Cerdeña: la desconocida

Para algunos, destino jetsettero europeo. Para otros, uno de los rincones más puros del Mediterráneo. 

30 Aug 2017

Un roadtrip por esta pequeña isla: sus montañas, acantilados, viñedos y el inconfundible carácter sardo.

Cerdeña tiene fama como uno de los destinos más idílicos del Mediterráneo, con glamorosos hoteles alineados en inmaculadas playas de arena, villas millonarias escondidas en calas secretas, y yates de lujo que navegan en un mar de color turquesa, que recuerda a las clarísimas aguas de las Maldivas.

Cada verano, las revistas europeas del corazón se llenan de fotos de paparazzi de los ricos y famosos pasando sus vacaciones en esta isla, desde los jugadores de futbol estrella, hasta los artistas de cine. Es una procesión que no para, e incluye realeza, políticos y guapas modelos que visitan al ex presidente italiano, Silvio Berlusconi en su casa palaciega, sede de sus infames fiestas Bunga-Bunga que lo llevaron a la debacle. Pero yo he llegado hasta aquí para descubrir una Cerdeña diferente, una región autónoma y distinta del resto de Italia, que algunas veces parece un país independiente.

Los sardos tienen su propia lengua y una cultura única, presumen una herencia antigua que se remonta a épocas prehistóricas, más allá del homo sapiens, si uno les cree su historia. Los paisajes son silvestres como la población, con montañas salvajes, lagos gigantes, tierras bajas escasas y escarpadas —donde algunas veces parece haber más ovejas que humanos— que contrastan con la repentina aparición de un parche verde de viñedos u olivos.

Los vinos —especialmente las uvas locales como la poderosa Cannonau roja o la aromática Vermentino blanca— son una maravillosa sorpresa, con vinicultores que hacen sentir a los visitantes como miembros de la familia en un instante, mientras que la cocina es simplemente increíble: los mejores quesos que uno podría probar en Italia, prosciutto y salami caseros, suculento cordero rostizado, y el inolvidable porcheddu, un lechón que se deshace en la boca.

Vuelo a Olbia, justo en el norte de la isla, y el aeropuerto está lleno de jets privados y helicópteros. Todos estos visitantes se dirigen más al norte, a la Costa Smeralda, uno de los resorts más caros y exclusivos del mundo. Pero yo manejo en dirección opuesta, al sur, siguiendo una excelente autopista que abraza la accidentada costa, y me da ocasionales atisbos de las aguas azules del Mediterráneo.

Antes de seguir a la parte más aventurera de este roadtrip, por estrechos caminos que zigzaguean hacia el interior, mi primera parada es el pequeño pueblo costero de Cala Gonone. Éste es el punto de partida para explorar las playas, las caletas y las cuevas subterráneas que forma la  Bahía de Orosei, y a las que se puede acceder solamente por barco o haciendo un recorrido a pie, realmente largo.

Llegar a Cala Gonone es sorprendente, mientras avanzas puedes ver el estrecho camino que va subiendo a un pronunciado acantilado, que eventualmente se deja caer en una idílica bahía color aguamarina. No hay que llegar aquí esperando una versión italiana de Saint-Tropez, ya que éste es un centro turístico con los pies en la tierra, de modestos hoteles de tres estrellas y departamentos para rentar. Pero las playas y las grutas subterráneas son espectaculares, definitivamente de cinco estrellas.

Me registro en el Bue Marino, un negocio familiar que tiene un jacuzzi en la terraza y un restaurante panorámico, además de un bar relajado al borde del agua, perfecto para disfrutar del atardecer con coctelería y djs que ponen acid jazz. Resulta que el amigable dueño, Alberto Ligios, es también un productor de vino, que se ocupa de su viñedo y después, como muchos sardos, vende las uvas a la cooperativa local, Cantina Sociale.

Alberto me organiza un recorrido privado por la costa en bote y salgo temprano para escapar a la flotilla de turistas que saldrán más tarde. Los dramáticos acantilados terminan súbitamente en el mar, abriendo de vez en cuando en una minúscula playa de arena donde se puede hacer una parada para nadar.

Hay docenas de cuevas escondidas con albercas frías y oscuras que el capitán me va mostrando desde el mar abierto, donde los barquitos parecen desaparecer de manera misteriosa al pasar por estrechos pasajes en la roca. Nosotros entramos directamente a la famosa cueva Bue Marino, anclamos el barco y subimos a una pasarela estrecha que está suspendida sobre el agua que desaparece en la oscuridad del túnel, plagado de estalactitas y estalagmitas.

Las cuevas se extienden hacia atrás, a un lago salado, y eventualmente se unen a un río subterráneo al que sólo pueden acceder espeleólogos profesionales. Es un alivio salir al exterior y nuestra próxima parada, Cala Luna, es el lugar perfecto para terminar el día tomando el sol y nadando en una larga playa, con el mar de un lado y una laguna de agua fresca del otro.

Al día siguiente la comida y el vino toman el escenario, empezando con una cata de aceite de oliva en un caserío vecino, Orosei. Sandro Chisu fue uno de los primeros productores de aceituna en Cerdeña que se especializaron en el cultivo orgánico. Su aceite explota sabores frutales, especialmente cuando se degusta con otras especialidades sardas: queso ricota recién hecho cada mañana por un pastor de la zona, y pan carasau, sin levadura, crujiente y delgado.

El carasau es a tal grado parte de la vida de aquí, que se sirve con cada comida (puede durar hasta un año) y ha sido encontrado en excavaciones arqueológicas, dentro de las construcciones tradicionales de piedra, mejor conocidas como nuraghli, que datan del 1000 a.C.

Aunque el animado pueblo de Dorgali tiene una excelente Cantina Sociale, donde los vinos van desde un Hortus, un Cannonau ganador de premios, hasta un vino de mesa a dos euros el litro, yo me dirijo a las colinas para visitar Poderi Atha Ruja, uno de los viñedos más hermosos que he visto. Pareciera que Carlo Pietro Pittalis cultivara sus vides con manicura, cada planta podada para que crezcan sólo cinco racimos de uvas. El intenso Cannonau es añejado en pequeñas barricas de roble por dos años, aunque lo cierto es que necesita de cuatro a cinco años más antes de alcanzar la madurez.

Y como la mejor manera de probar un vino es con una buena comida, nos dirigimos al cercano Ristorante Sant’ Elene. Escondido en lo alto de una colina, rodeado de olivos y con hermosas vistas de las montañas y los viñedos, el Sant’ Elene es como muchos otros locales en esta parte de Cerdeña, parece una parada barata y agradable, que ofrece sencillas pizzas y rústicas habitaciones para dormir arriba del restaurante.

Pero la cocina del chef Ruiu es de otro nivel. Por 30 años ha estado cocinando platos regionales, utilizando productos locales mucho antes de la moda del carbon zero. Para los amantes de las menudencias está la mattamene, un rico guiso con intestinos, riñones y mollejas de cordero, también hay pistizzone, pequeñas figuras de pasta servidas como si fueran couscous, con azafrán de la región y carnero rostizado o jabalí salvaje cocinado lentamente con aceitunas que cultiva él mismo. Los postres son deliciosos, especialmente la mezcla de higos con queso de cabra y ravioles de ricota fritos y cubiertos en miel.

Esa noche llegamos a lo que debería ser el hotel más especial de Cerdeña, completamente perdido en el medio del campo entre los pueblos de Nuoro y Oliena. Su Gologone está clasificado hoy como un hotel de lujo, pero comenzó en 1960 cuando Peppeddu Palimode abrió un pequeño restaurante rural que ofrecía comida casera. Hoy pertenece a la misma familia, y se ha convertido en una extensa propiedad donde los clientes pueden perderse entre la alberca y el spa, un bar al aire libre en la sombra del acantilado, un restaurante de comida tradicional que tiene románticas terrazas y un acogedor salón, dominado por un gigantesco horno de piedra donde se cocinan lechones sobre las brasas ardientes.

El hotel es también un museo vivo que promueve la cultura local, con artistas y artesanos trabajando en talleres y exhibiendo pinturas, tapetes, cerámica, alfarería, esculturas y textiles. Cada habitación tiene una decoración distinta, un revuelto de colores y algunas con un baño exterior.

Nuoro es de manera no oficial la capital de esta región, con una animada vida cultural, festivales de jazz y de teatro y un museo de arte contemporáneo de vanguardia. Vale la pena una parada tan sólo para probar el legendario café marocchino en el histórico Caffe Tettamanzi, donde los candelabros decorados y lustrosos espejos no han cambiado desde que abrió sus puertas en 1877.

Pero el lugar para pasar el día es el pueblo fabricante de vinos de Oliena. El fértil campo que lo rodea está salpicado con más de cincuenta nuraghes de la Era de Bronce —edificios megalíticos de piedra— y sitios arqueológicos que datan de la Era Paleolítica.

Hoy en día el pueblo está circundado de viñedos y la cantina que no hay que perderse es Gostolai, cuyo entendido dueño, Tonino Arcada, es una mina de información sobre la historia y las tradiciones de la región y, desde luego, del fabuloso Cannonau y Vermentino que fabrica. Tiene una apariencia demasiado académica para un vinicultor, casi más interesado en la historia y en la poesía; no sorprende que Tonino haya sido maestro de escuela antes de dedicarse de lleno a sus vinos. “Mucha gente en Cerdeña quiere beber vinos jóvenes, pero yo no”, dice.

“Me gusta envejecer mis vinos para ver cómo se desarrollan y no tengo ninguna prisa. Verás que mis vinos son un reto —cerrados, intensos, con taninos— así que intento esperar unos años antes de ponerlos en el mercado.”

Las reservas son sin duda algo fuera de lo común, especialmente un sensacional 2006 Riserva D’Annunzio, llamado así en honor al legendario aventurero italiano, Gabriele D’Annunzio, que visitó Oliena cuando tenía 19 años.

A la hora de la comida, hay suficientes trattorias y hosterías, pero el lugar para descubrir el mismo tipo de pasión en la comida que la de Tonino por el vino, es Ristorantino Masiloghi. Una media docena de fabricantes de vino se encuentran en el bar del relajado restaurante de Gianfranco Maccareno —hablando sobre el futbol, ya que Oliena es la cuna de uno de los jugadores de futbol italiano más famosos: Gianfranco Zola— y yo me refugio en el callado y sombreado jardín para disfrutar de un menú de cuatro tiempos, a un precio muy razonable de 25 euros.

El plato de prosciutto casero, lardo y salami es casi una comida completa, seguido de la especialidad local en pasta: raviolis Culurgiones rellenos de ricota fresca, papa y menta con una suculenta salsa de jitomate. Después sigue el clásico cerdo porcheddu y el plato que todos los foodies aventureros tienen que probar: el Casu marzu.  Fue prohibido por las autoridades sanitarias, pero lo sirven en la mayoría de las trattorias. Se trata, literalmente, de un queso pecorino de oveja descompuesto con larvas de moscas vivas, ¡inolvidable!

Hay docenas de elegantes Cannonau en la lista de vinos pero el más interesante es el reserva del propio Gianfranco, hecho en su bodega. “Yo vinifico de la misma manera que lo hicieron siempre las viejas generaciones,” explica, “sin sulfitos,  así que solamente dura un año antes de la siguiente cosecha.” El sabor me recuerda a uno de los distintivos vinos naturales que sirven en los bares de moda europeos, excepto que aquí solamente cuesta seis euros por medio litro.

Oliena tiene otro hotel famoso que es un contraste absoluto al lujo de Su Gologone. El pueblo se encuentra al pie de la cadena montañosa Supramonte que corre justo a través de esta región, y casi en la cima, escondido en un bosque de antiguos árboles de roble, está la Cooperativa Turistica Enis, un resort ecoturístico pionero. Fue creada por un grupo de 20 idealistas jóvenes de la zona —estudiantes, desempleados, pastores— que en 1981 tomaron un edificio abandonado.

El día de hoy hay 17 habitaciones, espacio para acampar, excursiones que van desde montañismo hasta bicicleta de montaña, y un romántico restaurante que sirve abundantes platos como costillas de cordero a la parrilla y guisado de conejo en salsa de Cannonau. Siendo esto Cerdeña, la mayoría de los miembros de la cooperativa tienen sus propios vinos y un litro de su Cannonau di Proprieta tiene un precio de 10 euros.

Los cuartos son espartanos, algo que es de esperarse cuando una doble cuesta 66 euros, pero también se olvida pronto cuando uno abre la ventana y mira el  majestuoso paisaje que tienen. Pero el accidentado e indómito interior de Cerdeña no es nada más para comer y beber, y las próximas dos paradas en este roadtrip ofrecen una experiencia cultural seria y otra visión de esta isla mística.

Mamoiada parece a primera vista una aldea adormecida, pero es hogar de un extraordinario carnaval animista que se remonta a hace más de dos mil años. Para marcar varias celebraciones a lo largo del año, así como el gran carnaval antes de Lent, los tranquilos habitantes de Mamoiada se transforman en Mamuthones, unas criaturas de temible apariencia ataviadas con gruesas pieles de borrego, adornadas con pesadas campanas de vacas de más de 30 kilos y con unas intimidantes máscaras de madera sin expresión en el rostro.

Las fogatas se encienden en todo el pueblo, se beben grandes cantidades de vino y si uno cree en las historias de los ancianos, antes estos carnavales tardaban poco en convertirse en orgías paganas. Lo que es interesante es que sin importar cuándo visites esta isla, el espíritu de los Mamuthones está presente.

Hay un gran museo, el Museo delle Maschere Mediterranee, dedicado no solamente a los Mamuthones, sino presentando también una vasta colección de extrañas y hermosas máscaras de distintos países a lo largo del Mediterráneo. Muchos de los más famosos tallistas de madera abren sus talleres a los turistas, y yo me topo casi sin querer con el caótico atelier de Franco Sale, lleno de increíbles esculturas y, como pasa en todas partes por aquí, una vez que el visitante muestra un poco de interés, la hospitalidad sarda sale a relucir.

Se abre una botella de vino, aparece el salami, el queso y desde luego, Franco insiste en disfrazarme de Mamuthone —sin la máscara pues parece que eso hubiera sido un sacrilegio. No puedo ni imaginarme cómo hacen para usar estos trajes por tres días y noches durante el carnaval, es un verdadero alivio volver a la carretera rumbo a Orgosolo.

Si Mamoiada es un ícono de la herencia cultural antigua de Cerdeña, entonces a una hora de distancia, el pueblo montañoso de Orgosolo es un símbolo mucho más moderno del sentimiento independentista que los sardos reclaman como su derecho en contra del resto del mundo. Orgosolo tiene fama, desde los siglos xviii y xix, de un pueblo sin ley como del Lejano Oeste, con todo y bandidos a caballo.

Hacia finales de 1960, cuando el gobierno italiano y  la Organización del Tratado del Atlántico Norte (otan) decidieron poner una base militar cerca, nadie estaba realmente preparado para la reacción de estos campesinos rebeldes que no tenían ninguna intención de recibir a soldados extranjeros en sus tierras. Su única protesta tomó la forma de una serie de pinturas murales en todo el pueblo y después de una larga batalla, la idea de la base fue abandonada.

Esta tradición de usar los murales como una forma de protesta política continúa hasta el día de hoy, con más de 200 pinturas de gran tamaño que cubren las paredes de la mayoría de las casas del pueblo y que tocan temas tan diversos como explotación infantil, los ataques a la torres gemelas en Nueva York, la lucha de Salvador Allende en Chile, la Guerra de Vietnam y, el más popular de todos los temas, la tan buscada independencia de Cerdeña.

Sentado afuera del popular bar Da Candela, en la calle principal de Orgosolo, bebiendo una Ichnusa helada —la cerveza nacional— miro a los canosos clientes del local; la mayoría son campesinos, granjeros, vinicultores, y el mural arriba de nosotros parece resumir este maravilloso lugar:  Siamo Tutti Clandestini.

Muchos de los viñedos alrededor de Orgosolo tienen más de cien años —vides salvajes en lugar de viñedos ordenados— y yo llamo para hacer una cita en la cooperativa local, para probar algunos de la reserva Cannonau de mejor calidad de Cerdeña. Como todo aquí, la Cantine di Orgosolo es algo fuera de lo común. Hace seis años, un grupo de 19 vinicultores —el de la tienda de tabaco, el electricista, el enfermero, el pastor— cada uno con más o menos una hectárea de viñas, se agruparon en un experimento para producir vinos artesanales.

Este grupo variopinto, con edades que van de los 21 a los 67, vinifica y añeja su vino en una bodega rentada, repleta de barricas y cubas metálicas, que hace las veces de cantina y donde casi todas las tardes el grupo se reúne para hablar sobre la vida con unas botellas y un poco de prosciutto y pecorino de por medio. Sus vinos son sencillamente excepcionales, y hacer una cata aquí es como volver a conocer el vino, sin duda una experiencia que no se olvida.

De Orgosolo sale una larga carretera que corta por el centro de Cerdeña de nuevo hacia la costa, donde me espera mi destino final: el pueblo costero de Barisardo. La larga y serpenteante ruta es ideal para manejar, pero hay que estar al pendiente porque cada tanto un rebaño de ovejas de pelos largos y cuernos rizados aparecen curioseando en el camino, e incluso me tocó encontrarme con un grupo de jabalíes salvajes.

Barisardo es otro rincón escondido del paraíso, una bahía curva con fina arena y transparentes aguas turquesa que se extiende por nueve kilómetros. Todo a lo largo de este camino costero se encuentran una serie de ruinas medievales de torres, que se utilizaban para mantener al pueblo a salvo de los ataques de los piratas y de los infieles sarracenos. Éste es un resort familiar a la antigua, diviertido para hacer snorkel, velear, hacer pesca en alta mar y disfrutar un picnic a la sombra de los aromáticos pinos que decoran la playa.

Paso mis últimas noches en Cerdeña en un hotel con nombre majestuoso: Domus de Jana sul Mare. En realidad es otro negocio sin pretensiones y de herencia familiar, cuyas espaciosas habitaciones con cocina cuestan menos de 100 euros y donde además, la amigable familia Amaduzzi es una mina de información sobre especialidades de comida y bebida.

En mi última memoria, el patriarca, Carlo Amaduzzi, me lleva a ver su viñedo favorito cerca del hotel, justo en lo alto de un acantilado, con el Mediterráneo justamente abajo. Y esa noche en la cena, el Vermentino frío hecho de esas uvas resulta ser el acompañante ideal para un plato de spaghetti generosamente servido con jugosa langosta.

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