A vela por la Costa Dálmata

Un velero, dos tripulantes y siete días para explorar las islas del mar croata.

24 Sep 2019

El puerto es el corazón de las ciudades costeras, como las cocinas en las casas, donde las familias se juntan, comparten el café y las noticias de cada mañana. Y en lugares como Dubrovnik es aún más central, porque el puerto habla de su pasado mercantil y de la industria marítima de punta que logró en la Europa medieval; de las repetidas batallas con Venecia; de las conquistas y las derrotas a lo largo de toda su historia; y, hasta hace poco, en la década de los noventa, de cuando Croacia finalmente logró ser un país independiente.

En medio del Adriático azul se alzan las murallas y los fuertes de piedra que tantas veces protegieron a esta ciudad de invasiones vecinas. Y, sobre una lengua de tierra que se mete en el mar, aparece primero el faro Grebeni, y, un poco más allá, las boyas rojas y verdes que indican el canal de paso para entrar, por la puerta principal, a la famosa Perla del Adriático. Arriamos velas, amarramos el barco en una maniobra sin contratiempos, y, ya en tierra firme, de alguna manera sentimos que conquistamos el puerto, la ciudad entera, un pedacito más de planeta en nuestra hoja de ruta.

Dubrovnik fue el último destino en este viaje por la costa dálmata. Una semana antes, en un pueblito llamado Agana, a 270 kilómetros al norte de ahí, habíamos alquilado el velero que sería nuestra casa y medio de transporte en esta aventura entre islas, bahías y fortalezas centenarias del mar croata.

Amandine era una nave francesa de 44 pies de eslora (13 metros de largo), que es un tamaño promedio en la flota de The Moorings, una de las compañías de alquiler de monocascos y catamaranes más importantes del mundo, con 17 sedes repartidas por todos los mares. Siendo una tripulación de dos, Amandine nos sobraba por todos lados: tenía tres camarotes en suite, dos heladeras, aire acondicionado, wifi, equipos para esnorquelear de todos los colores, agua caliente como para llenar una alberca y hasta una cafetera Nespresso.

Ese primer encuentro con Amandine nos resultó un poco intimidante, era grande y lujoso de más, pero las ganas de navegar fueron más fuertes y nos hicieron saltar a bordo apenas terminamos con el papeleo y abastecimos la alacena con víveres básicos para los primeros días. El atardecer nos encontró con las velas desplegadas rumbo a la isla de Šolta, nuestra primera escala en este viaje, a sólo diez millas náuticas de Agana.

Buenos vientos y un restaurante Kilómetro Cero

La latitud es superior a los 43° Norte en esta parte del Adriático central, una franja del globo caracterizada por mucho viento, rachas fuertes, y, en esta longitud particularmente, algunos fenómenos climáticos como el Siroco, un viento sur que trae aire caliente de África, y el Mistral, un viento frío que sopla del noroeste con una intensidad de hasta 100 kilómetros por hora. “

A mucho viento, poca vela, reza el dicho, y así navegaríamos desde el primer día y durante toda la semana, con dos rizos en la vela mayor y un pañito en la proa. Llegamos a Šolta en menos de dos horas. Amandine era mucho más rápido que cualquier velero que hubiéramos navegado y en las rachas conseguía planear sobre el mar, dejando una larga estela de espuma blanca por la popa.

Entramos a la bahía de Maslinica, en la costa oeste de la isla, y amarramos en la marina de Martinis Marchi, un antiguo castillo, con su torre, sus murallas y hasta una pequeña capilla. Estas construcciones datan de 1705, cuando los hermanos Marchi decidieron plantar bandera en la isla de Šolta para protegerla de los ataques piratas, muy frecuentes por aquellos años. Hoy en día, Martinis Marchi funciona como un hotel boutique de apenas seis habitaciones, con una amplia pileta y un restaurante con terrazas de madera sobre el mar.

Toni Milos es el jefe de cocina en Martinis Marchi. Lo invitamos a tomar una copa de vino tinto en nuestra mesa y le pedimos sus sugerencias para esa noche. “Todos los platos de la carta están hechos con ingredientes cien por ciento locales”. Hay carpaccio de pulpo, sopa de cangrejo, fillet de pescado baby dentex con crema de camarones.…

“Cada uno de los productos que usamos en nuestra cocina se pescan, se cosechan o se producen en esta isla y en los alrededores”. Después de trabajar en Dubái, Suiza, Roma y Londres, Toni decidió volver a su tierra natal y aplicar todo lo que había aprendido en el desarrollo de la cocina croata de costa. “Cambio el menú en función de las temporadas, y cada plato que propongo es el resultado de muchos experimentos, pruebas, errores y nuevas pruebas, hasta que logro un plato redondo, al que no le agregaría ni le sacaría absolutamente nada”.

Después de una botella de vino croata, una degustación de mariscos y una crème caramel a la Dubrovnik, volvimos al barco para planear, si acaso cabe esa palabra en el mundo de la náutica, la navegación del día siguiente.

De erizos, pesca artesanal y viajes a dedo

Cuando se viaja a vela, los itinerarios son más expresiones de deseo que planes rigurosos a seguir, porque aunque uno sepa los lugares que quiere conocer y calcule las distancias, los tiempos y el esfuerzo requerido para cada pierna, el clima juega un rol clave a la hora de tomar decisiones. Si no hay viento o hay demasiado, o si acaso viene de proa y la corriente tira para el otro lado, hay que recalcular y pensar una nueva estrategia para ese día. Y así todos los días. Por eso los caminos se trazan a lápiz en las cartas náuticas, porque se pueden borrar, corregir y cambiar en la medida que se avanza.

Es un desafío que se renueva y que, de tanto en tanto, nos sorprende con escalas imprevistas en lugares impensados. “Hay que pensar como navegantes y no como turistas”, dijo Juan Dordal, el capitán en esta tripulación de dos cuando escuchamos el pronóstico en la radio a la mañana siguiente.

Teníamos que apurarnos para soltar amarras y llegar a nuestro próximo destino promediando el mediodía, porque, si la predicción se cumplía, esa tarde soplarían rachas de hasta 40 nudos, que equivale a unos 80 kilómetros por hora. Eran sólo 15 millas náuticas hasta la bahía de Bobovišća, en la isla Brač, que en la carta se veía bien protegida del viento y, según nos habían contado, tenía lindas playas, barecitos, almacenes para reabastecernos de cualquier cosa que necesitáramos y un sendero para caminar hasta el pueblo de Milna.

Llegamos justo antes del vendaval, y aprovechamos la tarde para hacer vida terrícola: lavamos y secamos la ropa al sol, desembarcamos en el gomón, hicimos alguna compra, almorzamos sándwiches en una playita y pasamos un par de horas explorando el fondo marino de Brač con los equipos para esnorquelear. Azul para él, fucsia para mí.

El fondo de piedras hace que el agua sea supercristalina en esta parte de Croacia, incluso los días de viento, porque no hay arena ni tierra que pueda opacar la visibilidad. Con las antiparras puestas pudimos descubrir los distintos tipos de corales, los campos de erizos, los peces y las algas que viven bajo el agua en estas islas.

A pocos metros de donde nadábamos, en la punta de un muelle de madera bastante desvencijado, una abuela y su nieto tiraban y recogían líneas de pesca con poca suerte. De tanto insistir, ella consiguió sacar unos pocos y muy pequeños peces para la sopa de la cena; mientras que Felipe, el nieto, con sus inquietos siete años, se entretuvo todo el rato molestando a los peces en el balde, sacando la lengua para probar la carnada, haciendo buches de agua salada y ovillos imposibles de desenredar con su línea de pesca.

Después de una siesta reparadora y con el sol un poco más cerca del horizonte, cerramos el barco y volvimos a desembarcar para emprender la caminata hasta Milna, un pueblo de pescadores al otro lado de Brač. Traíamos zapatillas de trekking y, en la mochila que cargaba Juan, una botella grande de agua, un chocolate y un par de manzanas verdes.

El camino trepaba en zigzag hasta donde llegábamos a ver y, supuestamente, caía del mismo modo hasta la bahía de Milna. “Son unos siete kilómetros hasta allá, tal vez un poco más. Tienen que subir por esta calle, doblar en la catedral y pasar junto al cementerio, el mejor lugar del mundo para descansar por el resto de la eternidad, ya lo van a ver”, nos indicó Marco en un inglés medio ruso.

Ya lo habíamos visto rondar por las marinas, con su cigarro colgando de la boca, su remera a rayas azules y un paso tranquilo, alegre, con olorcito a cerveza. Marco vive en Bobovišća hace 11 años, en la casa que heredó de su abuelo: “Antes vivía y trabajaba en el mundo real, no escuchaba a los pájaros ni el viento en las copas de los árboles… acá el tiempo alcanza para mirar, para sentir, no hay que correr a ningún lado”.

Más atentos al camino después del discurso de nuestro amigo poeta, en el trayecto a Milna descubrimos plantas suculentas con flores violetas, olivos salvajes, granjas y huertas en los fondos de las casas, y desde el punto más alto del camino, todo el mar alrededor de Brač y el perfil de otras islas que visitaríamos más adelante.

En Milna se veía mucho más movimiento que en Bobovišća: la gente hacía compras, las barcazas de los pescadores entraban y salían del puerto, los bares estaban llenos hasta la última mesa y había turistas en cada negocio de artesanías y souvenirs. Más allá de los vecinos del pueblo, Milna recibe muchos visitantes con los ferries que llegan a cada rato desde Split, una de las ciudades más importantes de la costa dálmata.

Entramos en una panadería seducidos por el olorcito a manteca derretida y salimos con unos panes hojaldrados calientitos, rellenos de ricota y nuez. Caminamos entre los barcos de una punta a la otra de la bahía, nos metimos en el pueblo por calles angostas de piedra y nos sentamos en un banco frente al mar para ver cómo se hacía de noche.

Hablamos de Marco, lo envidiamos un poco, y nos prometimos ganarle tiempo a la rutina de vuelta en casa. No había colectivos regulares que hicieran el trayecto Milna-Bobovišća, mucho menos ganas de caminar otros siete kilómetros de regreso hasta allá, así que nos paramos en la salida del pueblo y apuntamos los pulgares para arriba, con mucha esperanza de que en Croacia se estilara pedir aventón.

Los primeros dos autos pasaron de largo, pero ya el tercero paró a un costado de la ruta. Era un Volvo de patente alemana, una pareja que había decidido festejar sus bodas de plata, y el nido vacío, con un viaje a puro sol y vino a través de Austria y hasta la costa croata. Llegamos a casa en pocos minutos y, antes de irnos a dormir, trazamos en la carta náutica las millas que esperábamos hacer al día siguiente.

Langostas borrachas y la fortaleza Španjola

“Forecast for Central Adriatic: three-cero knots to two-five knots, easing, east wind, mostly clear”. Cada mañana escuchábamos dos o tres veces el pronóstico que emitían por la radio, para verificar que hubiéramos entendido bien. El inglés del locutor estaba teñido de croata y había bastante interferencia, así que Juan anotaba en una hoja, yo en otra, y después sacábamos conclusiones comparando las interpretaciones de cada uno.

El plan para ese día era ambicioso: navegar unas 30 millas a través del Hvar Ski Kanal, uno de los canales más transitados por los ferries de la zona, entrar y recorrer a vela la bahía de Stari Grad, volver a salir al mar, doblar el cabo St. Pelegrin y llegar hasta la ciudad de Hvar para pasar la noche.

El clima estaba ideal para navegar, con buen viento y en la dirección correcta, poca ola y el cielo apenas nublado, así que pudimos seguir el trazado en lápiz sin ningún problema. Con las velas bien cargadas, el barco un poco escorado y la brisa fresca en la cara, podríamos haber seguido navegando toda la noche y mucho más, porque en este tipo de viajes, el viaje en sí mismo es tanto o más importante que los puertos que se recorren. Pero la ciudad de Hvar prometía fortalezas, escalinatas centenarias y uno de los restaurantes más prestigiosos de la costa croata, Gariful.

Esa noche nos vestimos con lo mejor que traíamos a bordo para salir a cenar. Ubicado en uno de los extremos de la bahía de Hvar, con un deck sobre el mar y un dúo de voz y guitarra en vivo, este restaurante superó todas nuestras expectativas.

A primera vista, el restaurante Gariful tenía buena luz, buena atención, buena música y en el volumen justo, que ya era un montón; pero, a medida que avanzó la cena, con cada plato que llegaba a la mesa Gariful fue trepando en nuestro ranking de los mejores restaurantes croatas hasta llegar al puesto número uno: primero compartimos el Sea Platter, una degustación que incluía tartar de atún, camarones grillados, aceitunas envueltas en anchoas y pulpo con alcaparras; y a la hora de elegir el plato principal, no dudamos en seguir la recomendación del mozo: langosta borracha, el plato insignia de la casa, el que nunca salía de la carta.

Traía fideos largos amasados a mano y carne de langosta en salsa roja con mucho brandy, whisky y vino blanco. Esa noche brindamos varias veces con vino blanco made in Croacia, por los viajes, por la comida rica y por todas las millas que veníamos sumando en el mar Adriático.

Desayunamos en el cockpit del barco con yogurt tipo griego, cereales, bananas, café y un par de tostadas con dulce. Éste era el combo energético que tomábamos cada mañana, antes de encarar el día.

Desde la comodidad del Amandine teníamos la mejor vista de la ciudad de Hvar, con sus casas de techos rojos, las calles de piedra color marfil, las torres de las iglesias renacentistas y la fortaleza Španjola encima de todo. Decidimos hacer la caminata hasta allá arriba antes del mediodía. Habíamos leído que, si bien no era la construcción original del siglo xiii, porque había tenido que ser restaurada tras un incendio, la vista panorámica pagaba con creces el esfuerzo de la trepada. De camino conocimos la plaza St. Stephen, el monasterio franciscano que data del siglo XV y la torre del reloj en el centro de la ciudad. Después de una hora y media de caminar cuesta arriba, finalmente llegamos a la fortaleza, recorrimos sus murallas, los antiguos calabozos y un pequeño museo con objetos curiosos encontrados en el fondo del mar. Nos sentamos en un bar para recuperar el aliento con una coca helada. La panorámica le daba toda la vuelta a la fortaleza, nos mostraba algunos enclaves que ya habíamos podido conocer, y hacia abajo, muy chiquito, a Amandine entre todos los barcos. Con el movimiento de las olas, se lo veía cabecear, impaciente, con ganas de zarpar hacia el próximo destino.

Vino orgánico, baños romanos y el gran final

Nos quedaban pocos días con Amandine y un montón de lugares pendientes en la hoja de ruta, marcados en la carta con una cruz y alguna frase ayuda memoria del tipo “cuevas para hacer esnórquel”, “visitar bodegas”, “buen fondeadero para la última noche”, “ruinas romanas”.

Por un lado, navegar a vela te permite ir a donde quieras y a la hora que sea, fondear en la bahía menos turística, zarpar si los vecinos ponen la música demasiado fuerte y cambiar el paisaje que ves desde la ventana del camarote todos los días.

Por otro lado, las opciones arriba de un velero son tantas que siempre falta tiempo, más horas, más días, especialmente por las velocidades que se logran navegando a vela. Con Amandine, por ejemplo, hicimos un promedio de ocho nudos a lo largo de todo el viaje, unos 15 kilómetros por hora, que es mucho más despacio de lo que se logra pedaleando una bicicleta de paseo.

A falta de días, empezamos a levantarnos más temprano que de costumbre, incluso antes de que saliera el sol, para verlo despegar del horizonte en medio del mar, ya en camino hacia un nuevo puerto. Antes de hacer la tirada más larga hasta Dubrovnik, donde nos despediríamos de Amandine, quisimos conocer una isla más hacia el sur, Vis.

Según el último censo, en la isla de Vis, de 90 kilómetros cuadrados, viven alrededor de 3 500 personas, aunque a las tres de la tarde, cuando fondeamos en su bahía principal, parecía totalmente deshabitada: el pueblo entero dormía la siesta. Tiramos el ancla al mar y nos tiramos nosotros después, el agua estaba fresca y cristalina.

Viajando a vela, es como tener una alberca inmensa, infinita, en el patio de tu casa, siempre disponible para darse un chapuzón. Cuando desembarcamos en el gomón, las casas de ladrillo a la vista todavía tenían los postigones cerrados, y casi no había gente caminando por el centrito comercial.

Pasamos junto al cementerio del pueblo, la iglesia y visitamos unas ruinas donde, según la cartelería, antiguamente había baños romanos. La isla de Vis vive mayormente de la producción de vino, y eso se evidencia en la cantidad de vinotecas y bares que ofrecen catas guiadas y maridajes sobre la bahía. Seguimos la recomendación de un vendedor que parecía conocedor del asunto y compramos una botella de vugava, la cepa blanca que mejor se da en esta zona, y que tenía el sello de ser producto orgánico. Y en un almacén, una cuadra más allá, conseguimos pan caliente, unos racimos de uvas y queso gouda para armar una picada, cuando cayera el sol, en el cockpit de Amandine.

Entre varios signos de exclamación, en la carta había anotado que no podíamos dejar de conocer la Cueva Azul, en la islita de Biševo, vecina, y por pocas millas, de Vis. Fuimos bien temprano a la mañana, para no coincidir con todos los turistas que llegan cada día en excursiones embarcadas desde la ciudad de Split. Dimos un par de vueltas hasta que encontramos la entrada a la cueva, una ventana natural en la piedra de un metro y medio de alto por dos de ancho. Apagamos el motor del gomón y entramos a remo, en silencio.

El sol se reflejaba en las rocas blancas del fondo y hacía que el agua pareciera un zafiro pulido, muy azul, brillante y traslúcido. Cada palabra que decíamos rebotaba varias veces en las paredes de la cueva, lo mismo que las brazadas en la superficie del agua y las risas cuando nos resbalamos, varias veces, al intentar subir por la borda del gomón. Mientras remábamos hacia afuera, vimos cómo llegaban los primeros barcos repletos de turistas. Ya era hora de volver a Amandine, desplegar las velas y emprender la última gran navegada hasta Dubrovnik, a unas 100 millas de ahí.

Fue un día hermoso, tal vez el mejor de todo el viaje, como suele suceder cuando se termina algo bueno. El viento soplaba con la intensidad justa, el cielo estaba totalmente despejado y el océano parecía un piletón de aceite. Cociné unas pastas y almorzamos sin detenernos, tardaríamos casi 17 horas en hacer esta última pierna hasta Dubrovnik.

Sin sobresaltos ni complicaciones, habíamos navegado siete días entre las islas del Adriático central. No podíamos pedir más, y, sin embargo, esa tarde recibimos un regalo de despedida: en el horizonte patinado de rosa y violeta, la proa de Amandine nos señaló un grupo de delfines que saltaban y venían a nuestro encuentro.

Contamos siete, y nos acompañaron un buen trecho hasta que oscureció y se alejaron por estribor. Navegamos toda la noche, en turnos rotativos de tres horas al timón por tres horas de sueño, y así, cada uno pudo tener su momento a solas con Amandine, el Adriático y todas las estrellas. Fue difícil dejarlo, pero sabíamos que era un amor de verano y que, al día siguiente, Amandine se iría con otros. En todo caso, fue una gran aventura.

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