente.

Para aclararlo de una vez por todas, y por si no he logrado explicarlo bien: The Ranch no es un boot camp, ni un lugar donde uno paga miles de dólares para sufrir y bajar de peso. Lo que ofrecen más bien —creo yo— es conocimiento: de tu cuerpo, de nutrición, de tu mente. No lo pasarás mal ni pasarás hambre. El primer día, en el desayuno, Ángela nos regaló un brazalete —muy chic— a cada participante, como si fuera parte de un ritual de iniciación. Los que ya han participado anteriormente agregan una tachuela a su brazalete. Cuando fue mi turno y le ofrecí mi muñeca para que me lo pusiera, Ángela vio mi reloj y me dijo: “Quítatelo. No lo vas a necesitar. Nosotros estamos aquí para guiarte en todo momento. Tú no tienes ninguna responsabilidad más que dejarte llevar”.

Y sí. La estructura del programa está organizada para que no necesites llevar reloj. No tienes que planear nada. Los mensajes de radio te van llevando a lo largo del día, aunque estés lejos de los guías. Eso es todo: confiar, caminar, pensar, comer bien y dormir mucho.

Ya es domingo. La semana pasada estaba caminando por las montañas de Santa Mónica, muy cerca del mar, en la última caminata larga del programa, la que terminó con un picnic en la playa. Hoy estoy cruda. Ayer fuimos a comer a casa de una amiga española con otros amigos. Nos hizo salmorejo y rabo de toro con patatas fritas, platillos típicos cordobeses. Creo que no hay un platillo más lejano de la comida vegana de The Ranch: tradicionalmente se hacía con los rabos de toro de lidia. La comida terminó a la medianoche, y mientras veníamos en el taxi de regreso a casa, pensaba —intoxicada de rabo, vino y cariño— que la comida de vez en cuando también es exceso, fiesta, pertenencia y cultura. Y eso también está bien. De vez en cuando.

Me he levantado con una frase en la cabeza: water, water, water.

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